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La superintendente Ardery, la informó, sabía más o menos del viaje no autorizado de Barbara a New Hampshire, así que tenía que hacer que fuera rápido y traer algún resultado de vuelta.

– ¿Qué significa esto exactamente? -le preguntó Barbara. Era el «más o menos» por lo que le estaba preguntando.

– Imagino que quiere decir que ahora estará muy ocupada y que ya se ocupará de ti más tarde.

– Ah. Esto es muy tranquilizador -ironizó Barbara.

– Hillier y la dirección de Asuntos Públicos la están presionando mucho -le dijo-. Tiene que ver con Matsumoto. Ardery llegó con dos retratos robot, pero me temo que no sirvieron de mucho, y la manera en que los consiguió era poco menos que cuestionable, así que Hillier le soltó un buen rapapolvo. Le han dado dos días para cerrar el caso. Si no lo consigue, está acabada. Existe la posibilidad de que ya esté acabada, de todos modos.

– Dios. ¿Y se lo contó al equipo? Eso sí que inspira maldita confianza en los soldados rasos, ¿verdad?

Hubo una pausa.

– No. De hecho, el equipo no lo sabe. Me enteré anoche.

– ¿Se lo contó Hillier? Cristo. ¿Por qué? ¿Quiere que usted regrese y que lidere el equipo?

Otra pausa.

– No. Me lo contó Isabelle. -Lynley pasó por el tema rápidamente, diciendo algo acerca de John Stewart y la confrontación, pero lo que entendió Barbara sirvió para bloquear su conciencia de cualquier otra cosa. «Me lo contó Isabelle.» ¿Isabelle? ¿Isabelle?

– ¿Cuándo? -preguntó finalmente.

– En la reunión de ayer por la tarde -contestó-. Me temo que fue una de las cosas típicas de John…

– No me refiero a su cara a cara con John -dijo Barbara-. Me refiero a cuándo se lo dijo a usted. ¿Por qué se lo dijo?

– Como ya te he dicho fue ayer por la tarde.

– ¿Dónde?

– Barbara, ¿qué tiene que ver esto con todo lo demás? Y, por cierto, te lo estoy contando en confianza. No debería. Espero que sepas guardártelo.

Sintió un escalofrío. No estaba especialmente decidida a pensar en qué había querido decir con aquello.

– Entonces, ¿por qué me lo está contando, señor? -dijo educadamente.

– Para que te hagas una imagen clara. Para que entiendas la necesidad…, la necesidad de…, bien, supongo que la mejor manera de enfocarlo es… para enlazar la información y traerla de vuelta lo antes posible.

Ante eso, Barbara se quedó estupefacta. No tenía palabras para responderle. Escuchar a Lynley atrancarse de esa manera… Lynley, de todos ellos… Lynley, que supo lo que sabía de la noche anterior con Isabelle… Barbara no quería aventurarse un ápice más en lo que subyacía bajo sus palabras, su tono y su torpe lenguaje. Tampoco quería pensar en por qué ella no quería aventurarse en ese tema.

– Bien. Estupendo -dijo en tono enérgico-. ¿Puede hacerme llegar esos retratos robot? ¿Puede decirle a Dee Harriman que me los envíe por fax? Espero que en el hotel haya un fax y que le diga a Dee que llame preguntando por el número. Forest Heath Hotel. Seguramente también tendrán un ordenador, si prefiere enviarme un correo electrónico. ¿Cree que existe la posibilidad de que alguno de los retratos robot sea el de una mujer? ¿Un hombre disfrazado?

Lynley parecía aliviado por ese cambio de conversación.

Igualó su entusiasmo.

– La verdad sea dicha, creo que cualquier cosa es posible. Estamos confiando en descripciones suministradas por un hombre que ha dibujado ángeles de dos metros de alto en su dormitorio.

– Maldita sea -murmuró Barbara.

– Pues sí.

Ella le puso al día sobre Gordon Jossie, sus cayados, y si había coincidencia con el tipo de cayado utilizado por el asesino, su reacción ante la foto de Gina Dickens y la llamada que había recibido de la misma mujer. Le dijo que se estaba dirigiendo a Burley para mantener otra conversación con Rob Hastings. Cayados y herrería estarían entre los temas que tratarían. Le preguntó a Lynley si quería que le dijera algo.

Frazer Chaplin, le dijo él, un serio intento de romper su coartada.

¿No era como escupir al viento?, le preguntó.

En caso de duda, había que volver al principio, le contestó Lynley. Dijo algo acerca de terminar algo en el comienzo de un viaje y de conocer el lugar por primera vez. Barbara consideró que se trataba de alguna frase sin demasiado sentido, algo que le había venido a la cabeza.

– Sí. Bien. Estupendo. Lo que sea -dijo, y colgó para volver a sus asuntos. Volver a sus asuntos era el mejor bálsamo para superar lo alterada que se sentía tras hablar con Lynley, porque algo pasaba con él.

Encontró a Rob Hastings en su casa. Estaba haciendo una especie de limpieza a fondo del Land Rover, porque parecía que lo había despojado de todo menos del motor, los neumáticos, el volante y los asientos. Lo que había estado dentro ahora yacía en el suelo, alrededor del vehículo, y él estaba clasificándolo. El Land Rover no estaba precisamente limpio como una patena. A la vista de aquel montón de accesorios, a Barbara le pareció que lo utilizaba como casa móvil.

– ¿Una limpieza primaveral de última hora? -le preguntó.

– Algo así.

Su weimaraner había venido trotando por uno de los lados de la casa al escuchar el Mini de Barbara. Rob le dijo al perro que se sentara, y éste lo hizo a la primera, a pesar de que jadeaba y estaba encantado de tener visita.

Barbara le preguntó a Hastings si le podría enseñar su equipo de herramientas y, lógicamente, él le preguntó por qué. Pensó en evitar la pregunta, pero decidió que la reacción de él ante la verdad sería más reveladora. Le dijo que el arma utilizada contra su hermana probablemente estaba fabricada por un herrero, aunque no le dijo qué tipo de arma era. Al escuchar esto Rob se quedó inmóvil. Clavó su mirada en la policía.

– ¿Cree que maté a mi propia hermana? -dijo.

– Estamos buscando a alguien que tenga acceso a un equipo para herrero o herramientas hechas por un herrero -le contó Barbara-. Todo aquel que conociera a Jemima va a ser examinado. No puedo pensar que quiera que sea de otro modo.

Hastings bajó la mirada. Admitió que no quería que se hiciera de otro modo.

Ella, no obstante, pudo ver, cuando le mostró el equipo, que no lo habían utilizado desde hacía años. Sabía poco sobre el funcionamiento de una herrería, pero todas sus pertenencias estaban relacionadas con su época de formación y de trabajo como herrero, lo que sugería que ni él ni nadie habían utilizado las instalaciones desde hacía años. Todo estaba metido y amontonado en un lugar donde no había más espacio. Una sólida mesa de trabajo albergaba el equipo: pinzas, picos, cinceles, horcas y perforadoras. Había barras de hierro forjado en desuso al lado de un cajón, y vio dos yunques también volcados frente a la mesa de trabajo, varios barriles viejos, tres tornos y lo que parecía un afilador. Algo resultaba revelador: no había forja. Incluso si no hubiera sido así, el polvo que permanecía encima de todo aquello explicaba claramente que nadie había tocado nada durante años. Barbara se dio cuenta a la primera, pero, aun así, se tomó su tiempo para examinar todo lo demás. Finalmente asintió con la cabeza y le dio las gracias al agister.

– Lo siento. Tenía que hacerlo -dijo.

– ¿Qué es lo que usaron para matarla? -Hastings sonaba aturdido.

– Lo siento, señor Hastings, pero no puedo… -contestó Barbara.

– Era una herramienta para techar, ¿verdad? -dijo él-. Tiene que serlo. Era una herramienta para techar.

– ¿Porqué?

– Por él. -Hastings miró hacia la amplia entrada por la que se accedía al viejo edificio en el que guardaba su equipo. Su rostro se endureció.