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Cuando el periodo de prisión de los menores se redujo de nuevo a diez años, los tabloides volvieron a la carga. Aquellos que detestaban la idea de una Europa unificada, vista como la raíz de todos los males del país, utilizaron la decisión de Luxemburgo como un ejemplo de intrusión externa en los asuntos internos de la sociedad británica. ¿Qué vendría después?, reflexionaron. ¿Luxemburgo forzando la entrada del euro? ¿Qué pasaría si decidieran que la monarquía debía ser abolida? Aquellos que apoyaban la unificación tuvieron la prudencia de permanecer en silencio. Cualquier acuerdo en relación con la decisión de Luxemburgo los colocaba en una posición difícil, que implicaba que, de algún modo, una condena de diez años era la pena adecuada por la muerte y tortura de un niño inocente.

Nadie envidiaba a los dirigentes, electos o no, que tuvieron que decidir el destino de Michael Spargo, Reggie Arnold e Ian Barker. El carácter del crimen siempre había sugerido que los tres chicos estaban profundamente perturbados, y eran víctimas de la sociedad que los rodeaba. No cabía duda de que sus entornos familiares eran desgraciados, pero tampoco existía ninguna duda de que otros chavales crecen en circunstancias tan desdichadas o peores y no matan a otros niños por ello.

Tal vez la verdad es que los chicos no hubieran cometido un crimen tan violento de haber actuado solos. Quizá se trató de un conjunto de circunstancias que ese día les llevaron al secuestro y asesinato de John Dresser.

Como sociedad progresista, sin duda tenemos que admitir que algo, en algún nivel, iba mal en relación con Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold, como también como sociedad progresista, seguramente le debíamos a esos tres niños algún tipo de ayuda en forma de actuación directa mucho antes de que se produjera el crimen, o como mínimo haberles ofrecido asistencia psicológica después de ser alejados de sus hogares para el juicio. ¿No podría decirse que al no proporcionar a los tres chicos la asistencia necesaria fallamos como sociedad del mismo modo en el que fallamos al proteger al pequeño John Dresser?

Es sencillo declarar la maldad de los chicos, pero incluso cuando lo hacemos, debemos tener en cuenta que en el momento en el que cometieron el crimen eran niños. Y debemos preguntarnos qué sentido tiene exhibir a los menores a la luz pública en un juicio penal, en lugar de proporcionarles la ayuda que necesitan.

Capítulo 31

– No estoy enamorada de ti. Sólo es algo que ha pasado -dijo ella.

– Por supuesto. Lo entiendo perfectamente -respondió él.

– Nadie puede saberlo.

– Creo que eso es lo más obvio.

– ¿Por qué? ¿Hay otras?

– ¿Qué?

– Cosas obvias. Además de que soy una mujer, y tú un hombre, y que estas cosas a veces suceden.

Por supuesto que hubo otras cosas, pensó él. Dejando a un lado un sensual instinto animal, había que tener en cuenta su motivación y la de ella. Y también el ahora qué, qué es lo próximo y el qué hacemos cuando se mueve el suelo bajo nuestros pies.

– Remordimientos, supongo -le dijo Lynley.

– ¿Te arrepientes? Porque yo no. Como te he dicho, estas cosas pasan. No serás la primera persona a la que le suceden. No me lo creo.

No pensaba exactamente lo mismo que ella, pero no estaba en desacuerdo. En la cama, se dio la vuelta, se sentó en el borde, y pensó sobre su pregunta. La respuesta fue un sí y un no, pero no dijo palabra. Él sintió su mano en la espalda. Estaba fría, y su voz cambió cuando pronunció su nombre. Ya no era cortante y profesional, su voz era… ¿maternal? Dios, no. Ella no era en absoluto una mujer del tipo maternal.

– Thomas, si queremos ser amantes… -dijo Isabelle.

– Ahora no puedo -le respondió. No es que no pudiera imaginarse como el amante de Isabelle Ardery, algo que podía concebir sin problema, pero le daba miedo por todo lo que implicaba-. Debería irme.

– Hablamos luego -respondió ella.

Él llegó a casa muy tarde. Durmió poco. Por la mañana habló por el móvil con Barbara Havers, una conversación que hubiera preferido evitar. Tan pronto como pudo, se puso a trabajar en lo de Frazer Chaplin y su coartada.

Dragonfly Tonics tenía sus oficinas en unas caballerizas tras la capilla de Brompton y la iglesia de la Santísima Trinidad. Estaban frente al cementerio, a pesar de que había un muro, un seto y un camino que los separaba. Al otro lado del callejón de la fundación, vio que había aparcadas dos Vespas. Una naranja brillante y otra fucsia, ambas con distintivos de DragonFly Tonics, muy parecidos a los que había visto en la moto de Frazer Chaplin frente al hotel Duke.

Lynley aparcó el Healey Elliott justo enfrente del edificio. Se detuvo un instante para observar la variedad de productos dispuestos en la ventana principal. Consistían en botellas de sustancias con nombres como «Despierta Melocotón», «Limón Desintoxicante» y «Espabila Naranja». Los examinó y pensó irónicamente en la que hubiera elegido si la hubieran fabricado: «Dame algo con sentido sabor a fresa», se le ocurrió. Pensó en «Contrólate de Pomelo». No le hubieran ido mal ésos.

Entró en el edificio. La oficina estaba bastante desaprovechada. Al margen de algunas cajas de cartón con los logotipos de DragonFly Tonics impresos a un lado, sólo había una mesa de recepción con una mujer de mediana edad tras ella. Vestía un traje masculino de lino. Al menos parecía de hombre por cómo le sentaba la chaqueta. La talla le hubiera quedado bien a Churchill.

La mujer estaba metiendo folletos en sobres, y continuó con ello.

– ¿Puedo ayudarle? -le preguntó, y sonó sorprendida. Parecía como si nadie que viniera de la calle la hubiera interrumpido nunca.

Lynley le preguntó acerca de su sistema de publicidad. Ella le dijo que si quería poner en el Healey Elliott -que se veía desde la ventana que daba a la recepción- los distintivos de DragonFly Tonics. Él se estremeció al pensar en semejante profanación. Quería espetarle indignado: «¿Está usted loca, señora?», pero en lugar de eso se mostró interesado. La mujer sacó del escritorio un sobre nuevo, del que se deslizó lo que parecía ser un contrato. Habló de las tarifas que se pagaban por el tamaño y el número de distintivos solicitados, así como del kilometraje habitual que se estima en un conductor. Obviamente, señaló, los taxis recibían más dinero, seguidos muy de cerca por los mensajeros en moto. «¿Qué tipo de conductor es?», le preguntó a Lynley.

Esto le llevó a corregir la suposición de la recepcionista. Le enseñó su identificación y le preguntó acerca de los registros que guardaba de la gente que tenía vehículos de uno u otro tipo «decorados» -usó esta palabra siendo benevolente- con los distintivos de DragonFly Tonics. Ella le dijo que, por supuesto, existían registros, porque sino de qué modo iba a ser remunerada la gente que iba de un lado a otro de Londres, así como de otros lugares, con la publicidad pegada en sus vehículos.

Lynley esperaba descubrir que después de todo no hubiera ningún contrato de publicidad con Frazer Chaplin. A partir ahí, había decidido, se podría suponer que la Vespa que Frazer le enseñó a Lynley ante el hotel Duke no era la suya, después de todo, y que la mentira había surgido en un momento de inspiración. Le dio el nombre de Frazer a la recepcionista, y le preguntó si podría sacar el contrato.