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– Jesús. Estos retratos robot…

– Espera -lo interrumpió Isabelle. John Stewart era uno de los que había hablado, no es curioso que se fuera por la tangente antes de responder a su pregunta. Se dio cuenta por su expresión de que Winston Nkata también deseaba hablar. Phil Hale se revolvió en su asiento. Lynley se había levantado a observar algo de los tableros, tal vez para ocultar su propia expresión, la cual, ella no tenía duda, era de profunda preocupación. Más le valía, ella también estaba preocupada. Los retratos robots eran casi inútiles, pero no pensaba tocar ese tema.

– Este segundo hombre es oscuro. Oscuro es compatible con tres de nuestros sospechosos: Frazer Chaplin, Abbott Langer, y Paolo di Fazio -dijo.

– Todos con coartadas -puntualizó Stewart. Los contó con sus dedos-. Chaplin estaba en su casa, confirmado por McHaggis; Di Fazio en el interior del Jubilee Market, en su puesto, confirmado por otros cuatro propietarios de paradas y, sin duda, visto por trescientas personas; Langer paseando perros por el parque, confirmado por sus clientes.

– Ninguno de los cuales lo vio, John -replicó Isabelle-. Así que vamos a desmontar las malditas coartadas. Uno de estos tíos le atravesó el cuello con una púa a una mujer joven, y vamos a encontrarle. ¿Está claro?

– Sobre la púa… -empezó Winston Nkata.

– Espera, Winston. -Isabelle continuó son su anterior línea de pensamiento-. No nos olvidemos de lo que ya sabemos sobre las llamadas del móvil de la víctima. Telefoneó tres veces a Chaplin y una vez a Langer, el día de su muerte. Contestó una llamada de Jossie Gordon, otra de Chaplin, y otra de Jayson Druther, nuestro vendedor de cigarrillos, el mismo día y durante las horas en las que pudo cometerse el asesinato. Después de su muerte, su móvil recibió los mensajes de su hermano, de Jayson Druther otra vez, de Paolo di Fazio, y de Yolanda, nuestra médium. Pero ninguna de Abbott Langer ni de Frazer Chaplin, ambos sospechosos de encajar en la descripción del hombre que vieron salir de la zona del asesinato. Ahora quiero que investiguéis el barrio, de nuevo. Quiero que estos retratos sean mostrados en cada casa. Mientras tanto, quiero las cintas de circuito cerrado de televisión que tenemos de la zona, a ver si sale la Vespa, verde lima, con publicidad de Tónicos DragonFly. Y quisiera que preguntarais casa por casa también. Philip, coordina el puerta a puerta con la estación de Stoke Newington. Winston, te quiero con las películas de CCTV. John, tú con…

– Maldita sea, esto es estúpido -intervino Stewart-. Los malditos retratos robots no sirven de nada. Basta con mirarlos. ¿Estás tratando de fingir que hay una sola característica definitoria…? El tío oscuro se parece al típico villano de una serie de televisión, y el de la gorra y las gafas podría ser una puñetera mujer, por lo que sabemos. ¿Realmente crees que el chino amarillo ese…?

– Ya está bien, inspector.

– No, no está bien. Tendríamos un detenido si no hubieras provocado que atropellaran a este cabrón, y luego te hubieras puesto a esperar, para averiguar que él no era el asesino. Has manejado mal este maldito caso desde el principio. Has…

– Relájate, John -dijo Philip Hale. Winston Nkata se unió a él-. Para, hombre.

– Podríais empezar a pensar en lo que está pasando -respondió Stewart-. Habéis estado caminando de puntillas alrededor de cada una de las cosas que esa maldita mujer decía, como si le tuviéramos que rendir pleitesía a esta zorra.

– Por Dios, hombre -dijo Hale.

– ¡Cerdo! -gritó una de las policías.

– Y tú no reconocerías a un asesino, aunque te la metiera y te hiciera cosquillas con ella -respondió Stewart.

En ese momento, estalló el caos. Además de Isabelle, había cinco mujeres jóvenes en la habitación, tres policías y dos mecanógrafas.

La policía más cercana salió de su silla, como propulsada, y una mecanógrafa arrojó su taza de café a Stewart. Él se levantó y fue a por ella. Philip Hale lo detuvo. Se giró en redondo hacia Hale. Nkata lo agarró, y Stewart se volvió hacia él.

– Maldito negro.

Nkata le dio una bofetada. El golpe fue duro, rápido y fuerte. Resonó y Stewart volteó la cabeza hacia atrás.

– Cuando digo que pares, lo digo en serio -le advirtió Nkata-. Siéntate, cierra la boca, actúa como si supieras algo, y alégrate de que no te haya molido a palos y no te haya roto tu nariz de mierda.

– Bien hecho, Winnie -gritó alguien.

– Eso es todo -dijo Isabelle. Vio que Lynley la miraba desde su despacho. No se había movido. Estaba agradecida por ello. Lo último que quería era que interviniese. Ya era horrible que Hale y Nkata hubieran encarado a Stewart, cuando aquél era su trabajo. Le dijo a Stewart-: Ve a mi oficina. Espérame allí.

No dijo nada más hasta que él se esfumó de la sala.

– ¿Qué más tenemos, entonces? -preguntó.

Jemima Hastings llevaba una moneda de oro, actualmente desaparecida de sus pertenencias, y una cornalina de origen romano. Barbara Havers había reconocido el arma homicida, y…

– ¿Dónde está la sargento Havers? -preguntó Isabelle, dándose cuenta por primera vez de que la mujer desaliñada no se encontraba entre los oficiales de la sala-. ¿Por qué no está aquí?

Se hizo un silencio antes de que Winston Nkata respondiese:

– Se fue a Hampshire, jefa.

Isabelle sintió que su rostro se volvía rígido.

– Hampshire -dijo simplemente; dadas las circunstancias, no podía pensar en dar otra respuesta.

– El arma homicida es un cayado -siguió Nkata-. Barb y yo los vimos en Hampshire. Es una herramienta de techador. Tenemos dos techadores en nuestro radar, y Barb pensó…

– Gracias -le interrumpió Isabelle.

– Otra cosa, los cayados están hechos por herreros… -continuó Nkata-. Rob Hastings es un herrero y desde…

– He dicho gracias, Winston.

La sala quedó en silencio. Los teléfonos estaban sonando en las otras áreas y el sonido repentino sirvió para recordar cómo de descontrolada había sido la reunión de la tarde. Durante ese silencio, Thomas Lynley habló, y enseguida se vio que quería defender a Barbara Havers.

– Ella ha descubierto otra conexión entre Ringo Heath, Zachary Whiting y Gordon Jossie, jefa -dijo.

– ¿Y cómo lo sabes?

– Hablé con ella mientras se dirigía a Hampshire.

– ¿Ella te llamó?

– Yo la llamé. Me las arreglé para alcanzarla cuando se detuvo en la autopista. Pero lo importante es…

– Tú no estás al frente aquí, inspector Lynley.

– Entiendo.

– Por tanto, considero que entiendes cuan estúpido ha sido que alentaras a la sargento Havers a que hiciera otra cosa que no fuera regresar a Londres. ¿Sí?

Lynley vaciló. Isabelle le clavó la mirada. El mismo silencio se apoderó de la habitación. Dios, pensó. En primer lugar Stewart, ahora Lynley. Havers deambulando por Hampshire. Nkata llegando a las manos con otro oficial.

– Estoy de acuerdo -dijo Lynley cuidadosamente-. Pero hay otra conexión que Barbara me indicó y creo que estarás de acuerdo en que es digna de ser investigada.

– ¿Y esa conexión es…?

Lynley le habló de una revista y de las fotos de la inauguración de la edición anual del Cadbury Photographic Portrait. Le habló de Frazer Chaplin en esas fotos, y de que allí, en un segundo plano, aparecía Gina Dickens. Acabó diciendo:

– Me pareció mejor dejarla ir a Hampshire. Nos puede conseguir fotos de Jossie, de Ringo Heath y de Whiting para mostrarlas por Stoke Newington. Y para mostrárselas a Matsumoto. Pero, conociendo a Barbara, lo más probable es que consiga más que eso.

– Seguro que lo hará -dijo Isabelle-. Gracias, inspector. Hablaré con ella más tarde. -Miró al resto y leyó en sus rostros diversos grados de malestar-. La mayoría de ustedes tienen sus actividades para mañana. Hablaremos de nuevo por la tarde.