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Ella gritó. Agitó los brazos.

– Qué demo'ios… -exclamó al tiempo que parecía que le reconocía por primera vez-. ¡Dios mío! -Puso los brazos alrededor de su cuerpo como si estuviera desnuda. Cuando se vio completamente vestida miró hacia sus zapatos y dijo-: Oh, ¡noooooo!

– Veo que por fin tengo tu atención -le dijo Lynley con sequedad-. Quédate aquí hasta que estés lo suficientemente sobria para decir cosas coherentes. Voy a hacer café.

La dejó. Fue a la cocina y empezó a buscar. Encontró café molido al lado de un hervidor eléctrico, así como todo lo que necesitaba. Puso una gran cucharada de café y llenó el hervidor con agua. Lo enchufó a un cable. Para cuando estuvieron listos los cafés y servidos en las tazas, con leche, azúcar y en la mesa -junto con dos tostadas untadas con mantequilla y cortadas en triángulos-, Isabelle había salido del baño. Se había quitado la ropa empapada, estaba vestida con una toalla, iba descalza, y su cabello se aferraba húmedamente a su cráneo. Se quedó de pie en la puerta de la cocina y le observó.

– Mis zapatos -dijo- están destrozados.

– Mmm -contestó él-. Me atrevería a decir que sí.

– Mi reloj tampoco era sumergible, Thomas.

– Un lamentable descuido cuando se compró.

– ¿Cómo has entrado?

– La puerta estaba abierta. Otro lamentable descuido, por cierto. ¿Estás sobria, Isabelle?

– Muas o menos.

– Entonces, café. Y tostada.

Fue hasta la puerta y la agarró del brazo. Ella se zafó.

– Puedo caminar, ¿sabes? -espetó.

– Estamos progresando, entonces.

Se movió cuidadosamente hacia la mesa, donde se sentó. Vertió café en las dos tazas y empujó la de ella al lado de la tostada. Ella hizo un mohín de asco con la comida y negó con la cabeza.

– Negarse no es una opción -dijo él-. Considéralo medicinal.

– Vomitaré. -Hablaba con el mismo cuidado que usó al moverse de la puerta a la mesa. Era bastante buena fingiendo estar sobria, observó Lynley; le pareció que tenía años de práctica.

– Toma un poco de café -le dijo.

Ella aceptó y dio unos sorbos.

– No fue la botella entera -declaró a propósito de lo que había encontrado en el suelo del dormitorio-. Sólo me bebí lo que quedaba en ella. No es ningún crimen. No planeaba coger el coche ni ir a ningún sitio. No tenía pensado salir del piso. No es asunto de nadie, salvo mío. Y me lo debía, Thomas. No hay razón para montar un gran drama por esto. -Ella le miró. Él mantuvo su cara inexpresiva-. ¿Qué haces aquí? -reclamó-. ¿Quién diablos te ha enviado?

– Nadie.

– ¿Tampoco Hillier queriendo saber cómo llevaba mi derrota?

– Sir David y yo difícilmente nos comunicamos en esos términos -contestó Lynley-. ¿Qué ha pasado?

Ella le contó la reunión con el subinspector jefe y con el jefe de la oficina de prensa. No parecía haber motivo para ofuscarse, porque se lo explicó todo: desde su trato con Zaynab Bourne para mantener contacto con Yukio Matsumoto, pasando por su conocimiento acerca de la inutilidad de los retratos robot de Matsumoto, a pesar de lo que le había dicho a su equipo en la sala de detenciones, hasta la nada disimulada condescendencia de Stephenson Deacon -«de hecho, me llamó "querida", ¿puedes creerlo? Y lo que es peor es que no abofeteé su cara de presumido»-, para terminar finalmente con la despedida de Hillier.

– Dos días. Y entonces estaré acabada. -Sus ojos se humedecieron, pero ella hizo caso omiso a sus emociones-. Bien, John Stewart estará encantado, ¿no? -Ofreció una débil sonrisa-. Me olvidé de él en la oficina, Thomas. A lo mejor todavía está esperando allí. ¿Crees que habrá pasado la noche allí? Dios, necesito otro trago. -Miró alrededor de la cocina como si se preparara para levantarse y buscar otra botella de vodka. Lynley se preguntó dónde guardaría sus provisiones. Las iba a verter por el desagüe. Conseguiría más, pero por lo menos sus deseos inmediatos de inconsciencia se verían frustrados-. La he cagado de verdad. Tú no lo habrías hecho. Malcom Webberly no lo habría hecho. Ni siquiera el maldito Stewart lo habría hecho. -Cruzó los brazos sobre la mesa y puso la cabeza sobre ellos-. Soy una inútil, estoy desesperada, hecha polvo y…

– También te autocompadeces -agregó Lynley. Ella sacudió su cabeza-. Con el debido respeto, jefa -añadió amablemente.

– ¿Esa observación forma parte de las costumbres de un señorito vestido de armiño o simplemente te gusta juzgar porque eres un cabronazo?

Lynley hizo como si pensara en ello.

– El armiño me da urticaria, así que sospecho que lo segundo.

– Justo lo que pensaba. Eres un borde. Si quiero decir que soy una inútil, desesperada y que estoy hecha polvo, maldita sea, voy a decirlo, ¿estamos?

Añadió café a la taza.

– Isabelle, es el momento de juntar fuerzas. No te voy a discutir que trabajar con Hillier es una pesadilla, o que Deacon vendería a su hermana a un chulo de Nueva York si ello implicara que daría buena imagen a la Met. Pero ése no es el tema ahora. Tenemos a un asesino que debe ser detenido, y un caso en su contra que debemos construir para la acusación estatal. Nada de esto va a pasar si no te calmas.

Ella agarró su taza de café y Lynley pensó por un momento que se la iba a la lanzar. En lugar de eso, bebió y le miró por encima del borde de la taza. Finalmente se dio cuenta de que él nunca había respondido a su pregunta acerca de su presencia en el piso.

– ¿Qué demonios estás haciendo en mi piso, Thomas? -preguntó-. ¿Por qué has venido? Este no es precisamente tu barrio, así que me atrevo a decir que no estabas de paso. ¿Y cómo encontraste dónde vivo, de todas formas? ¿Alguien te lo dijo…? ¿Por casualidad esa Judi Macintosh…? ¿Te ha enviado ella? Seguro que es una de esas que escuchan tras las puertas. Hay algo en ella…

– Controla tu paranoia durante cinco minutos -interrumpió Lynley-. Te he dicho desde el principio que quería hablar contigo. Esperé más de una hora en la sala de interrogatorios. Dee Harriman me dijo al fin que te habías ido a casa. ¿De acuerdo?

– ¿Hablar conmigo de qué? -preguntó ella.

– De Frazer Chaplin.

– ¿Qué pasa con él?

– Me he pasado la mayor parte del día pensado en ello desde todos los ángulos posibles. Creo que Frazer es nuestro hombre.

Esperó a que Lynley se explicara. Bebió más café y decidió hacer un nuevo intento con la tostada. Su estómago no se resistía a la idea de alimentarse, por lo que levantó uno de los triángulos que Lynley le había hecho para ella y le dio un mordisco. Se preguntó si aquél era el nivel del talento culinario del inspector. Pensó que era más que probable. Había puesto demasiada mantequilla. Tal y como había hecho antes en la sala de interrogatorios, Lynley habló de una revista que tenía de Deborah Saint James. Frazer Chaplin estaba en una de las fotografías. Aquello indicaba muchas cosas, le dijo: Paolo di Fazio había explicado desde el primer momento que Jemima estaba liada con Frazer, a pesar de las reglas que la dueña de la casa, la señora McHaggis, había impuesto a sus huéspedes. Abbott Langer había dicho muchas cosas que apoyaban esa afirmación y Yolanda -aunque era un poco forzado, admitió Lynley- también había señalado que Jemima mantenía una relación de algún tipo con un hombre misterioso.

– ¿Ahora le hacemos caso a una vidente? -se lamentó Isabelle.

– Espera -le dijo Lynley.

Sabían que la relación de Jemima no era con Di Fazio desde que le preguntó a Yolanda en repetidas ocasiones acerca de la reciprocidad afectiva en su «nueva» relación. Difícilmente reclamaría eso de Di Fazio, ya que había dado por terminada su relación con él. ¿No era, entonces, seguro asumir que dadas las negativas de Frazer le situaban precisamente a él como al hombre al que estaban buscando?