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– Déjalo, Barbara -le dijo-. Para de preocuparte. Aprende a confiar en mí, porque si no lo haces, ¿cómo puedo aprender a confiar en mí mismo?

Ella empezó a llorar en serio y Lynley supo lo que le estaba costando mostrar esas emociones. No dijo nada más, porque, de hecho, no había nada más que decir.

Pasó un momento antes de que ella se girara hacia él

– No tengo un maldito Kleenex -dijo, y comenzó a moverse en el asiento, como si buscara algo. Él alcanzó su pañuelo y se lo tendió-. Ya. Siempre puedo confiar en que usted tenga la mantelería preparada -dijo.

– Lo maldito de mi educación -le contestó-. Incluso está planchado.

– Ya me he dado cuenta. Aunque me imagino que no lo ha hecho usted mismo.

– Dios, no.

– Ya. Ni siquiera sabe cómo se hace.

– Bueno, reconozco que planchar no es mi fuerte. Pero confío en que si supiera dónde está guardada la plancha en mi casa (que, gracias a Dios, no es el caso), la podría utilizar. En algo tan simple como un pañuelo, vaya. Algo más grande me derrotaría por completo.

Se rió, cansada. Inclinó hacia atrás el asiento y negó con la cabeza. Entonces pareció que estudiara el coche. El Healey Elliot era como un bar con espacio para cuatro personas, y se retorció para mirar atrás.

– Es la primera vez que estoy en su coche nuevo -apuntó.

– La primera de muchas, espero, mientras no fumes.

– No me atrevería. Pero no puedo prometer que no coma. Un poco de pescado y patatas fritas dentro dejaría un olor delicioso. Ya sabe a lo que me refiero. ¿Qué es esto? ¿Alguna lectura educativa? -Cogió algo del asiento de atrás y lo llevo delante. Vio que era un ejemplar del Hola!, que Deborah Saint James le había dado. Havers se lo mostró y negó con la cabeza-. Comprobando cómo está el mundo rosa, ¿no? No es lo que me esperaba de usted, a no ser que lo lleve consigo cuando va a hacerse la manicura. Ya sabe. ¿Algo que leer mientras se le secan las uñas?

– Es de Deborah -contestó-. Quería echar un vistazo a las fotos de la inauguración de la galería Portrait.

– ¿Y?

– Un montón de gente aguantando sus copas de champán y con muy buena presencia. Ya está.

– ¡Ah! No es mi tipo de compañía, ¿eh? -Havers abrió la revista y empezó a ojearla. Encontró el grupo de páginas donde se mostraban las fotos de la inauguración del concurso de retratos-. Bueno, ni una cerveza en todo el lugar, da más que pena. Porque una buena cerveza es mejor que varias copitas de champán cualquier día… -Su mano agarró con fuerza la revista-. ¡Por el amor de Dios! -exclamó mientras se giraba hacia él.

– ¿Qué pasa? -le preguntó Lynley.

– Frazer Chaplin estuvo allí -dijo Havers-. Y en la fotografía…

– ¿Estaba allí? -Lynley entonces recordó que Frazer le sonaba de antes. Estuvo allí, entonces. Obviamente, había visto al irlandés en una de las fotografías de la inauguración de la galería y lo olvidó más tarde. Lynley echó un vistazo a la revista y vio que Havers estaba indicándole la foto de Frazer. Era el tipo moreno de la fotografía de Sydney Saint James-. Otra prueba de su relación con Jemima -dijo Lynley-, da igual que esté posando con Sydney.

– No, no -le corrigió Havers-. Frazer no es el asunto. Es ella. Ella.

– ¿Sydney?

– No Sydney. Ella. -Havers señalaba al resto de la gente que aparecía y en concreto a otra mujer, una joven rubia y muy atractiva. Alguna famosa, pensó, la esposa o hija de algún patrocinador de la galería. Pero Havers le sacó de ese error cuando volvió a hablar-. Es Gina Dickens, inspector -le dijo y añadió, innecesariamente porque a esas alturas él sabía muy bien quién era Gina Dickens-: Vive en Hampshire, con Gordon Jossie.

Se dijeron muchas cosas, no solamente sobre el sistema de justicia criminal británico, sino también acerca del juicio que siguió a las confesiones de los chicos. Se usaron palabras como «barbarie», «bizantino», «arcaico» o «inhumano», y los periodistas de todo el planeta tomaron posturas enérgicas, discutiendo apasionadamente sobre que la atrocidad, daba igual su origen, debía ser castigada con la misma atrocidad (invocando a Hammurabi). Otros comentaristas, igual de apasionados, aducían que de nada servía poner en la picota pública a los chicos, ya que, además, se les hacía más daño. Lo que se recuerda es este dato curioso: gobernados por una ley que hace a los niños responsables de su conducta a la edad de diez años en casos de crímenes penales mayores, Michael Spargo, Reggie Arnold y Ian Barker tenían que ser juzgados como adultos. Así pues, se enfrentaron a un juicio con juez y jurado.

Es digno de mención que, cuando un crimen de esta envergadura ha sido cometido por un niño, ellos tienen prohibido por ley el acceso a psiquiatras o psicólogos antes del juicio. Mientras este tipo de profesionales está tangencialmente involucrado en el desarrollo del proceso contra niños, la evaluación de los acusados está estrictamente limitada a determinar dos cosas: si los niños en cuestión eran, en el momento del crimen, capaces, moralmente, de distinguir entre lo bueno y lo malo, y si estos niños eran responsables de sus actos.

Seis psiquiatras infantiles y tres psicólogos examinaron a los chicos. Curiosamente, llegaron a conclusiones idénticas: Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold estaban entre la media, si no superaban la media de inteligencia habituaclass="underline" eran completamente conscientes de la diferencia entre el bien y el mal; eran totalmente conscientes de la noción de responsabilidad personal, a pesar de, o quizá debido a, sus intentos de culparse entre ellos por la tortura y muerte de John Dresser.

En el ambiente que rodeó la investigación del secuestro y asesinato de John Dresser, ¿qué otras conclusiones se podían sacar? Como ya se había adelantado «la sangre llama a más sangre». La enorme magnitud de lo que se le había hecho a John Dresser clamaba por una aproximación desinteresada de todas las partes involucradas en la investigación, el arresto y el juicio. Sin ese tipo de aproximación en esas cuestiones, estamos condenados a depender de nuestra ignorancia y a creer que la tortura y el asesinato de un niño a manos de otros niños es algo normal.

No tenemos que perdonar el crimen, como tampoco tenemos que justificarlo. Lo que sí necesitamos es ver la razón de tal acto para prevenir que ocurra de nuevo. Cualquiera que fuera la verdadera causa que se encontraba en las raíces de la abyecta conducta de los niños ese día, no se presentó en el juicio, porque no había necesidad de que se presentara. La función de la Policía era arrestarlos. Más aun, su función era hacer que los arrestaran y organizar las pruebas, los testimonios de los testigos y las confesiones de los chicos para la acusación. Por su parte, el trabajo de la acusación era obtener una condena. Y como cualquier tipo de atención terapéutica psicológica o psiquiátrica a los chicos estaba prohibida por ley, cualquier defensa que se construyera alrededor de su conducta tenía que contar con los intentos de los abogados defensores en cargar la culpa de un chico a otro o incrementarla según las pruebas o testigos que la acusación pública presentara ante el jurado.

Al final, por supuesto, nada de esto tuvo importancia. La magnitud de las pruebas contra los tres chicos hizo que el resultado del juicio fuera inevitable.

* * *

Los niños que han sufrido abusos cargan con ellos a lo largo del tiempo. Es uno de esos terribles dones que se perpetúan. Todos los estudios al respecto subrayan tal conclusión, aunque esta notable información no fue parte del juicio de Reggie Arnold, Michael Spargo y Ian Barker. No pudo haber aparecido, en parte por la ley criminal, pero también por la sed (podríamos decir la sed de sangre) de que se hiciera algún tipo de justicia. El juicio los encontró culpables sin ningún tipo de duda. Era responsabilidad del juez determinar el castigo.