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Se levantó y se fue. Cuando se dirigía a su oficina oyó su nombre. Reconoció la voz de Lynley, pero lo despidió con la mano.

– Tengo que lidiar con el agente Stewart -le dijo-, y luego con Hillier. Y eso, créeme, es todo lo que puedo afrontar en el día de hoy.

Se volvió rápidamente antes de que él pudiera responder. No había llegado a la puerta de su oficina cuando Dorothea Harriman le dijo que el comisario había llamado personalmente -enfatizando «personalmente», era urgente que se comunicara con él- y que le estaba dando a la superintendente una elección: o bien él iba a su oficina, o bien ella podía ir a la suya.

– Me tomé la libertad… -dijo Dorothea con intención- porque, con todos mis respetos, superintendente detective Ardery, usted no desea que el subinspector jefe venga…

– Dile que estoy de camino.

John Stewart, decidió Isabelle, tendría que esperar. Se preguntó brevemente cómo podía empeorar su día, pero intuía que estaba a punto de averiguarlo.

* * *

La clave era mantener la situación igual durante una hora, más o menos. Isabelle se dijo que era capaz de hacerlo. No tenía necesidad de fortalecerse durante los próximos sesenta minutos en Yard. Hubiera querido, pero no lo necesitaba. Querer y necesitar eran cosas completamente diferentes.

En la oficina de Hillier, Judi Macintosh le indicó que entrara directamente. El subinspector jefe, la estaba esperando, le dijo, y le preguntó si quería un té o un café. Isabelle aceptó tomar té con leche y azúcar. Pensó que si era capaz de beberlo sin que sus manos temblaran, mostraría el control que mantenía sobre la situación.

Hillier estaba sentado detrás de su escritorio. Asintió con la cabeza hacia su mesa de reuniones, y le comentó que iban a esperar a que Stephenson Deacon llegara. Hillier se sentó junto a Isabelle. Tenía varios mensajes telefónicos en la mano, pedazos de papel que puso sobre la mesa frente a él, e hizo ver que los estudiaba. La puerta de la oficina se abrió al cabo de dos minutos de un tenso silencio, y Judi Macintosh entró con el té de Isabelle: una taza en un plato, una jarra de leche, azúcar y una cuchara de acero inoxidable. Sería más difícil de manejar que una taza de plástico o de poliestireno.

La taza de té se tambalearía en el plato cuando la levantara, traicionándola. Muy inteligente, pensó Isabelle

– Por favor, disfrute de su té -le dijo Hillier. Pensó que el tono de su voz era similar al que Sócrates debió oír antes de que se tomara la cicuta.

Tomó la leche, pero decidió dejar el azúcar. El azúcar hubiera requerido un diestro uso de la cuchara, y ella no se veía capaz de manejar esa situación. Aun así, cuando agitó la leche en el té, el sonido del acero en la porcelana le pareció ensordecedor. No se atrevió a alzar la taza. Dejó la cuchara en el plato y esperó.

Fueron menos de cinco minutos los que tardó Stephenson Deacon en unirse a ellos, aunque pareció mucho más tiempo. Saludó a Isabelle con la cabeza y se hundió en una silla. Colocó un sobre delante suyo. Tenía el cabello fino y de color gris, y pasó sus manos por él.

– Bueno -comenzó. Le echó una mirada a Isabelle-. Tenemos un problema, superintendente Ardery.

El problema tenía dos partes, y el jefe de prensa arrojó luz sobre ellos sin más observaciones preliminares. La primera parte la constituía el pacto no autorizado. La segunda parte se basaba en el resultado del pacto no autorizado. Ambos eran igualmente perjudiciales para la Met.

«Perjudicial para la Met» no tenía nada que ver con el daño real, pensó Isabelle rápidamente. Esto no quiere decir que la Policía hubiera perdido todo poder sobre el elemento criminal. Más bien, dañar a la MET significaba dañar su imagen, y cada vez que la imagen de la MET se manchaba, el descrédito provenía generalmente de la prensa.

En este caso, lo que la prensa informaba parecía haber llegado literalmente de Zaynab Bourne. Ella había aceptado el trato ofrecido por la superintendente Isabelle Ardery en el hospital Saint Thomas: acceso sin restricciones a Yukio Matsumoto, a cambio de que la MET admitiera su culpabilidad por la huida del hombre japonés y sus lesiones posteriores. La última edición del Evening Standard sacaba en portada esta historia, pero lamentablemente el Standard solamente daba una versión de la historia, la que los culpaba. «La MET admite una infracción», decía el periódico, con el titular en un banner de tres pulgadas debajo del cual imprimieron fotos de la escena del accidente, fotos de la abogada en la conferencia de prensa donde había ofrecido esas declaraciones, y una foto publicitaria de Hiro Matsumoto y su violonchelo, como si él y no su hermano fuese la víctima del accidente en cuestión.

Ahora que Scotland Yard había admitido su parte de culpa en las terribles heridas de las cuales Yukio Matsumoto heroicamente se estaba recuperando, la señora Bourne dijo que revisarían la compensación monetaria que se le debía. Todos podían dar gracias a Dios de que los que habían participado en la persecución del pobre hombre habían sido oficiales no armados. De haber sido la Policía armada, blandiendo sus pistolas, habría pocas dudas de que el señor Matsumoto estaría ahora esperando su entierro.

Isabelle reconoció que la verdadera razón por la que estaba sentada en la oficina de Hillier con el subinspector jefe y Stephenson Deacon tenía que ver con la compensación monetaria que Zaynab Bourne había mencionado. Febrilmente, volvió sobre su conversación con la abogada, llevada a cabo en el pasillo exterior de la habitación de Yukio Matsumoto, y dijo que Bourne no había tenido en cuenta un elemento de esa conversación antes de hablar con la prensa.

– La señora Bourne está exagerando, señor -le dijo a Hillier-. Mantuvimos una conversación sobre lo que condujo a las lesiones del señor Matsumoto, pero eso fue de lo único de lo que hablamos. Estuve tan de acuerdo con su evaluación de las circunstancias como de cortarme las venas delante de las cámaras de televisión. -Se estremeció por dentro tan pronto como acabó de hablar. Mala elección de metáfora, pensó.

Por la expresión en el rostro del subinspector jefe, consideró que éste habría sido sumamente feliz si se hubiera cortado las venas o cualquier otra parte de su cuerpo.

– Las dos hablamos a solas -continuó, confiando en que ellos llenarían los espacios en blanco, y así no lo tendría que hacer ella. No hubo testigos de su conversación. Poco importaba lo que Zaynab Bourne dijera. La MET simplemente podía negarlo.

Hillier miró a Deacon. Éste enarcó una ceja. Deacon miró a Isabelle, que evitó su mirada.

– Más allá de eso, se debe tener en cuenta el nada despreciable asunto de la seguridad pública.

– Explíquese -dijo Hillier.

Echó un vistazo a los mensajes telefónicos que estaban esparcidos encima de la mesa. Isabelle asumió que eran de Bourne, de los medios de comunicación y del oficial superior de Hillier.

– Había cientos de personas en Covent Garden cuando el señor Matsumoto salió disparado -dijo Isabelle-. Es cierto que le perseguimos, y la señora Bourne ciertamente puede argumentar que lo hicimos a pesar de saber que el hombre es un esquizofrénico paranoide. Sin embargo, podemos contrarrestar esa argumentación con otra de más peso, que es que le perseguimos precisamente por esa misma razón. Sabíamos que era inestable, pero también sabíamos que estaba involucrado en un asesinato. Su propio hermano le ha identificado en los retratos robot que aparecen en los diarios. Más allá de eso, tenemos pelos en el cuerpo que sabemos que son de origen oriental, y eso, en combinación con la descripción de un hombre corriendo en la escena del crimen, de aspecto desaliñado… -Dejó el resto de la frase colgada por un instante. Le pareció que el resto iba implícito: ¿qué otra opción tenía la Policía que la de perseguirle?-. No teníamos ni idea de si iba armado -concluyó-. Podría haber atacado de nuevo perfectamente.