– Siéntese, señor Jossie -dijo-. Tengo algo que mostrarle.
Su rostro se endureció. Parecía como si estuviera a punto de negarse, pero luego fue hasta la mesa y se dejó caer en una silla. No se había quitado ni la gorra ni las gafas de sol, y lo hizo en aquel momento.
– ¿Qué? -dijo.
Ni siquiera era una pregunta. Su voz sonaba cansada hasta el tuétano.
Barbara desenrolló la revista. Encontró las fotos de las páginas de sociedad. Se sentó frente a él y giró la revista para que él pudiera verla. No dijo nada.
Echó un vistazo a las fotos y después a ella.
– ¿Qué? -volvió a decir-. Una sarta de pijos bebiendo champán. ¿Se supone que me he de preocupar por esto?
– Échele un vistazo más detallado, señor Jossie. Es la inauguración de la exposición de fotos en la Portrait Gallery. Creo que sabe de qué exposición estoy hablando.
Miró de nuevo. Vio que estaba observando intensamente la imagen de Jemima posando con Deborah Saint James, pero ésta no era la imagen que le interesaba. Ella le indicó la foto en la que aparecía Gina Dickens.
– Los dos sabemos quién es, ¿verdad, señor Jossie? -le dijo.
No dijo nada. Lo vio tragar saliva. Fue su única reacción. No miró hacia arriba ni se movió. Ella observó sus sienes, pero no vio que le palpitara el pulso. Nada en absoluto. No es lo que esperaba, pensó. Era momento de presionar.
– Personalmente, creo en las casualidades, o en la sincronización, o lo que sea. Estas cosas pasan; no hay duda de ello, ¿eh? Pero digamos que no fue una coincidencia que Gina Dickens estuviera en la Portrait Gallery para la inauguración de esta exposición. Eso significaría que ella tenía una razón para estar ahí. ¿Cuál cree que sería?
Él no respondió, pero Barbara sabía que su mente estaba intranquila.
– Tal vez le vuelva loca la fotografía -continuó Barbara-. Supongo que eso es posible. A mí me gusta. Quizás estaba por la zona y pensó que así podría tomarse una copa de espumoso y un palito de queso o algo así. También puede ser. Pero hay otra posibilidad y, me crea o no, sé cuál es, señor Jossie.
– No -sonó un poco ronco.
Aquello era bueno, pensó Barbara.
– Sí -dijo ella-. A lo mejor tenía una razón para estar allí. A lo mejor conocía a Jemima Hastings.
– No.
– ¿No la conocía… o no se puede creer que la conociera?
No dijo nada. Barbara sacó su tarjeta, escribió su número de móvil en la parte trasera y la deslizó sobre la mesa hacia él.
– Quiero hablar con Gina -dijo-. Quiero que usted me llame cuando ella llegue a casa.
Capítulo 29
Isabelle había permanecido en el hospital de Saint Thomas la mayor parte de la tarde, extrayendo información de los retorcidos pasillos laberínticos que conformaban la mente de Yukio Matsumoto, cuando no estaba combatiendo con su abogada y haciendo promesas para las que no tenía autorización. El resultado fue que, al final del día, tenía un escenario inconexo de lo que había ocurrido en el cementerio de Abney Park, junto con dos retratos robot. También tenía doce mensajes de voz en su móvil.
La oficina de Hillier había llamado tres veces, lo cual no era bueno. La oficina de Stephenson Deacon había llamado dos veces, lo cual era malo. Omitió esos cinco mensajes más dos de Dorothea Harriman y uno de su ex marido. Así que se quedó con los mensajes de John Stewart, Thomas Lynley y Barbara Havers. Escuchó los de Lynley. Había telefoneado dos veces, una vez para hablar sobre el Museo Británico y la otra sobre Barbara Havers. A pesar de que se dio cuenta de que la voz de barítono y bien educada del inspector la reconfortaba, Isabelle prestó escasa atención a los mensajes. No quería ni pensar en ellos. Además, estaba el hecho adicional de que parte de sus entrañas quisiesen buscar auxilio; sabía muy bien que había una forma rápida de calmar tanto su estómago como sus nervios, pero no tenía la más mínima intención de emplearla.
Condujo de vuelta a Victoria Street. Durante el trayecto telefoneó a Dorothea Harriman y le dijo que tuviera al equipo reunido para cuando regresara. Harriman trató de plantear el tema de Hillier -como Isabelle pensó que haría-, pero ella le cortó con un «Sí, sí, lo sé. También tengo noticias suyas. Pero lo primero es lo primero». Colgó antes de que Harriman le dijera lo obvio: que en la cabeza de Hillier lo primero de lo primero quería decir atender los deseos de sir David. Bueno, eso no importaba en este momento. Tenía que reunirse con su equipo, y con carácter de urgencia. Estaban reunidos cuando ella llegó.
– Perfecto -dijo, mientras entraba en la habitación-. Tenemos los retratos robot de dos individuos que estaban en el cementerio según la descripción de Yukio Matsumoto. Dorothea los está fotocopiando en este momento, por lo que en breve cada uno de ustedes tendrá una copia.
Repasó lo que Matsumoto le había contado sobre ese día en el cementerio de Abney Park: lo que había hecho Jemima, los dos hombres que había visto y dónde los había visto, y el intento de ayuda de Yukio a Jemima al encontrarla herida en el anexo de la capilla.
– Obviamente, él le empeoró la herida cuando extrajo el arma -dijo-. Hubiera muerto de todos modos, pero al quitársela se apresuraron los acontecimientos. También provocó que estuviera empapado con su sangre.
– ¿Qué pasa con los pelos que se encontraron en su mano? -Fue Philip Hale quien hizo la pregunta.
– No recuerda que se los arrancara, pero ella pudo haberlo hecho.
– Y puede estar mintiendo -señaló John Stewart.
– Después de haber hablado con él…
– Al diablo con hablar con él. -Stewart lanzó un trozo arrugado de papel sobre la mesa-. ¿Por qué no llamó a la Policía? ¿Por qué no fue a buscar ayuda?
– Es un esquizofrénico paranoide, John -dijo Isabelle-. No creo que podamos esperar que tenga un comportamiento racional.
– Pero ¿podemos fiarnos de los retratos robot?
Isabelle percibía los agitados movimientos de los que estaban reunidos en la habitación. El tono de Stewart estaba, como siempre, lleno de sarcasmo. Iba a tener que ponerle en su sitio en algún momento.
Harriman entró en la habitación, con el grueso de los retratos robot en su mano.
Murmuró a Isabelle que la oficina de Hillier había llamado una vez más, al parecer ya sabían que la superintendente interina Ardery estaba en el edificio. ¿Debería…?
– Estaba en una reunión -le dijo Isabelle-. Dígale al inspector jefe que contactaré con él a su debido tiempo.
Dorothea la miró como si estuviera a punto de decir «esa vía conduce al desastre», pero ella se fue tan rápidamente como podía hacerlo con sus ridículos zapatos de tacón.
Isabelle hizo entrega de los retratos robot. Se había ya anticipado a las reacciones que iba a haber una vez que los oficiales vieran lo que Yukio Matsumoto había descrito, por lo que empezó a hablar para distraerles. Les dijo:
– Tenemos dos hombres. Con uno de ellos nuestra víctima se reunió en las inmediaciones de la capilla, en el claro, en un banco de piedra donde al parecer ella había estado esperándole. Hablaron largo y tendido. Luego la dejó y, cuando lo hizo, ella estaba viva, sana y salva. Matsumoto dijo que Jemima recibió una llamada telefónica de alguien al terminar su conversación con ese tío. Poco después desapareció por un lateral de la capilla, fuera de la vista de Yukio. Sólo cuando el hombre número dos apareció, procedente de la misma dirección que había tomado Jemima, Yukio fue a ver dónde estaba. Fue entonces cuando vio el anexo de la capilla y descubrió su cuerpo en el interior. ¿Cómo tenemos el tema de las torres de telefonía móvil, John? A ver si somos capaces de averiguar de dónde proviene esa llamada telefónica antes de que fuese atacada…