Se marchó de la sala que contenían las aureus, tras dar las gracias a Honor Robayo por su tiempo. Ella parecía pensar que le había decepcionado de alguna manera, pues se disculpó diciendo:
– Bueno, de todos modos espero que haya habido algo… ¿Le he podido ayudar con lo que necesitaba?
De nuevo, no estaba muy seguro. Era cierto que tenía más información que por la mañana. Pero si se trataba de encontrar el móvil del asesinato de Jemima Hastings… Frunció el ceño. El tesoro Thetford llamó su atención. No se había fijado en él porque no contenía monedas, sino más bien vajilla y joyas. Lo más antiguo era de plata. Lo más reciente, de oro. Fue a echar un vistazo.
Lo que le interesaban eran las joyas: anillos, hebillas, pendientes, brazaletes y collares. Los romanos sabían cómo acicalarse. Habían decorado las joyas con piedras preciosas y semi-preciosas; la mayoría de las piezas más grandes junto con algunos anillos llevaban rubíes, amatistas y esmeraldas. Entre éstas, se cobijaba una piedra en particular, rojísima. Pudo ver enseguida que era una coralina. Pero lo que le llamó la atención no fue la presencia de esa piedra entre las demás, sino lo que habían grabado en ella: Venus, Cupido y la armadura de Marte, según la descripción que se daba. Y era, en pocas palabras, casi idéntica a la piedra que se había encontrado en el cuerpo de Jemima.
Lynley se giró buscando a Honor Robayo. Levantó una ceja como si le preguntara qué pasa.
– Y si en vez de dos monedas son una moneda y una piedra preciosa -dijo-. ¿Tenemos un tesoro? ¿Algo que se habría de notificar al juez de instrucción local?
– ¿Algo dictaminado por la ley? -Ella se quedó reflexionando, rascándose la cabeza-. Supongo que puede discutirse. Pero igualmente puede argumentarse que alguien que encuentre dos objetos sin relación entre sí simplemente puede limpiarlos, separarlos y no pensar sobre ellos en relación con la ley. Quiero decir, ¿cuánta gente allí fuera conoce, de hecho, esta ley? Encuentra un tesoro como el de Hoxne y es más que probable que tengas que hacer unas cuantas preguntas para saber cuál es el próximo paso, ¿no? Encuentra una moneda y una piedra, recuerda que ambas necesitarían ser limpiadas a fondo, y ¿por qué iba a correr hacia el teléfono? Quiero decir, no es que los periodistas anuncien en la tele una vez por semana que se tiene que avisar al juez de instrucción en el caso de que se desentierre un cofre mientras se están plantando tulipanes. Además, la gente piensa en el juez de instrucción y se acuerda de la muerte, ¿no? No relaciona juez de instrucción y tesoros.
– Sí, pero según la ley, dos objetos ya constituyen un tesoro, ¿verdad?
– Bueno… Exacto. Lo constituyen. Sí.
Era suficiente, pensó Lynley. Honor Robayo podía haber sido más convincente en su agradecimiento. Pero algo es algo. No era una antorcha, sino más bien una cerilla, y una cerilla era mucho mejor que nada cuando uno camina en la oscuridad.
Barbara Havers había parado a repostar y a por comida cuando su teléfono sonó. De lo contrario, lo habría ignorado religiosamente. Había conducido hasta el amplio aparcamiento del área de servicio. Mientras se dirigía hacia el Little Chef -había que ir por orden de prioridades, se dijo, y lo primero que había que hacer era almorzar decentemente una buena fritanga para tener energía el resto del día-, escuchó que Peggy Sue sonaba desde su bolso. Fue en busca del móvil y vio que era el agente Lynley quien la llamaba. Cogió la llamada mientras caminaba hacia la promesa de comida y aire acondicionado.
– ¿Dónde se encuentra, sargento? -le preguntó Lynley sin ningún tipo de rodeo.
Por su tono pudo adivinar que alguien se había chivado: Winston Nkata, ya que nadie más sabía que se había marchado y Winnie era muy escrupuloso cuando se trataba de cumplir órdenes, diera igual lo exasperantes que fueran. De hecho, incluso obedecía cuando no le mandaban. Se anticipaba a las órdenes, el muy maldito.
– Estoy a punto de hincarle el diente a un gran plato con mucho rebozado y minuciosamente frito, y deje que le diga que a estas alturas me da igual todo -dijo-. Un poco de hambre es poco decir, para lo que yo tengo, ¿entiende? ¿Dónde está usted?
– Havers -contestó Lynley-, no has respondido a mi pregunta. Por favor, responde.
– Estoy en Little Chef, señor -suspiró.
– ¡Ah! El lugar ideal para alimentarse. ¿Y dónde se encuentra este singular ejemplo de alta cocina?
– Bueno, déjeme ver… -Pensó en cómo disimular la información sobre dónde estaba, pero sabía que sería inútil hacerla sonar como si fuera otra cosa-. Por la M3.
– ¿En qué parte de la M3, sargento?
Resignada, le dio el número de salida de autopista más cercano.
– ¿Y sabe la comisaria Ardery hacia dónde vas?
No respondió. Era, sabía, una pregunta retórica. Esperó a lo que venía después.
– Barbara, ¿tu intención es suicidarte profesionalmente? -le preguntó Lynley educadamente.
– La llamé, señor.
– La llamaste.
– Me salió su buzón de voz. Le dije que iba a investigar una cosa. ¿Qué se suponía que iba a hacer?
– ¿Quizá lo que se esperaba que hicieras? En Londres.
– Ese es difícilmente el caso. Mire, señor, ¿le contó Winnie lo del cayado? Es una herramienta para techar…
– Sí, me lo contó. ¿Y para qué, exactamente, vas a Hampshire…?
– Bueno, es obvio, ¿no? Jossie tiene herramientas de techar. Ringo Heath tiene herramientas de techar. Rob Hastings probablemente fabricó en algún momento herramientas de techar, y posiblemente estén tiradas por su establo. Y también está este tipo que trabaja con Jossie, Cliff Coward, que podría haber metido mano en la caja de herramientas, y también está ese policía, Whiting, porque hay algo sobre él que huele mal, en el caso de que esté a punto de decirme que debería haber llamado a la comisaría de Lyndhurst y haberles informado sobre el cayado. Tengo un topo en la oficina central, por cierto, husmeando sobre Whiting.
Quiso añadir: «Que es más de lo que tú has sido capaz de hacer», pero se contuvo.
Si creyó que Lynley estaría impresionado con los saltos agigantados que estaba dando mientras él había estado divagando por Londres haciendo lo que Isabelle Ardery le había pedido, enseguida vio que estaba equivocada.
– Barbara, quiero que te quedes donde estás -dijo Lynley.
– ¿Qué? Señor, escúcheme… -dijo ella.
– No puedes tomarte la investigación…
– ¿… por la mano? Eso es lo que iba a decir, ¿verdad? Bueno, no tendría que hacerlo si la superintendente, y le recuerdo que es la superintendente en funciones, fuera menos estrecha de miras. Está muy equivocada con lo del tipo japonés y usted lo sabe.
– Ahora ella también lo sabe. -Le contó lo que Ardery había logrado extraer de su interrogatorio con Yukio Matsumoto.
– ¿Dos hombres en el cementerio con ella? ¿Además de Matsumoto? Maldita sea, señor -exclamó Barbara-. ¿No ve que uno de ellos, y probablemente los dos, fueron allí desde Hampshire?
– En parte, estoy de acuerdo contigo -le señaló-. Pero sólo tienes la punta del iceberg de este puzle, y sabes tan bien como yo que si te precipitas, perderás el juego.
Barbara sonrió, a pesar suyo.
– ¿Se da cuenta de cuántas metáforas acaba de mezclar?
Pudo escuchar la risa en la voz de Lynley.