Desafortunadamente, ella hizo precisamente eso, y todo encajaba con lo que Frazer había declarado. La Vespa era suya. De color verde lima. Por eso se habían usado los distintivos. Eran, de hecho, utilizados profesionalmente en Shepherd's Bush desde que DragonFly Tonics empezó a trabajar a regañadientes con ellos. Fueron colocados a conciencia, para que no se pudieran eliminar fácilmente, y cuando los quitaran una vez finalizado el contrato, el vehículo se repintaría.
Lynley suspiró. A menos que Frazer hubiera utilizado un vehículo diferente para llegar a Stoke Newington, debían revisar de nuevo todas las filmaciones de los circuitos cerrados de televisión con la esperanza de que alguna cámara hubiera grabado su Vespa en las proximidades del cementerio. También debían volver al duro puerta a puerta -ordenado por Isabelle- y a la esperanza de que alguien hubiera visto la moto.
O cabía la posibilidad de que hubiera sido Frazer y que hubiera empleado el ciclomotor o la moto de otro para llegar allí, dado que para hacer lo que se tenía que hacer en noventa minutos y llegar después al hotel Duke a tiempo, tuvo que ir hasta el norte de Londres con este medio. Simplemente no había otra manera de hacerlo con aquel tráfico.
Lynley estaba considerando todo esto cuando sus ojos se abrieron como platos al ver la fecha del contrato: una semana antes de la muerte de Jemima. Se centró en las fechas en general, lo que hizo que se diera cuenta de que había un detalle que había pasado por alto. Había ciertamente otra manera en la que el asesinato de Jemima Hastings se hubiera llevado a cabo, pensó.
Estaba entrando en su coche cuando Havers le llamó. «Lynley», comenzó y tras eso la sargento empezó a balbucear -no había otra palabra para describirlo- acerca de Victoria Street, un cajero automático, el ministerio del Interior, y de tomar un gin tonic.
Al principio pensó qué eso era lo que ella había hecho -tomar un gin tonic o dos o tres-, pero luego, en medio de su frenético monólogo, entendió la palabra «topo» y ahí finalmente fue capaz de descifrar que estaba pidiéndole que se reuniese con alguien en un cajero de Victoria Street, aunque todavía no estaba seguro de por qué debía hacerlo.
Cuando ella tomó aire, él preguntó:
– Havers, ¿a qué viene esto?
– Él estaba en Londres. El día en que murió. Jossie. Y Whiting lo ha sabido todo el tiempo.
Aquello llamó su atención.
– ¿Quién te ha dado esta información?
– Hastings. El hermano.
Y entonces ella empezó a dar la lata sobre Gina Dickens y alguien llamada Meredith Powell, así como con billetes, recibos, la costumbre de Gordon Jossie de llevar gafas oscuras y una gorra de béisbol, y que ¿no era exactamente como Yukio Matsumoto había descrito al hombre que vio en el cementerio?, y por favor, «por favor, vaya a la calle Victoria hasta ese cajero, porque todo lo que Norman Comosellame sabe no lo está largando por teléfono», y necesitaban saber qué era. Ella iba a sorprender a Whiting en su guarida, o cualquiera que fuera el término apropiado, pero antes de que pudiera hacerlo necesitaba saber qué tenía que decir Norman, así que volvían a lo de Norman y, de todos modos, Lynley tenía que ir a Victoria Street, y por, cierto, ¿por dónde andaba él?
Barbara tomó nuevo aliento, lo que le dio la oportunidad a Lynley de decirle que se encontraba en los jardines de las caballerizas de Ennismore, tras la capilla de Brompton y la iglesia de la Santísima Trinidad. Estaba trabajando en la conexión de Frazer Chaplin, y consideraba que…
– A la mierda con Frazer Chaplin -respondió ella-. Esto está candente, es Whiting, y éste es el camino. Por el amor de Dios, inspector, necesito que haga esto.
– ¿Qué pasa con Winston? ¿Dónde está?
– Tiene que ser usted. Winnie está con las filmaciones de los circuitos cerrados de televisión, ¿verdad? ¿Las filmaciones de Stoke Newington? Y de todos modos, si Norman Comosellame…, Dios, por qué no puedo recordar su maldito nombre… Es un tío de escuela privada. Lleva una camisa de color rosa. Tiene esa voz. Pronuncia cada frase tan profundamente desde lo más hondo de su garganta que prácticamente necesitas realizar una amigdalectomía sólo para excavar en sus palabras. Si Winnie aparece en el cajero y comienza a hablar con él… Winnie, de entre todos… Winnie… Señor, piense en ello.
– Muy bien -dijo Lynley-. Havers, muy bien.
– Gracias, gracias -respondió-. Esto es todo un enredo, pero creo que vamos por buen camino.
Él no estaba tan seguro. Cada vez que lo pensaba todo parecía complicarse más. Tenía tiempo para llegar a Victoria Street trazando una ruta que le llevó finalmente a Belgrave Square. Aparcó en el estacionamiento subterráneo de la Met y caminó de vuelta a Victoria, donde se topó con el cajero de Barclay's más cercano a Broadway, al lado de la papelería Ryman.
La pinta del topo de Havers era del tipo «por su vestimenta le conoceréis». Su camisa no era rosa. Era fucsia brillante, y la corbata era de patitos. Se dio cuenta de que su vida no estaba hecha para la intriga desde que empezó a caminar por la acera e hizo una pausa para mirar por la ventana de Ryman como si estudiara qué tipo de archivador pensaba comprar.
Lynley se sintió sumamente estúpido pero se acercó al hombre.
– ¿Norman? -le dijo. Cuando el otro se sorprendió, le dijo afablemente-. Barbara Havers cree que puede interesarle un gin tonic.
Norman miró a izquierda y derecha.
– Dios, por un momento pensé que era uno de ellos -exclamó.
– ¿Uno de quiénes?
– Oiga, no podemos hablar aquí. -Miró su reloj, uno de esos con múltiples esferas que se usan para bucear y, más de uno pensaría, para ir también a la luna-. Haga ver que me pregunta la hora, por favor -siguió-. Apague el suyo o lo que sea… Por Dios, ¿lleva un reloj de bolsillo? No había visto uno de esos desde…
– Reliquia familiar.
Lynley miró el reloj de Norman, que se lo puso frente a la cara. Lynley no estaba seguro acerca de cuál de las esferas debía mirar, pero cooperó y asintió con la cabeza.
– No podemos hablar aquí -dijo Norman cuando hubieron hecho toda la pantomima.
– ¿Por qué…?
– El circuito cerrado de televisión -murmuró Norman-. Tenemos que ir a otro lugar. Ellos nos pillarán en la filmación, y si lo hacen, estoy muerto.
Todo parecía tremendamente dramático hasta que Lynley se dio cuenta de que Norman hablaba de su trabajo y no de su vida.
– Creo que eso va a ser un pequeño problema, ¿no cree? Hay cámaras por todas partes.
– Mire, diríjase hasta el cajero automático. Saque algo de dinero. Voy a entrar en Ryman para comprar algo. Haga lo mismo.
– Norman, Ryman probablemente también tendrá una cámara.
– Demonios, simplemente hágalo -dijo.
Lynley se dio cuenta que el hombre estaba realmente asustado y que no jugaba a los espías. Así que sacó su tarjeta bancaria y se dirigió al cajero automático sin rechistar.
Retiró algo de dinero, se metió en Ryman y encontró a Norman mirando el expositor de almohadillas adhesivas. No se reunió con él allí, presuponiendo que la proximidad podría inquietar al hombre. En su lugar, se dirigió hasta las tarjetas de felicitación y las examinó; cogió primero una, después otra y otra y otra, aparentando encontrar algo apropiado. Cuando vio que Norman estaba a punto de llegar a la caja registradora, eligió una tarjeta al azar e hizo lo mismo.
Fue allí donde mantuvieron su brevísimo cara a cara, que se produjo de un modo que Norman parecía querer que fuera de lo más casual, si es que eso era posible, dado que estaba hablando por un lado de la boca.