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– Espera -le frenó Lynley-. ¿Por qué no?

Eso la paró en seco.

– ¿Qué quiere decir? -contestó ella-. No esperará que estas cosas crezcan como la fruta en los árboles, ¿no?

– Havers, este instrumento en cuestión era viejo y rústico -dijo Lynley-. ¿Qué es lo que te sugiere?

– Que era viejo y rústico. Que estaba abandonado. Que lo habían cogido de un techo viejo. O que alguien se había deshecho de él, en un establo. ¿Qué más supuestamente puede ser?

– ¿Y que un comerciante lo vendió en un mercado de Londres?

– Ni en broma.

– ¿Por qué no? Sabes tan bien como yo que hay mercados de cosas antiguas por toda la ciudad, desde mercados convencionales a otros improvisados cada domingo por la mañana. Si pensamos en ello, hay justo un mercado dentro de Covent Garden, donde uno de los sospechosos, te acuerdas de Paolo di Fazio, ¿no?, tiene de hecho un puesto. El crimen tuvo lugar en Londres, no en Hampshire, y eso lleva a pensar…

– ¡Para nada! -Havers elevó la voz. Varias de las personas de las otras mesas del Little Chef se giraron en su dirección. Ella se dio cuenta y dijo, añadiendo un bufido-: Lo siento, señor. No puede estar diciéndome que el hecho de que hubieran usado una herramienta de techar para matar a Jemima es una absoluta, completa, increíble coincidencia. No puede, no puede estar diciendo esto: ¿que nuestro asesino convenientemente consiguió algo con lo que acabar con ella y que ese algo acabara por ser el mismo algo que Gordon Jossie utiliza para trabajar? Ese caballo no va a correr más por la pista y, maldita sea, usted lo sabe perfectamente.

– No estoy diciendo eso.

– Entonces, ¿qué? ¿Qué?

– Quizá fue usado para señalar a Gordon Jossie -consideró él-. ¿Podemos creer que Jemima jamás le habló ni a un alma sobre el hombre al que abandonó en Hampshire, sobre el hecho de que su amante habitual fuera un maestro techador? Una vez que Jossie viniera a buscarla, una vez que comenzara a poner esas postales con su teléfono escrito en ellas, por las calles, ¿no tiene sentido que ella le explicara a alguien, a Paolo di Fazio, a Jayson Druther, a Frazer Chaplin, a Abott Langer, a Yolanda, a Bella McHaggis… a alguien quién era esa persona?

– ¿Qué les habría contado? -preguntó Havers-. Muy bien, quizás: «Es mi ex novio». Estoy de acuerdo con eso. Pero ¿«mi ex novio el techador»? ¿Por qué iba a contarles que trabaja como techador?

– ¿Por qué no iba a contárselo?

Havers se dejó caer en su silla. Había estado inclinada hacia delante, concentrada en cada uno de sus puntos, pero ahora le observaba. Alrededor de ellos, el ruido del Little Chef subía y bajaba. Cuando finalmente Havers habló de nuevo, Lynley no estaba preparado para lo que acabó diciendo.

– Es Ardery, ¿verdad, señor? -dijo.

– ¿Qué pasa con Ardery? ¿De qué estás hablando?

– Lo sabe muy bien, maldita sea. Está diciendo estas cosas por ella, porque ella cree que es un asunto de Londres.

– Es un asunto de Londres. Havers, creo que no tengo que recordarte que el crimen se cometió allí.

– Claro. Excelente. Muy brillante por su parte. No hace falta que me lo recuerde. Creo que yo tampoco tengo que recordarle que no vivimos en la época de los carruajes de caballos. Parece que piense que nadie de Hampshire, y aquí puede leerse Jossie o Whiting o Hastings o el maldito Santa Claus, podría haber ido a Londres de ninguna manera, hacer al trabajo y regresar a casa.

– Difícil que Santa Claus venga de Hampshire -contestó irónicamente Lynley.

– Sabe muy bien de qué estoy hablando.

– Havers, escucha. No digas…

– ¿Qué? ¿Tonterías? Es la palabra que iba a usar, ¿no? Pero al final de todo, el tema es que la está protegiendo y los dos lo sabemos, aunque solamente uno de nosotros sabe por qué.

– Eso es un ultraje y es mentira -le contestó Lynley-. Y, debo añadir, aunque en realidad nunca te haya parado los pies antes, que te estás pasando.

– Ni se le ocurra utilizar el cargo ahora -le dijo Barbara-. Desde el principio, ella ha querido que éste sea un caso de Londres. Lo ha llevado así desde que decidió que Matsumoto lo hizo, y lo conducirá así una vez consiga el retrato robot del asesino, sólo tiene que esperar. Entre tanto, Hampshire está plagado de escoria a los que nadie quiere empezar a investigar…

– Por el amor de Dios, Barbara, ella te envió a Hampshire.

– Y ella me ordenó que regresara antes de que hubiera terminado. Webberly jamás lo habría hecho. Usted no lo habría hecho. Incluso ese gilipollas de Stewart no lo habría hecho jamás. Está equivocada, equivocada, equivocada y… -Havers paró abruptamente. Parecía que había perdido energía-. Necesito un pitillo -dijo, y cogió sus pertenencias.

Caminó hacia la puerta. Él la siguió, pasando a través de las mesas de los mirones que comprensiblemente habían estado escuchando con curiosidad lo que pasaba entre ellos dos.

Lynley pensó que lo sabía. Lo que Havers pensaba era algo lógico. Pero se equivocaba.

Fuera, ella se dirigía hacia su coche, al otro lado del aparcamiento, en dirección a los surtidores de gasolina. Él había aparcado más cerca del Little Chef que ella, así que se metió en su Healey Elliot y condujo detrás de ella. Se acercó a su lado. Estaba fumando furiosa, murmurando. Le echó una mirada al coche y él aceleró.

– Havers, entra -le dijo él.

– Prefiero caminar.

– No seas estúpida. Entra. Es una orden.

– No obedezco órdenes.

– Lo harás, sargento. -Y entonces, tras ver su cara y leer el dolor que él sabía que sentía en su corazón, la razón de estar actuando de esa manera, le dijo-: Barbara, por favor, sube al coche.

Ella le miró. Él la miró. Finalmente, tiró el cigarrillo y se metió en el coche. Lynley no dijo nada hasta que cruzaron todo el aparcamiento hasta el único lugar que tenía sombra, proporcionada por un enorme camión cuyo dueño debía de estar dentro del Little Chef, como ellos hasta hacía un momento.

– Este coche tiene que haberle costado una fortuna -gruñó Havers-. ¿Por qué no hay aire acondicionado, maldita sea?

– Es de 1948, Barbara.

– Esa es una excusa estúpida. -No le miró ni tampoco miró delante de ellos, hacia los arbustos que más allá de la M3 ofrecían un paisaje descompuesto del tráfico que zumbaba hacia el sur. En cambio, miró por la ventanilla de su lado, dejándole a él la vista de su nuca.

– Tienes que dejar de cortarte tú misma el pelo -le dijo Lynley.

– Cállese -le respondió ella, tranquila-. Parece Ardery.

Pasó un rato. Él levantó su cabeza y miró hacia el límpido techo del coche. Pensó en rezar para orientarse, pero en realidad no lo necesitaba. Sabía qué era lo que tenían que decirse. Y aun entonces constituía «lo inmencionable» que había estado dirigiendo su vida durante meses. No quería mencionarlo. Sólo quería seguir adelante.

– Ella era la luz, Barbara -le dijo, tranquilamente-. Eso era lo más increíble de ella. Tenía… esa habilidad que, simplemente, estaba en el centro de sí misma. No era que hiciera que las cosas se iluminaran (las situaciones, la gente, ya sabes a lo que me refiero), sino que era capaz de traer luz consigo, de levantar el espíritu de todo, simplemente porque tenía esa virtud. La vi hacerlo una y otra vez, con Simon, con sus hermanas, con sus padres y, claro, conmigo.

Havers tosió para aclararse la garganta. Aún no le miraba.

– Barbara, ¿tú crees…, crees, sinceramente, que puedo olvidarlo tan fácilmente? -siguió-. Que, como estoy tan desesperado por salir de este pozo, porque confieso que estoy desesperado por salir, ¿tomaría cualquier camino que aparecería frente a mí? ¿Crees eso?

No respondió. Pero su cabeza se inclinó hacia abajo. Él escuchó que un ruidito salía de su boca, y sabía lo que quería decir Dios.