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– Señor Hastings -empezó Barbara-. Gordon Jossie no es el único techador con el que hemos hablado durante la investigación. Él tiene su propio equipo, de hecho. No hay duda. Pero también lo tiene un tipo llamado Ringo Heath.

Hastings reflexionó acerca de eso.

– Heath le enseñó a Jossie.

– Sí, hemos hablado con él. Mi idea es que cada conexión que hagamos tiene que ser localizada y descartada de la lista. Jossie no es el único…

– ¿Qué hay de Whiting? -preguntó-. ¿Tiene alguna conexión?

– ¿Entre él y Jossie? Sabemos que hay algo, pero eso es todo por ahora. Estamos trabajando en ello.

– Más les vale. Whiting ha ido más de una vez hasta la propiedad de Jossie para tener un cara a cara con ese hombre.

Le dio a Barbara algunos datos sobre la vieja amiga y compañera del colegio de Jemima, Meredith Powell, y también que había sido ella quien le había contado lo de las excursiones de Whiting para ver a Jossie. Esa información se la había proporcionado, a su vez, Gina Dickens, le dijo.

– Y Jossie estaba en Londres el día en el que murió Jemima. ¿No es ésa la conexión que ha hecho? Gina Dickens encontró los billetes de tren. Tenía el recibo del hotel.

Barbara sintió que sus ojos se agrandaban y que su respiración se tornaba sonora.

– ¿Desde cuándo sabe esto? Usted tenía mi tarjeta. ¿Por qué no me llamó a Londres, señor Hastings? ¿O al detective Nkata? También tenía su tarjeta. Cualquiera de los dos…

– Porque Whiting me dijo que ya se encargaba él de hacerlo. Le contó a Meredith que había enviado toda esta información a Londres. A New Scotland Yard.

* * *

Un policía corrupto. No estaba sorprendida. Barbara había sabido desde el principio que algo no iba bien con Zachary Whiting, desde el momento en el que echó un vistazo a aquellas cartas falsificadas que elogiaban la labor de Gordon Jossie como estudiante en la Escuela Técnica de Winchester II. Él se había equivocado con su observación acerca de su aprendizaje, y ahora ella y el comisario jefe iban a mantener una pequeña charla al respecto.

Alabado sea Dios, pensó mientras miraba excitada el mapa de New Forest. Sólo tenía que volver a seguir la ruta desde Honey Lane hasta el pueblo de Burley, otra vez. Desde ahí la ruta era recta hasta Lyndhurst. Posiblemente, reflexionó, la maldita única ruta recta en todo Hampshire.

Se puso en marcha. Su cabeza no dejaba de darle vueltas. Gordon Jossie en Londres el día de la muerte de Jemima. Zachary Whiting llamándole. Ringo Heath teniendo herramientas para techar. Gina Dickens dándole información al comisario jefe. Y ahora, Meredith Powell, a quien habrían rastreado antes si la maldita estúpida de Isabelle Ardery no les hubiera ordenado que regresaran precipitadamente a Londres. Isabelle Ardery. «Isabelle me lo contó.» Pensó otra vez en Lynley -la última cosa que quería hacer-, y se forzó a pensar de nuevo en Whiting.

Un disfraz. Eso fue todo. Había estado pensando que la gorra de béisbol y las gafas de sol componían el disfraz. Era lo más obvio. Pero ¿qué había de lo otro? Ropa negra, pelo negro. Dios, Whiting era tan calvo como un recién nacido, pero ponerse una peluca hubiera sido sencillo, ¿verdad?

Su mente iba de un lado al otro y no prestó atención a la carretera. No se dio cuenta de que había una bifurcación que no había visto en el mapa, y viró a la izquierda cuando llegó el momento, a la altura del pub Queen's Head, al final del pueblo de Burley. Vio que se había equivocado a medida que el camino se estrechaba -debía de haber girado a la derecha-. Entró en el estacionamiento del pub para dar la vuelta. Cuando esperaba para incorporarse a la calzada entre los autobuses, su móvil sonó.

Excavó en el bolso y ladró:

– Havers.

– ¿Una copa esta noche, cariño? -le preguntó una voz masculina.

– Pero ¿qué demonios?

– ¿Una copa esta noche, cariño? -Sonó muy intenso.

– ¿Una copa? ¿Quién demonios…? Soy la detective Barbara Havers. ¿Quién es?

– Ya lo sé. ¿Una copa, cariño? -Hablaba como si apretara los dientes-. ¿Copa, copa, copa?

En ese momento se dio cuenta. Era Norman Comosellame, del Ministerio del Interior, su topo oficial, llegado hasta ella por cortesía de Dorothea Harriman y su amiga Stephanie Thompson-Smythe.

Le estaba diciendo las palabras clave para que se encontraran en el cajero del Barclays en la calle Victoria. Tenía algo para ella.

– Maldita sea -dijo ella-. Norman. Estoy en Hampshire. Dímelo por teléfono.

– No puedo, cariño -dijo despreocupadamente-. Estoy totalmente aplastado por el trabajo ahora mismo. Pero una copa esta noche entra en mis planes. ¿Qué tal en nuestro tugurio habitual? ¿Te lo puedo contar con un gin tonic? ¿En el sitio de siempre?

Ella pensó frenéticamente.

– Norman, escucha. Puedo hacer que alguien vaya hasta allí dentro… ¿qué tal una hora? Será un tío. Dirá «gin tonic», ¿vale? Así sabrás quién es. Dentro de una hora, Norman. En el cajero de la calle Victoria. Gin tonic, Norman. Alguien estará allí.

En el Reino Unido, la detención a voluntad del monarca reinante (un eufemismo para referirse a la cadena perpetua) es la única fórmula legal para sentenciar a alguien condenado por asesinato. Así es la ley para los asesinos de más de veintiún años. Sin embargo, en el caso de John Dresser los homicidas eran niños. Esto, junto con el carácter sensacionalista del crimen, pudo haber influido en la deliberación de la sentencia al juez Anthony Cameron, pero no lo hizo.

El ambiente que rodeó el juicio fue hostil, con un trasfondo de histeria que se apreciaba con frecuencia en las reacciones de los que aguardaban en el exterior de la Corte de Justicia. Teniendo en cuenta que en la sala del tribunal había tensión, pero no había ninguna señal evidente de la agresión hacia los tres chicos, fuera de la corte las cosas se desarrollaron de otro modo. Las primeras muestras de violencia hacia los tres acusados -advertidos por primera vez en forma de motines frente a sus casas, y después en los repetidos intentos de ataque a las furgonetas blindadas en las que viajaban a diario hasta el juicio- se convirtieron después en manifestaciones organizadas y culminaron en lo que se llamó la Marcha Silenciosa por la Justicia, una impresionante concentración de más de 20.000 personas que caminaron desde Barriers hasta la obra de Dawkins, donde se pronunció una oración a la luz de las velas y donde se pudo escuchar un elogioso homenaje de Alan Dresser dedicado a su hijo. «La muerte de John no puede quedar sin castigo», fueron las últimas palabras del discurso de Alan Dresser, y se convirtieron en la consigna del sentimiento popular.

Uno solamente puede imaginar cómo luchó el juez Cameron contra sí mismo en relación con la recomendación que debía hacer. No por nada había sido conocido durante mucho tiempo como «Tony, el Máximo», dada su propensión a confirmar la pena más elevada en la conclusión de los juicios de su tribunal. Pero nunca había tenido que enfrentarse a delincuentes de diez y once años, y no podía dejar pasar por alto, de ninguna manera, que los autores de ese horrible acto eran sólo niños. Su informe, sin embargo, exigía que considerara únicamente lo que sería conveniente como un castigo justo y disuasorio. Su recomendación fue una pena privativa de libertad de ocho años, un castigo que, a los ojos del público y de la prensa sensacionalista, se consideró algo parecido a salir impune. Por ello se realizaron una serie de maniobras legales desconocidas hasta el momento. En el plazo de una semana, el presidente del Tribunal Supremo revisó el caso y aumentó la condena a diez años, pero en los seis meses posteriores los Dresser lograron recoger 500.000 firmas que pedían que los asesinos fueran encarcelados de por vida.

La historia se negaba a morir. Los tabloides se habían apoderado de los padres de John Dresser, y del mismo John, e hicieron de su muerte una causa célebre. Una vez que se hubo dictado sentencia, las identidades y las fotografías de los asesinos fueron reveladas al público, como también otros detalles importantes del asesinato. El carácter monstruoso de su asesinato se convirtió en el punto de partida para aquellos que consideraban el castigo la única respuesta apropiada a ese crimen. Por ello, el ministro de Interior se vio involucrado, e incrementó la condena de nuevo hasta unos increíbles veinte años, con el objetivo «de asegurar a la ciudadanía que puede depositar su confianza en el sistema judicial, sin importar la edad de los autores». La sentencia se mantuvo hasta que se presentó ante el Tribunal Europeo en Luxemburgo, donde los abogados de los menores argumentaron con éxito que sus derechos estaban siendo violados por el hecho de que un político -forzado por la opinión pública- había establecido las condiciones de su encarcelamiento.