– Chis -murmuró. Le tocó a cara con sus dedos y en cada punto que tocaba notaba que su piel ardía.
– Haces que todo desaparezca -le dijo-. Vuelve. Gina. Te lo juro.
– Lo haré.
Capítulo 27
Lynley cogió la primera de las llamadas que le hicieron a su móvil cuando salía de la tienda de numismática Sheldon Pockworth de camino al coche para ir al Museo Británico. Era Philip Hale. Al principio, su llamada era positiva. Le explicaba que Yukio Matsumoto estaba consciente y que Ardery le estaba interrogando, en presencia de su hermano y de su hermana. Sin embargo, había más y, puesto que no era habitual en Hale comenzar a protestar en mitad de una investigación, cuando lo hizo, Lynley supo que el asunto era serio. Ardery le había ordenado que se quedara en el hospital, cuando él podría ser más útil en otro sitio. Había intentado explicarle a la superintendente que era mejor dejar la vigilancia del sospechoso a los agentes, para así poder regresar a asuntos más importantes, pero ella no le había escuchado. Él era un miembro del equipo como cualquier otro, Tommy, pero llegaba un momento en que alguien tenía que protestar. Obviamente, Ardery era una jefa que estaba muy encima de sus subordinados y nunca iba a permitir que el equipo del caso tomara la iniciativa. Ella era…
– Philip -le interrumpió-, aguanta. No puedo hacer nada al respecto. Simplemente, no puedo.
– Puedes hablar con ella -le contestó Hale-. Si le estás enseñando los entresijos, como asegura que haces, entonces enséñale éste. ¿Tú verías a Webberly capaz…, o tú mismo…, o incluso John Stewart, y Dios sabe que John es un tipo suficientemente obsesivo…? Vamos, Tommy.
– Ella ya tiene suficiente con lo suyo.
– No vas a decirme que no te escuchará. He visto como ella… Demonios.
– ¿Has visto cómo ella qué?
– Hizo que volvieras al trabajo. Todos lo sabemos. Hay un motivo detrás, y es muy probable que sea personal. Así que usa ese motivo.
– No hay nada personal…
– Tommy, por Dios. No juegues a estar ciego cuando nadie más lo está.
Lynley no respondió. Se quedó pensando en lo que había pasado entre él y Ardery: cómo estaban las cosas y cómo parecían estar. Finalmente dijo que vería lo que podía hacer, aunque pensó que más bien sería poco.
Llamó a la superintendente en funciones, pero le salió inmediatamente el buzón de voz. Le dijo que le llamara y continuó conduciendo. Ella no era su responsabilidad, pensó. Si le pedía algún consejo, podía dárselo sin problemas. Pero el asunto estaba en dejarla hundirse o que nadara sin interferir, independientemente de lo que los demás esperaban de él. ¿De qué otro modo podía demostrar esa mujer que era apta para el trabajo?
Fue hacia Bloomsbury. Le llamaron una segunda vez cuando estaba parado por el tráfico en las inmediaciones de la estación de metro de Green Park. Esta vez era Winston Nkata quien le llamaba. Barb Havers, le dijo, «en su mejor estilo Barb», estaba desafiando las instrucciones de la superintendente de que se quedara en Londres. Iba de camino a Hampshire. No había podido convencerla de lo contrario.
– Ya conoces a Barb. Ella te escuchará, tío -dijo Nkata-. Porque, maldita sea, a mí no me escucha.
– Jesús -murmuró Lynley-, es una mujer exasperante. ¿En qué está, entonces?
– El arma -dijo Nkata-. La ha reconocido.
– ¿Qué quieres decir? ¿Sabe a quién pertenece?
– Sabe qué es. Yo también. No vimos la fotografía del arma hasta hoy. No habíamos visto la pizarra hasta esta mañana. Y lo que es lo reduce a la zona de Hampshire.
– No suele ser tu estilo dejarme intrigado, Winston.
– Digamos que es como un gancho, un cayado -le dijo Nkata-. Lo vimos en un cajón de Hampshire, cuando estuvimos hablando con el tipo ese, Ringo Heath.
– El maestro de los techados.
– Ese es el tipo. El cayado se utiliza para aguantar los carrizos en su sitio mientras se colocan en el techo. No es algo que estemos acostumbrados a ver en Londres, pero en Hampshire, ¿eh? En cualquier lugar donde haya techos de paja y techadores, podrás ver ganchos de ésos.
– Jossie -dijo Lynley.
– O Hastings. Porque están hechos a mano los cayados.
– ¿Hastings? ¿Por qué? -Entonces Lynley se acordó-. Se entrenó para ser herrero.
– Y los herreros son los únicos que fabrican cayados. Cada herrero los fabrica de manera diferente, ves. Acabar…
– Siendo como las huellas dactilares -concluyó Lynley.
– Exacto. Y éste es el motivo por el que Barb ha ido hasta allá. Dijo que llamaría primero a Ardery, pero ya sabes cómo es Barb. Así que pensé que quizá…, ya sabes. Barb te escuchará. Como te digo, a mí no me ha hecho ni caso.
Lynley maldijo en voz baja. Llamó. El tráfico comenzaba a moverse, así que continuó su camino, decidido a encontrar a Havers vía teléfono móvil lo antes posible. Cuando se iba a poner a ello, su teléfono sonó de nuevo. Esta vez era Ardery.
– ¿Qué has conseguido del coleccionista? -preguntó.
Él le hizo un resumen y le dijo que iba de camino al Museo Británico. Ella contestó:
– Excelente. Es un móvil, ¿no? Y no encontramos ninguna moneda entre sus cosas, así que alguien se la quitó en algún momento. Al final estamos llegando a algún lugar. Bien.
A continuación le contó lo que Yukio Matsumoto le había explicado: que había dos hombres en las inmediaciones del cementerio Abney Park, no sólo uno. De hecho, había tres si querían incluir al propio Matsumoto.
– Estamos trabajando con él en un retrato robot. Su abogada apareció mientras estaba hablando con él y tuvimos algo parecido a una pelea. Dios, esa mujer es como un pit-bull, pero tenemos dos horas. A cambio de que la Policía reconozca que tuvo la culpa en el accidente de Yukio…
Lynley soltó un fuerte suspiro.
– Isabelle, Hillier nunca accederá a eso.
– Esto es más importante que Hillier.
Lynley pensó que tendría que nevar en el Infierno antes de que Hillier lo viera de esa manera. Antes de que pudiera decirle algo más a la superintendente, ella colgó. Suspiró. Hale, Havers, Nkata y Ardery. ¿Por dónde empezar? Escogió el Museo Británico.
Allí, al menos, localizó a una mujer llamada Honor Robayo, que tenía la impresionante presencia de un nadador olímpico y el apretón de manos de un político triunfador. Le dijo con franqueza y con una sonrisa atractiva:
– Nunca pensé que acabaría hablando con un policía. He leído un montón de novelas de misterio y de detectives. ¿A quién cree que se parece más, a Rebus o a Morse? [30]
– Tengo una debilidad terrible por los vehículos antiguos -reconoció Lynley.
– Entonces Morse. -Robayo cruzó los brazos a la altura de su pecho, muy alto, como si sus bíceps no le permitieran acercarse más al cuerpo-. Entonces, ¿qué puedo hacer por usted, inspector Lynley?
Le explicó por qué había ido hasta allá: para hablar con el encargado de la exposición sobre una moneda de la época de Antonino Pío. Esa moneda podía ser una aureus, le dijo.
– ¿Tiene alguna que quiera enseñarme? -le preguntó.
– Esperaba lo contrario -respondió. ¿Y podía la señora Robayo decirle cuánto podía valer una moneda así?-. Me han dicho que entre quinientas y mil libras -dijo Lynley-. ¿Está de acuerdo?
– Vayamos mejor a echar un vistazo.
Le llevó a su oficina, donde entre libros, revistas y documentos encima de su mesa, también había un ordenador. Acceder a una página donde se vendían ese tipo de monedas fue cuestión de un momento, y otro momento más tarde encontraron en la página una aureus de la época de Antonino Pío ofertada para subastarse en el mercado. El precio que pedían por ella estaba en dólares: tres mil seiscientos. Más de lo que Dugué había pensado. No era una gran suma, pero ¿era una suma por la que matar? Posiblemente.