El sendero por el que avanzaba estaba salpicado de piedras, era desparejo y polvoriento, y a lo largo de sus bordes aún reposaba la costra de hojarasca del año anterior, menos gruesa aquí que en el terreno que había debajo de los árboles que se alzaban por encima de su cabeza. Los árboles aportaban una atmósfera fresca al cementerio y perfumaban el ambiente, y pensó que si conseguía concentrarse en eso -la sensación del aire y el perfume de los brotes verdes-, las voces ya no importarían demasiado. De modo que respiró profundamente y se aflojó el cuello de la camisa. El sendero se curvaba y la vio delante de él; se había detenido para mirar un monumento.
Éste era diferente. La piedra estaba veteada por el paso del tiempo, pero, aparte de eso, estaba intacto y limpio de maleza; se alzaba orgulloso y no se habían olvidado de él. El conjunto estaba formado por un león dormido sobre un pedestal de mármol. El león era de tamaño natural, de modo que el pedestal era muy grande. Incluía inscripciones y nombres de familias, y tampoco habían permitido que el tiempo los borrase.
Vio que la mujer alzaba una mano para acariciar al animal de piedra, primero sus anchas patas y luego debajo de los ojos cerrados. Le pareció un gesto como de buena suerte, de modo que cuando ella se alejó y él pasó junto al monumento, el hombre extendió la mano para tocar el león con las puntas de los dedos.
Ella se alejó por un segundo sendero, más estrecho, que giraba hacia la derecha. Un ciclista apareció en la dirección contraria, y ella se hizo a un lado, entrando en un manto de hiedra y acedera, donde un perro se alzaba entre las alas de un ángel en actitud de oración. Un poco más adelante cedió paso a una pareja que caminaba cogida del brazo detrás de un carrito para bebés que cada uno de ellos guiaba con una mano. Dentro del carrito no había ningún niño, sino una cesta de picnic y botellas que brillaban tenuemente. Ella llegó hasta un banco alrededor del cual estaban reunidos varios hombres. Fumaban y escuchaban la música que salía de un radiocasete. La música era asiática, igual que ellos, y sonaba tan fuerte que podía oírla incluso por encima del violonchelo y los violines.
De pronto se dio cuenta de que ella era la única mujer que paseaba sola por aquel lugar. Y pensó que eso significaba peligro, y éste se intensificó cuando las cabezas de los asiáticos se volvieron para mirarla. No hicieron ningún movimiento para seguirla, pero él sabía que deseaban hacerlo. Una mujer sola significaba, o bien un ofrecimiento para un hombre, o bien una mujer que necesitaba disciplina.
Pensó que era muy imprudente acudir sola a aquel lugar. Los ángeles de piedra y los leones dormidos no la protegerían de aquello que podía rondar por el cementerio. Era pleno día en mitad del verano, pero los árboles acechaban por todas partes, la maleza era espesa, y no sería mayor problema sorprenderla, arrastrarla fuera del sendero y hacerle lo peor que pudiera hacerse.
Ella necesitaba protección en un mundo donde no la había. Se preguntó por qué parecía ignorarlo.
Un poco más adelante, el sendero se abría hacia un claro donde la hierba sin cortar -dorada por la falta de lluvia estival- había sido aplastada por los paseantes que buscaban una manera de llegar a una capilla. Era de ladrillo, con un campanario que se elevaba hacia el cielo y rosetones que marcaban ambos brazos de la cruz que formaba el edificio. Pero no se podía acceder a la capilla. Eran ruinas. Sólo al acercarse se podía apreciar que unas barras de hierro se cruzaban frente a lo que en otro tiempo había sido la puerta, que unas láminas de metal cubrían las ventanas y que allí donde debía haber vitrales entre la tracería de las ventanas circulares en cada extremo de ala cruciforme, la hiedra muerta colgaba como un triste recordatorio de lo que esperaba al final de cada vida.
Le sorprendió comprobar que la capilla no era lo que le había parecido desde una distancia tan próxima como la que marcaba el sendero; sin embargo, ella no pareció sorprendida. Se acercó a las ruinas, pero en lugar de detenerse a mirarlas, continuó su camino hasta un banco de piedra sin respaldo a través de la hierba sin cortar. Él se dio cuenta de que probablemente se volvería para sentarse allí un momento, una acción que le haría inmediatamente visible ante ella, de modo que se ocultó rápidamente en un lado del claro, donde un serafín que estaba verde por el liquen abrazaba con un solo brazo una imponente cruz. Aquello le proporcionó el escondite que buscaba, así que se agachó detrás del monumento mientras ella se sentaba en el banco de piedra. Luego abrió el bolso y sacó un libro, no la guía seguramente, ya que, a estas alturas, debía saber dónde estaba. De modo que, tal vez, debía tratarse de una novela, o de un libro de poesía, o el Libro de oración común. Comenzó a leer.
Pocos minutos más tarde, el hombre se dio cuenta de que estaba abstraída en el contenido de sus páginas. Imprudente. Ella llama a Remiel, decían las voces, por encima del sonido del violonchelo y de los violines. ¿Cómo habían llegado a ser tan poderosas?
Ella necesita un guardián, se dijo en respuesta a las voces. Ella necesitaba estar en guardia.
Puesto que era evidente que no lo estaba, él permanecería en guardia por ella. Aquél sería el deber que asumiría.
Capítulo 3
Su nombre era Gina Dickens, según descubrió Meredith, y aparentemente era la nueva pareja de Gordon Jossie, aunque en realidad no se refería a sí misma como tal. Ella no utilizó el término «nueva», pues resultó que no tenía idea de que hubiese una antigua pareja o una ex pareja, o comoquiera que uno quisiera llamar a Jemima Hastings. Tampoco utilizó la palabra «pareja» como tal, ya que no vivía exactamente en la casa, si bien «tenía esperanzas», añadió con una sonrisa. Pasaba más tiempo allí que en su propia casa, le confió, que no era más que una habitación amueblada con derecho a usar el baño y la cocina, situada en los altos del salón de té Mad Hatter. Estaba en Lyndhurst High Street, donde, francamente, el ruido de la mañana hasta la noche era realmente abrumador. Aunque, pensándolo bien, el ruido se prolongaba hasta después del anochecer, porque era verano y había numerosos hoteles, un pub, restaurantes…, y con todos los turistas que llegan en esta época del año… Se consideraba afortunada si conseguía conciliar cuatro horas de sueño cuando estaba allí. Algo que, a decir verdad, intentaba evitar.
Entraron en la casa. Meredith no tardó en comprobar que todas las cosas de Jemima habían desaparecido, al menos de la cocina, que fue hasta donde Meredith llegó, y también tan lejos como deseaba ir. Las alarmas se habían disparado dentro de su cabeza, tenía las palmas de las manos húmedas y las axilas le goteaban a ambos lados del cuerpo. Parte de esta reacción era fruto del creciente calor, pero el resto se debía a que todo estaba absolutamente mal.
Cuando habían permanecido en el exterior de la casa, la garganta de Meredith se había secado al instante hasta convertirse en un desierto.
Como si hubiese percibido esta situación, Gina Dickens la había acompañado dentro, le dijo que se sentara a la vieja mesa de roble y trajo agua de la nevera de diseño en una botella helada, exactamente la clase de cosa de la que Jemima se hubiese burlado. Gina sirvió agua para las dos en sendos vasos y dijo:
– Parece como si hubiera… No sé cómo llamarlo.
– Es nuestro cumpleaños -dijo Meredith estúpidamente.
– ¿El de Jemima y el suyo? ¿Quién es ella?
Al principio, Meredith no podía creer que Gina Dickens no supiese nada acerca de Jemima. ¿Cómo podía alguien vivir con una mujer todo el tiempo que Gordon había vivido con Jemima y, de alguna manera, ingeniárselas para ocultarle su existencia a su…? ¿Era Gina su siguiente amante? ¿O acaso era una más en la cola de sus amantes? ¿Y dónde estaba el resto de ellas? ¿Dónde estaba Jemima? Oh, Meredith había «sabido» desde el principio que Gordon Jossie no era trigo limpio.