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No encontró ningún coche en el camino que llevaba a la casa. Barbara aparcó su coche y llamó a la puerta trasera como medida de prevención, a pesar de que sabía que no había nadie en la casa. Y así fue. No importa, pensó. Es hora de echar un vistazo. Se dirigió al garaje y trató de abrir su vasta puerta corredera. Ya estaba convenientemente abierta. Dejó un resquicio para que entrase algo de luz.

Hacía fresco en el interior, y olía a rancio, una combinación de piedra, polvo y mazorca. Lo primero que vio fue un coche antiguo, bicolor, a la moda de la década de los cincuenta. Estaba en perfectas condiciones y parecía como si alguien lo sacara a pasear todos los días. Barbara echó un vistazo más de cerca. Un Figaro, pensó. ¿Italiano? El inspector Lynley lo sabría, conocía cada coche que se encontraban. Nunca había visto un vehículo semejante. No estaba cerrado con llave, de modo que lo miró detalladamente, de derecha a izquierda, por debajo de los asientos y también en la guantera. No había nada interesante.

El Figaro permanecía estacionado en la parte trasera del edificio, para facilitar el acceso al resto de la habitación. Este espacio contenía un gran número de cajas de madera selladas. Barbara pensó que tendrían que ver con el trabajo de Gordon Jossie. Se acercó a ellas.

Había muchos cayados. No se sorprendió, ya que eran un elemento básico en la profesión de techador. No hacía falta ser físico nuclear para averiguar cómo se utilizaban. La forma de gancho hacía exactamente eso: se enganchaba en un extremo del manojo de carrizos y los sujetaba. La punta golpeaba debajo de las vigas. En lo que a un asesinato se refería, el uso del cayado era igual de sencillo de utilizar. El final del cayado estaba enganchado al mango y la punta hacía el trabajo sobre la víctima.

Lo interesante de los cayados de Jossie era que no todos eran iguales. Entre las cajas de madera, tres contenían cayados, pero en cada una de las casillas había ligeras diferencias. Ésta tenía que ver con la forma del gancho de la herramienta: cada extremo puntiagudo se había creado de manera diferente. En una caja, las puntas se habían formado con un corte diagonal. Otras se habían formado girando y golpeando el hierro cuatro veces al doblarlas a hierro candente, y en otras la punta más suave se había logrado rodando la plancha cuando se estaba fundiendo. El modelo era el mismo, pero los medios utilizados al hacerlos aparentemente eran la firma del herrero. Para una urbanita como Barbara, el hecho de que estos instrumentos se hiciesen a mano en estos días no le produjo ninguna emoción. Verlos fue como retroceder en el tiempo. Pero, claro, pensó, le pasaba lo mismo al ver los techos de paja.

Necesitaba llamar a Winston. A esas horas probablemente estaría en la sala de pruebas, y podría mirar detalladamente la foto del arma homicida y decirle cómo era la punta. No sería igual que firmar, sellar y culpar a alguien de la muerte de Jemima, pero al menos les permitiría saber si los cayados de Jossie de su garaje se parecían al que se utilizó para asesinar a su antigua amante.

Se dirigió hacia la puerta del establo en busca de su móvil, que estaba en el coche. Fuera, oyó el sonido de un vehículo, el golpe de una puerta cerrándose rápidamente, y el ladrido de un perro. Parecía que Gordon Jossie acababa de llegar a casa después de su jornada laboral. No le haría feliz encontrarla merodeando alrededor de su granero.

Tenía razón en eso. Jossie vino caminando hacia ella, y a pesar de la gorra de béisbol que daba sombra a una parte de su cara, Barbara podía ver por el resto de su rostro que no estaba precisamente contento.

– ¿Qué demonios está haciendo?

– Bonito suministro de cayados tiene allí -respondió ella-. ¿De dónde los saca?

– ¿Y qué importa eso?

– Es increíble que todavía estén hechos a mano. Porque lo están, ¿no? Pensaba que a estas alturas alguien los fabricaba, ya que la Revolución industrial hace tiempo que empezó. ¿No puede conseguirlos de China o de alguna otra parte? ¿De la India tal vez? Alguien tiene que fabricarlos en serie.

La golden retriever, absolutamente inútil como perro guardián, al parecer la había reconocido de su anterior visita a la propiedad. Le saltó encima y le lamió la mejilla. Barbara le dio una palmadita en la cabeza.

– Tess -dijo Jossie-. ¡Abajo! ¡Aléjate!

– Está bien -dijo Barbara-. Por lo general prefiero a los hombres, pero en un apuro una perra me viene bien.

– No me ha contestado -dijo Jossie.

– Estamos a la par. Usted tampoco. ¿Por qué se fabrican a mano los cayados?

– Porque los demás son basura y yo no trabajo con basura. Me enorgullezco de mi trabajo.

– Tenemos algo en común.

A él no le hizo gracia.

– ¿Qué quiere?

– ¿Quién los produce? ¿Alguien de por aquí?

– Un vecino. Los otros son de Cornwall y Norfolk. Necesito más de un proveedor.

– ¿Por qué?

– Es evidente. Se necesitan miles de ellos para hacer un techo, y no puedes quedarte corto en medio del trabajo. ¿Va a decirme por qué estamos hablando de los cayados?

– Estoy pensando en un cambio de profesión.

Barbara se dirigió al Mini y cogió su bolso. Buscó sus cigarrillos y le ofreció uno, pero él lo rechazó. Encendió el suyo y lo observó. Toda esta situación le dio tiempo para considerar lo que significaba aquello, ya que, él le estaba preguntando tanto sobre los cayados como ella a él. O bien era muy inteligente, o bien era otra cosa. La palabra «inocente» le vino a la cabeza. Pero había visto lo suficiente en lo que a criminales se refería para saber que el elemento criminal era el elemento criminal, ya que había tenido bastante éxito para convertirse en lo que era. Era como bailar en uno de esos dramas de época de la tele: uno tenía que saber los pasos adecuados y en qué orden se suponía que los tenía que dar.

– ¿Dónde está su amiga?-le preguntó.

– No tengo ni idea.

– Se largó, ¿no?

– Yo no he dicho eso. Puede ver por usted misma que su coche no está aquí, así que…

– El de Jemima está, sin embargo. En el garaje, ¿no?

– Lo dejó aquí.

– ¿Porqué?

– No tengo ni idea. Supongo que su idea era recogerlo cuando regresara, cuando lo necesitara o cuando tuviera un lugar donde dejarlo. No me lo dijo, y yo no le pregunté.

– ¿Por qué no?

– ¿Qué diablos le importa? ¿Qué quiere? ¿Qué hace aquí? -Miró alrededor, desde el garaje al prado oeste, y desde allí hasta el prado este, y de allí a la casa.

La perra se calmó y empezó a caminar, mirando a su amo y a Barbara. Después de unos momentos, ladró y se dirigió a la puerta de atrás de la casa.

– Creo que tu perro quiere comer -le dijo Barbara a Jossie.

– Sé cómo cuidar a un perro -le contestó él.

Se fue a la casa y desapareció en el interior. Barbara aprovechó la oportunidad para buscar la revista que le había dejado Lynley. La enrolló y se encaminó hacia la casa, donde entró.

Jossie estaba en la cocina, junto a la perra, que engullía un plato de comida seca. Jossie se situó en el fregadero mirando por la ventana. Desde ahí se veían su camioneta, el coche de Barbara, y el prado a lo lejos. Anteriormente, recordó, allí había animales.

– ¿Dónde están los caballos? -le preguntó.

– Ponis -respondió él.

– ¿Hay alguna diferencia?

– Volvieron al bosque, supongo. No estaba aquí cuando se los llevó.

– ¿Quién?

– Rob Hastings. Dijo que había venido por ellos. Ahora ya no están. Creo que los devolvió al bosque, ya que no es probable que ellos mismos abrieran la cerca del prado, ¿no?

– ¿Por qué estaban aquí?

Se volvió hacia ella.

– El turno de preguntas del Primer Ministro se ha acabado -dijo.

Por primera vez sonó amenazante, y Barbara vio un atisbo del verdadero hombre que se escondía detrás de ese exterior tan controlado. Dio una calada a su cigarrillo y se preguntó por su seguridad personal. Concluyó que era poco probable despachar el pedido allí mismo, en su cocina, así que se le acercó. Tiró la ceniza del cigarrillo en el fregadero.