Hillier miró a Deacon. Se comunicaron sin palabras. Fue entonces cuando Isabelle se dio cuenta de que ya habían decidido algo y que ella se encontraba en aquella habitación, más que para discutir lo que sucedió en la calle, para escuchar lo que tenían que decir.
– La prensa no es tonta, Isabelle -dijo Hillier-. Son completamente capaces de trabajar con la línea temporal de su trabajo y usarlo en su contra y, por extensión, contra la Met.
– ¿Señor? -Ella frunció el ceño.
Deacon se inclinó hacia la mujer. Su voz era paciente.
– Estamos intentando no operar como nuestros primos norteamericanos, querida -dijo-. ¿Dispara primero y pregunta después? Ése no es nuestro estilo. -A ella se le erizó el vello de la nuca con ese tono condescendiente.
– No veo cómo…
– Permítame que lo aclare, entonces -interrumpió Deacon-. Cuando le persiguió usted no tenía ni idea de que los pelos del cadáver pertenecían… a un oriental, y mucho menos al señor Matsumoto. Y no tenía ni idea de que él fuera la persona que había salido huyendo de la escena del crimen.
– Pues resultó ser…
– Bien, sí, lo fue. No es un consuelo. Sin embargo, el problema es la propia persecución y su admisión de culpabilidad por ello.
– Como dije, no había testigos en mi conversación con…
– ¿Eso es lo que va a declarar a la prensa? ¿Nuestra palabra contra la suya, así? ¿Es ésa la mejor respuesta que puede ofrecer?
– Señor -se dirigió a Hillier-, no tenía muchas opciones en el asunto del hospital. Teníamos a Yukio Matsumoto consciente. Teníamos a su hermana y a su hermano dispuestos a que hablara con él. Y él habló. Terminamos con dos retratos robot y si no hubiera hecho un trato con la abogada, no tendríamos más que lo que teníamos ayer.
– Ah, sí, los retratos robot -dijo Deacon, abriendo el sobre color manila que había traído consigo.
Isabelle comprobó que había llegado al despacho de Hillier armado: había conseguido copias de los retratos robot por su cuenta. Los miró, y después la observó a ella. Le pasó los retratos robot a Hillier. Este los examinó. Se tomó su tiempo. Las puntas de sus dedos se juntaron mientras evaluaba qué habían ganado -y que no- con el trato que había hecho Isabelle con Zaynab Bourne. No era más tonto de lo que podía ser ella misma, ese Deacon, o que cualquiera de los agentes. Llegó a una conclusión, pero no habló. No tenía por qué. En su lugar, levantó los ojos hacia ella. Azules, sin alma. ¿Mostraban arrepentimiento? Y si así era, ¿arrepentimiento de qué?
– Dos días para terminar esto -le dijo-. Después de eso, creo que asumiremos que su estancia con nosotros habrá llegado a su fin.
Lynley encontró la casa sin demasiada dificultad, a pesar de estar en el sur del río, donde un solo giro equivocado podía llevarle a uno a la carretera hacia Brighton en lugar de, pongamos, la carretera a Kent o a Cambridgeshire. Pero en este caso su pista para ubicarse era, de acuerdo con la guía, la calle que estaba entre la cárcel de Wandsworth y el cementerio de la misma localidad. Su esposa lo habría llamado insalubre: «Cariño, el lugar tiene todo lo que se recomienda a los suicidas y a los depresivos crónicos».
Helen no se hubiera equivocado, especialmente en lo referente a la estructura en la que Isabelle Ardery había establecido su morada. La casa en sí no era del todo mala -a pesar de un árbol moribundo en la entrada y un sendero de cemento que lo rodeaba, que era lo que lo había matado-, pero Isabelle ocupaba el sótano y como la casa miraba al norte, el lugar era como un hoyo. A Lynley le vinieron a la mente los mineros de Gales, y eso fue incluso antes de entrar. Vio el coche de Isabelle en la calle, así que supo que estaba en casa. Sin embargo, no abrió la puerta cuando él llamó. Así que llamó de nuevo y después golpeó la puerta. La llamó por su nombre y cuando no funcionó, probó el tirador y vio que no había cerrado por dentro con llave, algo imprudente. Entró.
Había poca luz, como suele suceder en los sótanos. Una iluminación tenue llegaba a través de una sucia ventana de la cocina, que se suponía debía aportar luz exterior no sólo para la cocina, sino para la habitación que la seguía, que resultó ser la sala de estar. Estaba decorada con muebles baratos, con cosas que sugerían una apresurada y solitaria visita a Ikea. Un sofá, una silla, una mesa de café, una lámpara de pie, una alfombra para ocultar los pecados de los ocupantes.
Lynley vio que no había nada personal en ningún lugar, salvo por una fotografía, que cogió del estante encima de la calefacción eléctrica. Se trataba de una foto enmarcada de Isabelle arrodillada entre dos niños, con los brazos alrededor de sus cinturas. Ella iba vestida para trabajar, mientras que ellos llevaban el uniforme escolar, con sus gorras a conjunto en las cabezas, y con los brazos colgando de los hombros de su madre. Los tres sonreían. ¿El primer día de colegio?, se preguntó Lynley. Por la edad de los gemelos, parecía que sí.
Dejó la foto en el estante. Miró a su alrededor y se preguntó acerca de la elección de Isabelle de aquella casa. No podía imaginarse trayendo a los niños a vivir a aquel lugar; se preguntó por qué Isabelle la había escogido. La vivienda era cara en Londres pero sin duda tenía que haber algo mejor, un lugar en el que los chicos pudieran ver el cielo desde la ventana. ¿Dónde se supone que dormirían? Fue a buscar los dormitorios.
Había uno, con la puerta abierta. Estaba situado en la parte posterior del piso, con una ventana que daba a un pequeño recinto amurallado desde donde, supuso, se llegaba al jardín, si es que había uno. La ventana estaba cerrada y parecía que no se había limpiado desde que se construyó la casa. Pero la iluminación que proporcionaba era suficiente para vislumbrar una silla, una cajonera y una cama. Isabelle Ardery estaba tirada sobre ella. Respiraba profundamente, como hace alguien cuando no ha dormido bien durante varios días. Se resistió a despertarla y consideró dejar una nota y largarse. Pero cuando rodeó la cama para abrir la ventana y dejar entrar un poco de aire fresco para la pobre mujer, vio el destello de una botella en el suelo y comprendió que no estaba dormida como uno podría pensar. Más bien estaba borracha.
– Dios -murmuró-. Será idiota.
Se sentó en la cama. La incorporó un poco. Ella gimió. Sus ojos parpadearon intentando abrirse, luego se cerraron.
– Isabelle. Isabelle.
– ¿Cgomo has estrado, eh? -Le miró con los ojos entreabiertos y después volvió a cerrarlos-. Oye, tú, soy'gente de Policía -Su cabeza se desplomó sobre él-. Llamaré a…, a alguien… Lo haré… Si n 'te vas.
– Levántate -le dijo Lynley-. Isabelle, de pie. Necesito hablar contigo.
– He dejado de hablar. -Su mano se estiró para acariciar su mejilla, aunque ella no le miró, así que falló y le dio en la oreja-. Terminado. Dijo que de todos modos…
Parecía que volvía a caer en el estupor. Lynley soltó un suspiro. Intentó recordar cuándo había sido la última vez que había visto a alguien así de borracho, pero no pudo. Necesitaba un purgante de algún tipo, una taza de café o algo. Pero primero debía estar lo suficientemente consciente como para tragar, y parecía que sólo había una manera de conseguirlo.
La puso en pie. Sabía que era imposible llevarla hasta la sala como si fuera un héroe cinematográfico. Ella era prácticamente de su mismo tamaño, un peso muerto, y no había suficiente espacio para maniobrar dada la posición en la que estaba, incluso si hubiera podido cargarla como un bombero, encima de sus hombros. Así que tuvo que arrastrarla sin ningún tipo de gloria desde la cama hasta el poco glorioso lavabo. Allí vio que no había bañera, pero sí una estrecha ducha, lo que a él ya le parecía bien. La apoyó allí totalmente vestida y le dio al grifo del agua. A pesar de los años de la casa, la presión del agua era excelente y el chorro golpeó directamente en la cara de Isabelle.