Gina pareció desconcertada antes de que, al parecer, se diera cuenta de cómo zigzagueaban sus pensamientos.
– ¿Ayudarte a limpiar el resto de la parte oeste del prado? Sí, puedo trabajar en ese trozo lleno de maleza al lado de la parte vieja de la cerca. Como dije, el ejercicio sería…
– Deja el prado tranquilo -la cortó él con brusquedad-. Quiero que se quede tal y como está.
Ella parecía desconcertada. Sin embargo, se serenó lo suficiente para esbozar una sonrisa.
– Cariño, por supuesto. Yo sólo quería…
– Esa detective ha estado aquí -le dijo-. La mujer que vino antes con el negro.
– ¿La de Scotland Yard? -preguntó-. No recuerdo su nombre.
– Havers. -Metió la mano debajo del servilletero que había sobre la mesa y sacó la tarjeta que la detective Havers le había entregado.
– ¿Qué quería? -preguntó Gina.
– Quería hablar de herramientas de paja. Cayados, especialmente. Estaba interesada en los cayados.
– ¿Para qué?
– Creo que estaba pensando en dedicarse a otra cosa.
Ella se tocó la garganta.
– Estás de broma, por supuesto. Gordon, cariño, ¿de qué estás hablando? No pareces estar bien. ¿Puedo hacer algo…?
Esperó a que ella finalizara, pero no lo hizo. Sus palabras se fueron a la deriva. Se quedó mirándolo, como si esperara inspiración.
– La conocías, ¿verdad? -dijo.
– No la había visto antes en mi vida. ¿Cómo iba a conocerla?
– No hablo de la detective. Me refiero a Jemima.
Sus ojos se abrieron.
– ¿Jemima? ¿Cómo diantres iba a conocer a Jemima?
– En Londres. Por eso los llamas caballos, ¿verdad? No eres de por aquí. No eres siquiera de Winchester, ni tampoco de campo. Tiene que ver con su tamaño, pero tú no lo sabías, ¿verdad? La conocías de Londres.
– ¡Gordon! Para ya. ¿Te dijo esa detective…?
– Me la enseñó.
– ¿El qué? ¿Qué?
Entonces, le contó lo del reportaje de la revista, las fotografías de sociedad y ella en medio de todo aquello. En la National Portrait Gallery, le dijo. Allí estaba, en un segundo plano, en la exposición de la galería, en la que había una foto de Jemima colgada.
Ella alteró su postura mientras se iba poniendo tensa.
– Eso es pura basura -dijo-. ¿La National Portrait Gallery? No he estado ahí jamás. ¿Y cuándo, se supone?
– El día de la inauguración de la exposición.
– Dios mío. -Negó con la cabeza, sus ojos se clavaron en él. Dejó el zumo de naranja en la encimera. El ruido que hizo el cristal sobre el mármol sonó tan fuerte que esperaba que el vidrio se hiciera añicos, pero no fue así-. ¿Y qué más se supone que hice? ¿Maté a Jemima también? ¿Eso es lo que crees? -No esperó a que le contestara. Se acercó a la mesa-. Dame la tarjeta. ¿Me recuerdas cuál es su nombre? ¿Dónde está, Gordon?
– Havers. Sargento Havers. No sé adónde ha ido.
Agarró la tarjeta y cogió el teléfono. Golpeó los números. Esperó a que hubiera tono. Finalmente dijo:
– ¿Con la sargento Havers?… Muchas gracias… Por favor, confírmele eso a Gordon Jossie, sargento. -Extendió el teléfono hasta él-. Quiero que estés seguro de que la he llamado a ella, Gordon, y no a cualquier otro.
Él cogió el teléfono y dijo:
– Sargento…
– Maldita sea. ¿Sabe qué hora…? -dijo su inconfundible voz de clase trabajadora de Londres-. ¿Qué está pasando? ¿Es ésa Gina Dickens? Se suponía que debía llamarme cuando ella llegara a casa, señor Jossie.
Gordon le pasó de nuevo el teléfono a Gina.
– ¿Satisfecho, cariño? -le dijo con malicia-. Sargento Havers, ¿dónde está usted. ¿Sway? -dijo al teléfono-. Gracias. Por favor, espéreme allí. Llegaré dentro de media hora, ¿le parece bien?… No, no. Por favor, no. Ya voy yo. Quiero ver esa foto de la revista que le ha enseñado a Gordon… Hay un comedor en el hotel, ¿verdad? Nos vemos allí.
Colgó el teléfono, y se giró hacia él. Le miró del modo en el que se mira a quien acaba de ser derrotado.
– Me resulta extraordinario.
Los labios de Gordon parecían haberse secado.
– ¿Qué?
– Que ni por un momento hayas imaginado que se trataba de alguien que se me parecía, Gordon. ¿A qué nivel de patetismo hemos llegado?
Tras una noche en la que la paranoia de Michele Daugherty le había robado el sueño, Meredith Powell se había ido de casa de sus padres en Cadnam. Le había dejado una nota a su madre en la que le decía que había ido a Ringwood más pronto de lo habitual porque tenía mucho trabajo. Después del sermón previo del señor Hudson, Meredith no podía permitirse ningún tipo de lío que pusiera su trabajo en peligro, pero también sabía que no había manera de que fuera capaz de trabajar con los diseños si no lograba sortear el enigma que significaba Gina Dickens. Así que a las cinco de la mañana había renunciado a la idea de dormir y se fue hasta la casa de Gordon Jossie, donde encontró un buen lugar para estacionar su coche en la entrada, llena de baches, a poca distancia del camino. Giró el coche y lo aparcó de tal manera que pudiera contemplar la casa de Gordon, oculta tras los setos que delimitaban la propiedad.
Había invertido un montón de tiempo intentando recordar lo que Gina Dickens le había dicho cuando se encontraron. Sin embargo, se dio cuenta que había demasiada información como para poder hilvanar una línea coherente. Pero aquello probablemente había sido la intención de Gina desde el principio, concluyó. Cuantos más detalles soltara, más difícil sería para Meredith tratar de ordenarlos y dar con la verdad. Eso sí, esa mujer no había contado con que contrataría a Michele Daugherty para que los ordenara por ella. Debido al desarrollo de los acontecimientos, Meredith consideró que todos ellos actuaban en connivencia: el comisario jefe Whiting, Gina Dickens y Gordon Jossie. No sabía cómo estaban relacionados, pero seguro que todos estaban implicados de algún modo en lo que le sucedió a Jemima.
Poco después de las siete de la mañana, Gina llevó marcha atrás hasta el camino su brillante Mini Cooper rojo. Se dirigió a Mount Pleasant y, más allá, a Southampton Road. Meredith esperó un momento y la siguió. No había muchas carreteras en la zona, así que era poco probable que la perdiera, pero no quería correr el riesgo de que la descubriera. Gina conducía tranquilamente y el sol brillaba a través de su pelo. Como antes, la capota del Mini Cooper estaba bajada. Conducía como alguien que va a pasar el día en el campo, con su brazo derecho descansando en la puerta y con el cabello al viento. Giró en los estrechos caminos de Mount Pleasant, haciendo sonar su bocina a modo de advertencia a los posibles coches que se acercaran en la curva y, finalmente, cuando llegó a Southampton Road, tomó la dirección a Lymington.
Si hubiera sido una hora más tarde, Meredith hubiera supuesto que Gina Dickens iba de compras. De hecho, cuando dio la vuelta a la rotonda y se dirigió a Marsh Lane, Meredith pensó por un instante que Gina podía estar yendo temprano a sus compras para poder encontrar estacionamiento en High Street, para luego tomar un café en una cafetería que supiera que estaba abierta. Pero antes de High Street, Gina giró de nuevo, en dirección al río, y por un momento se estremeció ante la idea de que eso implicara huir y esconderse. Meredith estaba segura de que Gina Dickens tenía la intención de tomar el ferri que la llevara a la Isla de Wight.
También en esta ocasión se había equivocado, y se sintió aliviada. Gina fue en dirección opuesta cuando llegó al otro lado del río, fijando su rumbo hacia el norte. Estaba dirigiéndose en línea recta a Hatchet Pond.
Meredith se quedó atrás para que no la viera. Le preocupaba perder a Gina en algún cruce justo después de Hatchet Pond, y asomó la cabeza por el parabrisas dando gracias a la luz del sol y a la forma en la que se reflejaba en los cromados del coche de Gina, lo que le permitía seguirlo como si fuera una guía.