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Agarró la escopeta. Dios, no quería tener que hacerlo de esta manera, pero no tenía opción. Cargó el arma y la acercó al pobre poni, pero todo el rato en su cabeza pasaban imágenes febriles de los últimos días, de toda la gente que había estado cerca del Land Rover…

Tendría que haber sacado la pistola y la escopeta cada día del coche. Se había distraído demasiado: Meredith, los detectives de Scotland Yard, su visita a la Policía local, Gordon Jossie, Gina Dickens. ¿Cuándo fue la última vez que sacó la pistola y la escopeta tal y como era su costumbre? No podía saberlo.

Pero sí que había una sola certeza, y él la sabía muy bien. Tenía que encontrar esa arma.

* * *

Meredith Powell se encontró con su jefe, pero no pudo mirarle. Él tenía razón, ella se equivocaba y no había más explicación al respecto. Se había pasado. Había estado enormemente distraída. Había estado escaqueándose de la oficina con el más mínimo pretexto. Ciertamente, no podía negar todo eso, así que lo único que hizo fue asentir. Se sintió humillada como nunca se había sentido, ni siquiera en los peores momentos, años atrás en Londres, cuando había tenido que enfrentarse al hecho de que el hombre al que le había entregado su amor simplemente había sido un desmerecido objeto de las fantasías femeninas alimentadas por el cine, ciertas novelas y las agencias de publicidad.

– Así pues, quiero ver un cambio -le estaba diciendo el señor Hudson como conclusión de sus demandas-. ¿Me puedes asegurar ese cambio, Meredith?

Bueno, por supuesto que podía. Era lo que esperaba que dijera, y lo dijo.

Añadió que su mejor y más antigua amiga había sido asesinada hacía poco en Londres y que tal circunstancia le preocupaba, pero que se sobrepondría.

– Sí, sí, lo siento -dijo el señor Hudson bruscamente, como si ya estuviera en posesión de los datos concretos que rodeaban la muerte de Jemima, como seguramente era-. Es una tragedia. Pero la vida continúa para el resto de nosotros, y no va a continuar si dejamos que todo se desmorone a nuestro alrededor.

No, no, por supuesto. Estaba en lo cierto. Se arrepintió de no haber trabajado en Gerber & Hudson tanto como debiera, pero retomaría el ritmo al día siguiente. Es decir, a menos que el señor Hudson quisiera que se quedara por la tarde para recuperar el tiempo perdido, lo que hubiera podido hacer, a pesar de que tenía una niña de cinco años en casa y…

– No será necesario. -El señor Hudson utilizó un abrecartas para limpiar el interior de sus uñas, hincándolo laboriosamente de una manera que Meredith hizo que casi se desmayara-. Siempre y cuando vea mañana en su escritorio de nuevo a la antigua Meredith.

– Así será, oh, así será. Gracias, señor Hudson. Agradezco su confianza.

Cuando se despidieron, él regresó a su despacho. Era el fin de la jornada, así que podía irse a casa. Pero irse tan pronto justo después de la reprimenda del señor Hudson no estaría bien visto, independientemente de cómo hubiera finalizado la reunión. Sabía que debía dejar pasar al menos una hora con la cabeza pegada a lo que se suponía que debía estar haciendo, aunque, evidentemente, no podía recordar qué era.

Había un montón de mensajes telefónicos en su escritorio, de modo que los manoseó con la esperanza de encontrar alguna pista. Había ciertamente algunos nombres y había preguntas punzantes, y en última instancia calculó que podría empezar a buscar detalles de cada uno, ya que la mayoría tenía que ver con la preocupación de cómo iban los diseños de esto y de aquello, teniendo en cuenta los mensajes. Pero su corazón no estaba en ello y su mente tampoco cooperaba. Tenía, pensó, temas mucho más importantes en los que concentrarse que la combinación de colores que recomendaría para el anuncio del nuevo grupo de lectura de la librería local.

Puso los mensajes a un lado. Aprovechó el tiempo para ordenar su escritorio. Hizo un esfuerzo para parecer ocupada mientras sus colegas se despedían y desaparecían por la puerta, pero todo el tiempo sus pensamientos eran como una bandada de pájaros alrededor de una fuente de comida, picoteándola brevemente y alzando el vuelo de nuevo. En lugar de una fuente de comida, sin embargo, la bandada de pájaros daba vueltas alrededor de Gina Dickens, sólo para descubrir que había, no lejos, demasiados lugares en los que caer sin una sola pista o un punto de apoyo decente o seguro de no ser atacado.

Pero ¿cómo podría ser de otra manera?, se preguntó Meredith. Porque en todos los asuntos que había abordado sobre Gina, Meredith había sido mucho menos hábil que ella.

Se obligó a considerar cada uno de los encuentros que mantuvo con la otra joven, y se sintió que había sido engañada en todos. La verdad es que Gina la había captado con la misma facilidad que ella misma captaba a Cammie. No tenía más sentido e incluso menos arte que un niño de cinco años, y probablemente a Gina le habría costado menos de diez minutos averiguarlo.

Ya lo había hecho el primer día, cuando Meredith había llevado el absurdo pastel de cumpleaños derretido a la casa de Jemima. Gina había dicho que no tenía conocimiento de la relación con Jemima, y Meredith la había creído sin más. Y también había creído la reclamación de que el programa para jóvenes en riesgo de exclusión estaba sólo en su fase embrionaria. También había creído que Gordon Jossie -y no la misma Gina- había causado los moratones en el cuerpo de ésta. Y con respecto a todo lo que ella había afirmado sobre algún tipo de relación entre el comisario jefe Whiting y Gordon…

Gina podría haber anunciado que habían desembarcado unos siameses de Marte, que Meredith seguramente la habría creído.

Parecía que ahora sólo había una alternativa. Así que llamó a su madre y le dijo que llegaría un poco tarde a casa porque tenía que hacer un recado. Afortunadamente este recado le iba de camino, así que no debía preocuparse. Además, le pidió que le diese a Cammie un beso y un abrazo.

Luego se fue a su coche y se dirigió a Lyndhurst. Puso una cinta de autoafirmación que la acompañó en la A31. Repitió las declaraciones sonoras sobre su capacidad, su valor como ser humano, y la posibilidad de que se convirtiera en una agente de cambio.

El tráfico habitual de la hora punta aminoró el ritmo de su marcha cerca de la carretera de Bournemouth mientras se acercaba a Lyndhurst. Los semáforos en High Street tampoco facilitaban las cosas, pero a Meredith le pareció que el repetir las afirmaciones la mantenía concentrada, de manera que cuando por fin llegó a la comisaría de Policía, sus nervios se mantuvieron a raya, y estaba segura de que entenderían sus reclamaciones.

Esperaba que le impidieran pasar. Pensó que el agente especial de la recepción la reconocería y que, tras poner los ojos en blanco, le diría que no podía ver al comisario jefe de improviso. Aquel lugar no era, después de todo, un centro de acogida. Zachary Whiting tenía preocupaciones mucho más importantes que entrevistarse con todas las mujeres histéricas a las que se les ocurría llamar.

Pero no sucedió así. El agente especial le pidió que se sentara, desapareció durante menos de tres minutos, regresó y le pidió que le siguiera, porque si bien el superintendente Whiting quería irse a casa, una vez que escuchó el nombre de Meredith la recordó de su anterior visita -así que sí le había dado su nombre, pensó- y le pidió que entrara en su oficina.

Se lo explicó todo. Le contó absolutamente todo sobre el tema de Gina Dickens. Se guardó lo mejor para el finaclass="underline" que había contratado a una investigadora privada en Ringwood y lo que ésta había descubierto sobre Gina.