Выбрать главу

Al contrario que en países más avanzados socialmente, donde los niños acusados de crímenes permanecen bajo la custodia de sus padres, de padres adoptivos o de algún tipo de tutor que suele ser un apoyo a puerta cerrada, a los niños criminales en el Reino Unido se les encierra en «unidades de seguridad» pensadas para acogerles antes de que se enfrenten al juicio.

Durante el juicio, los tres chicos iban y venían cada día de tres unidades de seguridad separadas (en tres furgonetas blindadas que tenían que protegerlos de la oleada de gente que les esperaba en el Tribunal Real de Justicia), y mientras duraba la sesión del juicio, se sentaban en compañía de sus asistentes sociales en un banquillo diseñado especialmente para ellos y construido de tal modo que sólo tuvieran visión desde un lado, y poder ver así únicamente el proceso. Se comportaron correctamente durante éste, aunque en ocasiones parecían cansados. A Reggie Arnold se le dio un libro para colorear, con el cual se entretuvo durante los momentos más tediosos. Ian Barker se mantuvo estoico durante la primera semana, pero al final de la segunda semana, no paró de mirar a la sala como si buscara a su madre y a su hermana. Michael Spargo hablaba frecuentemente con su asistente social, quien solía rodearle con el brazo y le dejaba que apoyara la cabeza en su hombro. Reggie Arnold lloraba. De manera frecuente, mientras los testigos declaraban, los miembros del jurado miraban a los acusados. Fieles a su obligación, no pudieron evitar pensar cuál era exactamente su deber en la situación en la que se encontraban.

El veredicto de culpabilidad se dictó al cabo de, solamente, cuatro horas. La decisión sobre el castigo tardaría dos semanas.

Capítulo 28

El poni yacía destrozado en el suelo de Mill Lane, que estaba justo en las afueras de Burley. Se retorcía de dolor en el suelo con dos de sus patas traseras rotas, tratando desesperadamente de ponerse en pie y salir del grupo de gente que le miraba detrás del coche que le había atropellado. De vez en cuando gritaba horriblemente mientras arqueaba la espalda y sacudía sus patas.

Robbie Hastings se paró en el estrecho borde. Le dijo a Frank que se quedara y salió del vehículo hacia el ruido: el poni, las conversaciones y los lloros. Mientras se acercaba a la escena, alguien del grupo se separó y fue a su encuentro, un hombre que vestía vaqueros, botas de agua y una camiseta.

Rob le reconoció de algunas noches que había frecuentado el Queen's Head. Se llamaba Billy Rodin y trabajaba a tiempo completo como jardinero en una de las grandes casas de la carretera. Rob no sabía cuál de ellas.

– Americano. -Billy se estremeció por el ruido del semental y movió con un gesto brusco su pulgar señalando al resto del grupo. Eran cuatro personas: dos parejas de mediana edad. Una de las mujeres estaba llorando, y la otra le daba la espalda a la escena y se mordía la mano-. Me confundió, es lo que pasó.

– ¿Se equivocó de lado en la carretera?

– Conduciendo, sí. El coche iba muy rápido en esa curva. -Billy señaló el camino por el que había llegado Rob-. Se asustaron. Giraron hacia la derecha en vez de a la izquierda y trataron de corregir el rumbo, y el semental estaba allí. Quería decirles un par de cosas, pero mírales, ¿eh?

– ¿Dónde está el otro vehículo?

– Siguió de largo.

– ¿Número de matrícula?

– No lo cogí. Estaba por allí. -Billy señaló hacia una de las muchas vallas de ladrillos que estaba en el camino, como a unos cuarenta metros.

Rob asintió con la cabeza y fue a ver al semental. El poni gritaba. Uno de los hombres americanos fue hacia él. Llevaba gafas de sol oscuras, un polo de golf con un logo, bermudas y sandalias.

– Maldita sea, lo siento -dijo-. ¿Puedo ayudar a meterlo en el trailer o a lo que sea?

– ¿Eh? -contestó Rob.

– El trailer. Quizá si lo sostenemos por la cadera…

Rob se dio cuenta de que el hombre pensaba de hecho que él había traído el trailer por esa criatura que estaba en el suelo frente a ellos, quizá para llevarle al cirujano veterinario. Él negó con la cabeza.

– Tenemos que matarlo.

– ¿No podemos…? ¿No hay ningún veterinario por la zona? Oh, mierda. Oh, demonios. ¿Le contó ese tipo lo que sucedió? Vino ese otro coche y se me fue completamente porque…

– Me lo ha contado.

Rob se puso de cuclillas para mirar más detenidamente al poni, cuyos ojos estaban blancos y de cuya boca salía espuma. Odiaba el hecho de que fuera uno de los sementales. Lo reconoció porque éste y otros tres fueron llevados a la zona de Rob para montar a las yeguas: un joven y fuerte ejemplar con una mecha resplandeciente en la frente. Tendría que haber vivido más de veinte años.

– Perdone, ¿tenemos que quedarnos mientras usted…? -preguntó el hombre-. Sólo quiero saberlo porque Cath está asustada y si tiene que ver cómo mata al caballo… Ella ama a los animales de verdad. Esto ya va a arruinar bastante nuestras vacaciones, así como la parte delantera de nuestro coche, y eso que sólo hace tres días que llegamos a Inglaterra.

– Vayan al pueblo -Rob le explicó cómo llegar allí-. Espérenme en el Queen's Head. Ya lo verá, hacia la derecha. Supongo que tendrán que hacer llamadas telefónicas, por el coche.

– Mire, ¿estamos metidos en un buen lío? ¿Puedo solucionarlo de alguna manera?

– No están metidos en ningún lío. Son sólo formalidades.

El poni relinchó salvajemente. Parecía un grito.

– Haga algo, haga algo-gritó una de las mujeres.

El americano le hizo un gesto con la cabeza.

– Queen's Head. Muy bien -dijo-. Vamos, vayámonos -anunció a los otros.

No tardaron mucho en irse de la escena, y dejaron a Rob, al semental y a Billy Rodin a un lado del camino.

– La peor parte del trabajo, ¿eh? -dijo Billy-. Pobre bestia tonta.

Rob no estaba seguro de a quién le sentaba mejor aquella definición, si al americano, al semental o a él mismo.

– Sucede demasiado a menudo, sobre todo en verano.

– ¿Necesitas mi ayuda?

Rob le contestó que no la necesitaba. Él despacharía al pobre animal y llamaría a los oficiales de New Forest para que recogieran el cuerpo.

– No hace falta que te quedes.

– Muy bien, entonces -señaló Billy Rodin, que se fue de vuelta al jardín desde donde había llegado a la carrera.

Su marcha le dejó a cargo del semental. Fue hacia el Land Rover a coger una pistola. Dos ponis menos en una semana, pensó. Las cosas se estaban poniendo cada vez peor. Su obligación era proteger a los animales del bosque, especialmente a los ponis, pero no veía cómo podía si la gente no aprendía a valorarlos. No culpaba a los pobres y tontos americanos. Era probable que no estuvieran conduciendo muy rápido. De visita para ver el campo y admirar su belleza, se pudieron haber despistado un momento por una vista o por otra cosa, pero él sospechó que si no hubiera sido porque les sorprendió el otro vehículo que se dirigía hacia ellos, nada de eso hubiera pasado. Le dijo a Frank una vez más que se quedara mientras él abría bruscamente la puerta del Land Rover y entraba por detrás.

La pistola no estaba. Enseguida lo vio y durante un momento de nervios pensó, ridículamente, que alguno de los americanos la había cogido, ya que habían conducido al lado del Land Rover en su camino a Burley. Entonces se acordó de los niños de Gritnam, donde estuvo descargando dos ponis en el bosque hacía poco tiempo. Ese pensamiento le revolvió el estómago y le condujo a lanzarse dentro del Land Rover y empezar a buscar frenéticamente.

Siempre había guardado de manera segura la pistola detrás del asiento del conductor en una funda disimulada para ese propósito, pero no estaba allí. No se podía haber caído al suelo, no estaba bajo el asiento como tampoco debajo del sitio del copiloto. Pensó en la última vez que la utilizó, el día que los dos detectives de Scotland Yard le encontraron en un lado de la carretera con otro poni herido, y consideró por un momento que uno de ellos… Quizás el hombre negro, al ser negro… Y entonces se dio cuenta de lo horrible que era ese pensamiento y lo que decía de él, puramente por considerarlo… Detrás, el semental continuaba destrozado y gritando.