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Whiting tomó notas en todo momento. Al final, él aclaró que Gina Dickens era la misma mujer que había acompañado a Meredith a la comisaría en Lyndhurst con pruebas, sugiriendo que un tal Gordon Jossie había estado en Londres justo al mismo tiempo que su antigua amante había sido asesinada. Era ésa la mujer, ¿no?

Lo era, dijo Meredith. Y se daba cuenta, comisario jefe Whiting, de que eso la hacía parecer una demente total. Pero ella tenía sus razones para profundizar en los antecedentes de Gina, ya que todo lo que ésta le había explicado estaba en cuarentena y ¿no era importante el hecho de que ahora sabían que cada una de las palabras que la mujer había dicho eran mentira? Había incluso mentido sobre sí misma y sobre Gordon Jossie, le dijo Meredith. Había dicho que era él -¡el mismísimo Whiting!- quien había hecho más de una misteriosa visita a Gordon.

¿Eso había hecho? Whiting, frunció el ceño. Se investigaría, le aseguró. Le dijo que se ocuparía personalmente del asunto. Que había mucho más para investigar, que esto era sólo el principio y ya que tenía acceso a un conjunto de métodos de investigación mucho mejores que cualquier investigador privado, Meredith debería dejar el asunto en sus manos.

– Pero hará algo, ¿verdad? -preguntó Meredith, e incluso se retorció las manos.

Lo haría, le dijo Whiting. No había nada de lo que preocuparse de ahí en adelante. Reconoció que la situación era urgente, especialmente en lo que tenía que ver con un asesinato.

Así que se fue. Se sentía, si no alegre, al menos sí moderadamente aliviada. Se había dado un paso adelante para tratar el problema de Gina Dickens, lo que la hizo sentirse un poco menos tonta al haberse dejado seducir -no había otra palabra para describirlo- por las mentiras de Gina.

Cuando llegó a casa de sus padres, vio que había un coche en la calzada de delante. No lo reconoció, y al mirarlo se paró de repente. Consideró brevemente la posibilidad que siempre había considerado y se odió a sí misma por hacerlo cada vez que algo inesperado ocurría, algo que pudiera afectar a Cammie: que el padre de su hija hubiera decidido visitarla. Nunca se había dado el caso, pero Meredith todavía no había logrado controlar que su pensamiento siempre adelantara esa posibilidad.

Dentro de la casa, se sorprendió al ver a la investigadora privada de Ringwood sentada en la mesa de la cocina con una taza de té y un plato de pastelitos rellenos ante ella. En su regazo estaba Cammie, y Michele Daugherty le estaba leyendo. No era un libro para niños, ya que Cammie no estaba interesada de ninguna manera en las historias sobre elefantes, niños y niñas, cachorros o conejos. Le estaba leyendo a la hija de Meredith una biografía no autorizada de Plácido Domingo, un libro en cuya compra había insistido Cammie cuando lo había visto en una tienda en Ringwood y había reconocido a uno de sus tenores favoritos en la portada.

La madre de Meredith estaba en la cocina, friendo las barritas de pescado y las patatas para la cena de su nieta.

– Tenemos una visita, cariño -le dijo despreocupadamente a Cammie-.Ya es suficiente por ahora. Pon a Plácido de nuevo en la estantería, sé buena chica. Volveremos con él después del baño.

– Pero, abuela…

– Camille. -Meredith usó su tono de madre.

La niña hizo una mueca, pero se deslizó del regazo de Michele Daugherty y se encaminó penosamente hacia la sala de estar.

Michele Daugherty miró en dirección a la cocinera. Meredith decidió bromear hasta que su madre hubiese supervisado la comida de Cammie. De hecho, ella no sabía si su madre conocía exactamente cómo Michele Daugherty se ganaba la vida, así que decidió esperar y ver lo que esta inesperada visita daría de sí, en lugar de cuestionarla.

Janet Powell, desafortunadamente, se estaba tomando su tiempo, probablemente con el fin de entender por qué esa extraña había venido preguntando por su hija. Se habían quedado sin conversación mientras la madre aún cocinaba. Como quien no quiere, Meredith le ofreció enseñarle el jardín, lo que Michele Daugherty aceptó con presteza. Janet Powell clavó una mirada a Meredith. «Te lo acabaré sacando igualmente», era el mensaje.

Había, gracias a Dios, al menos un jardín trasero al que ir. Los padres de Meredith eran expertos en rosas, y éstas estaban en plena floración, y ya que los Powell habían insistido en plantarlas con diferentes fragancias y no sólo por los colores, el olor era embriagador, imposible no apreciarlo y comentarlo. Michele Daugherty hizo ambas cosas, pero luego tomó a Meredith por el brazo y se la llevó tan lejos de la casa como le fue posible.

– No pude llamarle -dijo.

– ¿Cómo sabía dónde encontrarme? Yo no le dije dónde…

– Querida mía, me contrató porque soy una investigadora privada ¿no? ¿Cuán difícil cree que es encontrar a alguien que no está preocupado por ser encontrado?

Era lógico. Ella no estaba exactamente en la clandestinidad. Eso la llevó a la persona que sí se estaba escondiendo. O lo que fuese.

– ¿Ha descubierto…? -Esperó que su pensamiento fuese completado por la otra mujer.

– No es seguro. Nada es lo que parece ser. Por eso no la pude llamar por teléfono. No confío en el teléfono de mi oficina, y cuando se trata de móviles, son casi igual de arriesgados. Escuche, querida. Seguí con mi investigación una vez se fue. Empecé con el otro nombre, Gordon Jossie.

Meredith sintió un escalofrío subir por sus brazos, como descargas venidas desde el otro mundo.

– Ha descubierto algo -murmuró. Lo sabía.

– No es eso. -Michele miró alrededor, como si esperase que alguien saltara por encima de la pared de ladrillo y atravesara los arrietes de rosas para abordarla-. No es eso en absoluto.

– ¿Más de Gina Dickens, entonces?

– Tampoco. Recibí la visita de la Policía, querida. Un caballero llamado Whiting se presentó. Me hizo saber en términos muy claros que mi licencia de trabajo no estaba asegurada, especialmente si investigaba a un tío llamado Gordon Jossie, que estaba fuera de mis límites y mis esfuerzos. «La situación está bajo control», me dijo.

– Gracias a Dios -susurró Meredith.

Michele Daugherty frunció el ceño.

– ¿A qué se refiere?

– Fui a verle de camino a casa esta tarde. Al comisario jefe Whiting. Le dije lo que había descubierto usted sobre Gina Dickens. Ya le había hablado sobre Gordon. Había ido a hablar con él sobre Gordon, anteriormente. Antes de contratarla a usted, de hecho. He tratado que se interesara en lo que estaba pasando, pero…

– Usted no me entiende, querida -dijo Michele Daugherty-. El comisario jefe Whiting vino a verme esta mañana. Ni una hora después de que me dejara. Había empezado mi búsqueda, pero no había llegado muy lejos. Ni siquiera había llamado a la Policía local, ni a cualquier Policía. ¿Le llamó y le dijo que estaba investigando? ¿Antes de que lo viera esta tarde?

Meredith negó con la cabeza. Comenzó a sentirse mal.

– ¿Ve lo que esto significa? -murmuró Michele.

Meredith se hacía una idea, pero no tenía especial interés en verbalizarla.

– ¿Había empezado la investigación cuando se presentó? ¿Qué significa eso exactamente?

– Significa que entré en el Banco Nacional de Datos. Significa que, de alguna manera, al introducir el nombre de Gordon Jossie en el Banco Nacional de Datos empezaron a sonar las alarmas en algunos lugares, algo que hizo que el comisario jefe Whiting viniera corriendo hasta mi puerta. Esto significa que hay mucho más de lo que parece. Significa que no puedo ayudarla a ir más lejos.

* * *

Barbara Havers condujo directamente a la propiedad de Jossie Gordon, adonde llegó por la tarde y sin ser interceptada por la llamada telefónica de Isabelle Ardery, por lo que agradeció su buena estrella. Sólo esperaba que Lynley intercediera por ella ante la superintendente cuando saliese a la luz que Barbara se había ido a Hampshire. Si no, su plan se iría al traste.