– Llámalo la pasión del momento. Me previene de pensar de modo inteligente -contestó.
– ¿Por qué? ¿Qué está pasando?
Escuchó entonces lo que Lynley tenía que decir sobre el hallazgo del tesoro romano, sobre el Museo Británico, sobre la ley, sobre buscadores de tesoros y sobre lo que se les debía. Cuando terminó, ella silbó y le dijo:
– Brillante, Whiting debe de saber todo esto. Él tiene que…
– ¿Whiting? -Lynley sonaba incrédulo-. Barbara…
– No. Escuche. Alguien desentierra un tesoro. Pongamos que Jossie. De hecho, tiene que ser Jossie. ¿A quién más llamas si no conoces la ley, eh? Lo sucedido le llega a Whiting a través de la oficina, y Bob es el tío que necesitas en la comisaría Lyndshurt. Pone sus ojos sobre el botín; ve qué futuro le espera si consigue reclamarlo como suyo, las pensiones de jubilación de la Policía son las que son, y entonces…
– ¿Qué? ¿Se larga hacia Londres y asesina a Jemima Hastings? ¿Puedo preguntar la razón?
– Porque tiene que matar a quien sepa de la existencia del tesoro, y si ella fue a ver al tal Sheldon Mockworth…
– Pockworth -la corrigió Lynley-. Sheldon Pockworth. Y no existe. Es sólo el nombre de la tienda.
– Lo que sea. Ella va a verle. Verifica qué tipo de moneda es. Sabe que hay más, muchas más, montones más, y sabe que es de verdad. Cantidades ingentes de pasta esperando a ser recogidas. Y Whiting lo sabe muy bien. -Barbara estaba dándole un buen empuje al asunto. Estaban muy cerca de averiguar qué estaba pasando. Y ella podía sentir todo su cuerpo entero removido por el conocimiento.
– Barbara, ¿eres consciente de lo que estás ignorando con todo esto? -le dijo Lynley pacientemente.
– ¿El qué?
– Para empezar, ¿por qué, en un principio, Jemima Hastings se marcha abruptamente de Hampshire si hay un vasto tesoro de monedas romanas amontonadas allí esperando que ella las comparta? ¿Por qué, tras identificar la moneda, hace ya muchos, muchos meses, por cierto, aparentemente no hace nada más al respecto? ¿Por qué, si el hombre con el que compartía su vida en Hampshire había desenterrado un tesoro romano entero, nunca le mencionó ni el más pequeño detalle sobre esto a nadie, incluido, te recuerdo, a la médium, a quien aparentemente visitaba numerosas veces para preguntarle, en cambio, sobre su vida amorosa?
– Hay una explicación, por amor de Dios.
– Muy bien. ¿La tienes?
– La tendría si usted…
– ¿Qué?
«Si usted trabajara conmigo.» Esa era la respuesta. Pero Barbara no podía dejarse llevar y decírselo, por lo que conllevaban esas palabras.
Él la conocía bien. Demasiado bien.
– Escúchame, Barbara -dijo con su tono más razonable-. ¿Me vas a esperar? ¿Te quedarás donde estás? Puedo llegar allí dentro de menos de una hora. Ibas a comer algo. Come. Y espera. ¿Puedes hacerlo?
Pensó en ello, incluso pensó que sabía cuál sería su respuesta. Él todavía era, después de todo, su compañero de siempre. Él, después de todo, todavía era y siempre sería Lynley.
– Muy bien -suspiró-. Le esperaré. ¿Ha comido? ¿Quiere que le pida un combinado frito?
– Dios santo, no.
Lynley sabía que la última cosa que era Barbara Havers era alguien dado a frenarse simplemente porque estaba de acuerdo con posponer momentáneamente la dirección hacia donde pensaba encaminar sus pensamientos.
Así que no le sorprendió llegar al Little Chef noventa minutos más tarde -frustrado porque un escape de agua en el sur de Londres le había retrasado- y descubrir que ella estaba enfrascada hablando por el teléfono móvil. Estaba frente a los restos de su comida. En la típica manera de hacer de Havers, todo era un verdadero monumento a la obstrucción arterial. A su favor, aún quedaban sin ser devoradas unas cuantas patatas fritas, pero la presencia de una botella de vinagre le señaló que el resto de comida con probabilidad había consistido, como había prometido, en bacalao bien frito y con una gruesa capa de rebozado. Lo había acompañado de un pegajoso pudin de toffee, como parecía. Miró todo eso y después a ella. Era incorregible.
Ella le saludó con un gesto mientras él observaba la silla de plástico de enfrente, buscando posibles restos del festín de otro cliente anterior. Estaba libre de grasa y restos de comida. Se sentó.
– Ahora se pone interesante -dijo ella a quien estuviera al otro lado del teléfono. Cuando acabó la conversación, anotó unas cuantas palabras en su desordenada libreta de espiral.
– ¿Quiere comer algo? -le dijo a Lynley.
– Estoy pensando en dejar la comida para siempre.
– Mis hábitos alimenticios no le inspiran mucho, ¿verdad señor? -sonrió.
– Havers, créame, no tengo palabras.
Ella rió a carcajadas y sacó un paquete de cigarrillos del bolso. Sabía, por supuesto, que estaba prohibido fumar dentro del restaurante. Aguardó a ver si ella encendía el cigarrillo, en espera de que la echaran del lugar. No lo hizo. En cambio, puso el paquete de Players a un lado y rebuscó más en su bolso, hasta sacar una caja de caramelos de menta. Sacó uno para ella y le ofreció otro a él. Lynley lo rechazó.
– Tengo algo más sobre Whiting -le dijo, con un gesto hacia su teléfono móvil, que estaba en la mesa entre ellos.
– ¿Y?
– Oh, definitivamente creo que vamos hacia donde tenemos que ir en lo que respecta a ese tipo. Sólo espere. ¿Hay noticias de Ardery? ¿Tenemos un retrato robot de Matsumoto o de alguno de los tipos que vio en el cementerio?
– Creo que está en ello, pero todavía no sé nada.
– Bueno, ya puedo decirle que si uno de ellos es el vivo retrato de Jossie, entonces el otro será el hermano gemelo idéntico de Whiting, si no es el propio Whiting.
– ¿Y en qué basas esa deducción?
– Ringo Heath era con quien estaba hablando. Ya sabe. El tipo…
– … de quien Gordon Jossie aprendió su oficio. Sí. Sé quién es.
– Exacto. Bien. Parece que nuestro Ringo ha recibido visitas más de una vez a lo largo de estos años del comisario jefe Whiting, y la primera de esas visitas fue antes de que Gordon Jossie empezara como aprendiz de Ringo.
Lynley pensó en lo que Havers estaba diciendo. Le pareció que estaba demasiado contenta.
– Y esto es importante por… -repuso Lynley.
– Por lo que él quería saber cuando fue a verle por primera vez: si Ringo Heath aceptaba aprendices. Y, ya que estábamos ¿cuál era la situación familiar del señor Heath?
– ¿Qué quieres decir?
– Quería saber si tenía mujer, niños, perros, gatos, mainates, el equipo entero de cricket. Dos semanas después (quizá tres o cuatro, pero quién sabe, ya que fue hace mucho tiempo, dice) aparece con este tipo, Gordon Jossie, con, según se descubre y sabemos esto a ciencia cierta, cartas falsas del Winchester Technical College II en la mano. Ringo, que ya le ha dicho a Whiting que sí acepta aprendices, recuerde, contrata a nuestro Gordon. Y esto debería de haber sido todo.
– Me imagino que no es así, ¿no?
– Claro que no, maldita sea. Muy de vez en cuando, Whiting aparece. A veces incluso se deja caer por el pub que frecuenta Ringo, el cual, como es de suponer, no es el que frecuenta Whiting. Hace preguntas, de manera casual. Están en ese momento de «cómo está yendo el trabajo, amigo», pero Ringo no es exactamente un tonto, con lo que piensa que esto tiene que ver con algo más que una visita simpática por parte de uno de los polis locales para tomarse una cerveza. Además, ¿quién quiere estrechar lazos con los polis locales? Eso me pondría nerviosa hasta a mí y eso que soy una de ellos.
Barbara tomó aire. A Lynley le pareció que por primera vez en todo el monólogo. Claramente, estaba a punto de continuar con una de sus clásicas peroratas.
– Bueno. Como le he contado, tengo a un topo en la oficina central indagando sobre Zachary Whiting. Entre tanto, hay un cayado de techar que tenemos que encontrar. Ninguno de los sospechosos de Londres va a poner sus manos sobre la herramienta de techar…