– ¿Estas monedas necesitan un certificado de procedencia? -le preguntó Lynley.
– Bueno, no son como el arte, ¿no? A nadie le importa quién la ha tenido en el pasado, a no ser, supongo, que algún nazi que se la robara a una familia judía. Las preguntas reales sobre su valor giran alrededor de su autenticidad y su material.
– Lo que significa…
Señaló la pantalla del ordenador, donde se veía la fotografía de una aureus.
– O es una aureus o no. O es oro puro o no. Y eso no es difícil de averiguar. Y en lo que a su antigüedad respecta…, si es de verdad del periodo de Antonino Pío, supongo que alguien podría falsificarla, pero cualquier experto en monedas se daría cuenta. Además, está la cuestión de por qué alguien estaría dispuesto a meterse en problemas por falsificar una moneda como ésta. Quiero decir, no estamos hablando de un Rembrandt o de un Van Gogh. Ya se puede imaginar lo que un cuadro de ésos podría valer si alguien consigue timar con éxito. Diez millones, ¿no? Habría que preguntarse si tres mil seiscientos dólares hacen que el esfuerzo valga la pena.
– Pero ¿con el tiempo?
– ¿Quiere decir si alguien falsificara lo equivalente a la carga de un camión en monedas para venderlas poco a poco? Posiblemente, supongo.
– ¿Puedo echar un vistazo a alguna? -preguntó Lynley-. Aparte de la que sale en pantalla, quiero decir. ¿Tienen alguna aquí, en el museo?
Claro que tenían, le contestó Honor Robayo. Si era tan amable de seguirla… Tendrían que cruzar la colección del museo, pero no estaba muy lejos, y ella confiaba en que Lynley la encontraría interesante.
Le guió a través del tiempo y del espacio por el museo -el antiguo Irán, Turquía, Mesopotamia-, hasta que llegaron a la colección romana. Hacía años que Lynley no pisaba el museo. Había olvidado lo extenso del tesoro.
Mildenhall, Hoxne, Thetford. Así se llamaba los tesoros, porque así es como se encontró cada uno de ellos, como un tesoro enterrado durante la ocupación romana de Bretaña. No siempre les fue de maravilla a los romanos al intentar subyugar a aquellos sobre los que querían gobernar. A veces la población no llevaba muy bien lo de ser sometidos. Durante esa intermitente época de revueltas, las monedas romanas se escondieron para mantenerlas a salvo. A veces, sus propietarios no pudieron regresar a por ellas, con lo que quedaron enterradas durante siglos, en jarrones sellados, en cajas de madera recubiertas de paja o con el material disponible en la época.
Aquél había sido el caso de los tesoros de Mildenhall, Hoxne y Thetford, que comprendían los mayores tesoros que se habían encontrado. Enterrados durante más de mil años, cada uno había sido descubierto a lo largo del siglo xx, e incluían desde monedas hasta vasos, ornamentos corporales y placas religiosas.
También había tesoros más modestos en la colección, cada uno perteneciente a las diferentes áreas de Bretaña donde los romanos se habían asentado. El más reciente descubrimiento era el de Hoxne, se fijó Lynley, que fue desenterrado en Suffolk, en terrenos del condado, en 1992. Quien lo encontró, un tipo llamado Eric Lawes, dejó milagrosamente el tesoro exactamente donde estaba y llamó enseguida a las autoridades. En cuanto acabaron de excavar, aparecieron más de quinientas mil monedas de oro y plata, vajilla de plata y joyas de oro en forma de collares, brazaletes y anillos. Fue un hallazgo sensacional. Su valor, pensó Lynley, era incalculable.
– Lo cual le honra -murmuró Lynley.
– ¿Mmmm? -inquirió Honor Robayo.
– El hecho de que el señor Lawes lo entregara. El tesoro y el caballero que lo encontró.
– Claro, por supuesto. Pero, realmente, le honra menos de lo que podría pensar.
Ella y Lynley estaban frente a una de esas cajas que contenían el tesoro Hoxne, donde había una reconstrucción del cofre con el que el tesoro fue enterrado, hecha de acrílico. Se movió a lo largo de la sala hacia las inmensas vajillas y bandejas de plata del tesoro Mildenhall. Se apoyó en la caja y aclaró:
– Recuerde, ese tipo Eric Lawes, estaba buscando objetos metálicos, de todas maneras. Y en tanto que estaba haciendo eso, probablemente debía conocer la ley. La ley ha cambiado un poco desde que se encontró este tesoro, por supuesto, pero entonces, un tesoro como el de Hoxne se hubiera convertido en patrimonio de la Corona.
– ¿No indica eso que podía haber tenido un motivo para retenerlo?
Se encogió de hombros.
– ¿Qué iba a hacer con él? Sobre todo cuando la ley dice que un museo puede adquirírselo a la Corona, recuerde que a un precio estimado de mercado, y quienquiera que lo encuentre, se quedaría con el dinero como recompensa. Y es una pasta considerable.
– Ah -exclamó Lynley-. Así que cualquiera tendría un motivo para entregarlo y no para quedárselo.
– Exacto.
– ¿Y ahora? -Sonrió, sintiéndose un poco tonto por la última pregunta-. Discúlpeme. Probablemente debería conocer la ley al respecto, como policía.
– Bah. Dudo que en su particular día a día de trabajo se encuentre con muchos casos de gente que desentierra tesoros. De todas maneras, la ley no ha cambiado mucho. El que encuentra un tesoro tiene catorce días para indicarlo al juez de instrucción local, si es que él o ella sabe que se trata de un tesoro. A decir verdad, si no lo hace, puede ser procesado. El juez local…
– Espere -cortó Lynley-. ¿Qué quiere decir con que si sabe que es un tesoro?
– Bueno, es lo que pone en la ley de 1996. Define lo que es un tesoro. Una moneda, por ejemplo, no es suficiente para ser considerada como tal, ya sabe. Sin embargo, dos monedas sí, y puede pisar arenas movedizas si no va a por el teléfono y avisa a las autoridades como es debido.
– ¿Y qué pueden hacer las autoridades? -preguntó Lynley-. ¿En el caso de que haya encontrado dos monedas y no veinte mil?
– Pues pueden traer a un equipo arqueólogo y cavar hasta el Infierno en tu propiedad, imagino -contestó Honor Robayo-. Para ser sincera, a mucha gente le da igual, porque acaban con un buen trato a cambio del tesoro.
– Si un museo quiere comprárselo.
– Exacto.
– ¿Y si no quiere? ¿Si la Corona lo reclama?
– Ese es un punto interesante que está a punto de cambiar legislativamente. La Corona sólo puede meter mano en los tesoros que se encuentren en el ducado de Cornwall y el ducado de Lancaster. Y en el resto del país… Mientras no sea exactamente un caso de «el que se lo encuentra se lo queda», quien lo descubra conseguirá una recompensa cuando el tesoro se haya vendido, sólo si el hallazgo se encuentra en esas condiciones -dijo, haciendo un gesto hacia las vitrinas de plata, oro y joyas de la sala 49-. Puede apostar lo que sea a que la recompensa será considerable.
– Entonces, lo que está diciendo -continuó Lynley- es que quienquiera que encuentre algo así no tiene absolutamente ningún motivo para quedárselo.
– Ninguno. Por supuesto, supongo que lo pueden esconder bajo su cama y sacarlo cada noche y tocarlo, avariciosos, con las manos, pensando en todo lo que puede obtener de ello. Un poco a la manera de Silas Marner, [31] ¿sabe? Pero al final, imagino que la mayoría de la gente prefiere el dinero en metálico.
– ¿Y si todo lo que se encuentra en una simple moneda?
– Oh, puede quedársela. Lo que nos lleva a… Por aquí. Tenemos la aureus que estaba buscando.
Estaba dentro de una de las cajas más pequeñas, en la que se exponían identificadas varias monedas. No parecía muy diferente a la que había visto en la pantalla del ordenador de James Dugué en la tienda de numismática. Lynley la miró, deseoso de que la moneda le dijera algo sobre Jemima Hastings, que supuestamente había estado en posesión de una de esas monedas.
Si, como Honor Robayo había indicado tan pintorescamente, una moneda no significaba tener un tesoro, cabía la posibilidad de que Jemima la tuviera simplemente como recuerdo o como un talismán de la buena suerte que estuviera pensando vender, quizá para mejorar sus ingresos en Londres una vez instalada allí. Primero hubiera necesitado saber cuánto valía. No había nada raro en ese razonamiento. Pero parte de lo que le había contado el numismático era mentira: su padre no había muerto recientemente. En el informe de Havers al respecto, como recordó, se indicaba que el padre de Jemima llevaba muerto varios años. ¿Importaba esa mentira? Lynley no lo sabía. Pero sí sabía que necesitaba hablar con Havers.
[31]