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– Jemima se fue de Hampshire hace mucho tiempo, Thomas. Si existe un tesoro romano esperando en la propiedad que compartía con Gordon Jossie, ¿por qué demonios, en todo este tiempo, ninguno de los dos (Jossie y Jemima) hizo nada al respecto?

– Eso es lo que me gustaría saber -contestó-. Pero primero me gustaría romper la coartada de Frazer.

Aún en bata, ella salió fuera con él. No tenía mejor aspecto que cuando se había metido en la ducha, pero a Lynley le pareció que su ánimo se había elevado lo suficiente y que probablemente no bebería de nuevo esa noche. Este pensamiento le tranquilizó. No le gustaba pensar por qué.

Ella llegó hasta donde las estrechas escaleras que conducían desde el sótano hasta la calle. Había subido los dos primeros peldaños cuando pronunció su nombre. Él se volvió. Se puso de pie debajo de él con una mano en la barandilla como si tuviera intención de seguirle y la otra mano en su garganta, sosteniendo la bata cerrada.

– Todo esto podía haber esperado hasta mañana, ¿no? -dijo ella.

Él lo pensó por un momento.

– Supongo que sí -contestó.

– Entonces, ¿por qué?

– ¿Por qué ahora en lugar de mañana por la mañana? ¿Es eso a lo que te refieres?

– Sí. -Ella inclinó su cabeza hacia el suelo, la puerta seguía abierta sin ninguna luz en el interior-. ¿Lo sospechabas?

– ¿El qué?

– Ya sabes.

– Sabía que existía una posibilidad.

– ¿Por qué te has molestado entonces?

– ¿En quitarte la borrachera? Quería hablar contigo de un par de ideas que tenía y no podía hacerlo si estabas fuera de ti.

– ¿Por qué?

– Me gusta el toma y daca de una colaboración. Es como mejor trabajo, Isabelle.

– Estás hecho para esto. -Ella se tocó el pecho con los dedos, en un gesto que parecía indicar que se refería al trabajo del superintendente-. Yo no -añadió-. Eso ha quedado claro.

– Yo no diría eso. Ya lo señalaste tú misma. El caso es complicado. Te han asignado un trabajo que es como un camino cuesta arriba como yo nunca he tenido que transitar.

– No me creo nada de eso, Thomas. Pero gracias por decirlo. Eres un buen hombre.

– A menudo pienso lo contrario.

– Entonces, piensas tonterías. -Sus ojos buscaron los de Lynley-. Thomas… Yo…

Sin embargo, pareció que había perdido el valor de decir nada más. Era impropio de ella. Lynley esperó para oír lo que ella quería decir para finalizar. Él bajó un peldaño. Ella estaba justo debajo de él, no prácticamente cara a cara, sino con su cabeza justo por debajo de sus labios.

El silencio entre ellos duraba demasiado. Pasó de tranquilo a tenso, y de tensión a deseo. El simple movimiento de besarla se convirtió en la cosa más natural del mundo y cuando su boca se abrió bajo la suya, fue tan natural como el propio beso. Los brazos de ella se deslizaron a su alrededor, y los de él alrededor de ella. Las manos de él se deslizaron por debajo de los pliegues de la bata para tocar su fresca y suave piel.

– Quiero que me hagas el amor -murmuró ella.

– No creo que sea conveniente, Isabelle -dijo él.

– No me importa lo más mínimo.

Capítulo 30

Gordon no había llamado al detective de Scotland Yard cuando Gina volvió a casa la noche anterior. En su lugar quería observarla. Tenía que saber exactamente qué estaba haciendo aquí en Hampshire. Tenía que saber qué sabía.

Él era terrible fingiendo, pero era inevitable. Ella se dio cuenta de que algo iba mal cuando llegó a la propiedad y le encontró sentado frente a la mesa del jardín, en la oscuridad. Gina llegaba muy tarde y Gordon estaba agradecido por ello. Dejó que ella pensara que la razón de su silencio y su manera de observarla era la hora de su regreso.

La chica dijo que se había liado con una serie de cosas, pero su explicación fue vaga cuando trató de explicar qué eran esas cosas.

Había perdido la noción del tiempo, dijo ella, y allí estaba, en una reunión con un trabajador social de Winchester y otro de Southampton, y que había unas muy, muy buenas posibilidades de que el programa especial para chicas inmigrantes, la financiación podía ser desviada para usarse… Y siguió hablando. Gordon se preguntó cómo no había visto antes la facilidad con la que le salían las palabras a Gina.

Pasaron el resto de la velada y después fueron a la cama. Ella se puso en la posición de la cuchara a su lado, en la oscuridad, y sus caderas se movieron rítmicamente contra su culo. Él tenía que girarse y tomarla, y así lo hizo. Copularon en un silencio furioso que se suponía que era deseo salvaje. Acabaron cubiertos de sudor.

– Maravilloso, cariño -murmuró ella, y la meció hasta que ella cayó dormida. Él seguía despierto, y su desesperación creció. Su única preocupación era qué camino tomar.

Por la mañana ella estaba disipada, como solía estarlo a menudo, sus párpados se abrían en aleteo, su lenta y amplia sonrisa, su estiramiento de extremidades, el baile de su cuerpo mientras se deslizaba por debajo de la sábana para buscarle con su boca.

Él se apartó bruscamente. Saltó de la cama. No se duchó, se vistió con la ropa del día anterior y bajó a la cocina, donde se hizo un café. Ella se reunió con él.

La chica vaciló en el umbral de la puerta. Gordon estaba cerca de la mesa, debajo del estante en el que Jemima había desplegado toda una hilera de ponis de plástico, una representación menor de una de sus muchas colecciones de artículos de los que no podía deshacerse. No recordaba ahora dónde los había puesto y eso le preocupaba. Su memoria no le daba generalmente problemas. Gina ladeó su cabeza hacia él; su expresión era suave.

– Estás preocupado por algo. ¿Qué ha pasado?

Él negó con la cabeza. No estaba listo todavía. Hablarlo no era la parte complicada para él. Era escuchar lo que no quería afrontar.

– No has dormido, ¿verdad? -le preguntó ella-. ¿Qué pasa? ¿Me lo vas a contar? ¿Es otra vez ese hombre…? -Ella señaló el exterior.

La entrada a la propiedad se veía desde la ventana de la cocina, así que él supuso que estaba hablando de Whiting y preguntándose si habría habido otra visita suya mientras ella no estaba en casa. No hubo ninguna, pero Gordon sabía que la habría. Whiting no había logrado todavía lo que quería.

Gina fue a la nevera. Se sirvió un zumo de naranja. Llevaba una bata de lino, iba desnuda bajo ella, y la luz de la mañana hizo de su cuerpo una voluptuosa silueta. Era, pensó, toda una mujer. Conocía el poder de lo sensual. Sabía que cuando se trataba de hombres, lo sensual siempre abrumaba a lo sensible. Se quedó quieta en el fregadero, mirando por la ventana. Dijo algo sobre la mañana. No era todavía calurosa, pero iba a serlo. Quería saber si era más difícil trabajar con los carrizos en días tan calurosos. No pareció que le molestara cuando él no respondió. Se inclinó hacia delante como si algo en el exterior hubiera llamado su atención.

– Puedo ayudarte a limpiar el resto del prado ahora que no hay caballos -dijo.

Caballos. Él se preguntó por primera vez por aquella palabra, por el hecho de que ella los llamara «caballos» en lugar de lo que en realidad eran, es decir, ponis. Les llamó caballos desde el principio, y él no la había corregido porque… ¿Por qué? ¿Qué había representado ella? ¿Por qué no se había preguntado acerca de todas las cosas que había dicho y que le indicaban que algo iba mal?

– Estoy encantada de hacerlo. Me vendrá bien el ejercicio y, de todos modos, no tengo nada que hacer hoy. Piensan que les va a llevar una semana o así, hasta que llegue el dinero, menos tiempo si tengo suerte.

– ¿Qué dinero?

– Para el programa. -Se giró y le miró-. ¿Lo has olvidado ya? Te lo dije anoche, Gordon. ¿Qué pasa?

– ¿Te refieres a la parte oeste del prado? -le preguntó a ella.