– Hay un buen barullo por allí -dijo.
– ¿En el ministerio del Interior? ¿Qué está pasando?
– Definitivamente tiene algo que ver con Hampshire -afirmó-. Es algo grande, algo serio, y se están moviendo endiabladamente rápido para lidiar con ello antes de que se haga público.
Isabelle Ardery había pasado muchos años colocando los detalles de su vida en compartimentos separados. Por lo tanto, no tuvo ningún problema en hacer precisamente eso el día que Thomas Lynley la llamó. Estaba el inspector Lynley en su equipo, y estaba el Thomas Lynley de su cama. No tenía intención de confundirlos. Además, no era tan estúpida como para creer que su encuentro fue algo más que sexo, mutuamente satisfactorio y potencialmente «repetible». Más allá de eso, su dilema durante aquel día en la Met no le permitió tener ni un instante para recordar nada, especialmente acerca de la noche anterior con Lynley. Era «el primero de los dos últimos días» que el subcomisionado Hillier le había dado. Si tenía que salir de New Scotland Yard, entonces tenía la intención de hacerlo con el caso atado y bien atado.
Eso era lo que estaba pensando cuando apareció Lynley en su oficina. Sintió un molesto vuelco en el corazón cuando lo vio.
– ¿Qué tienes, Thomas? -dijo bruscamente, y se levantó de su escritorio, pasó junto a él, y se tambaleó al entrar al pasillo-. ¿Dorothea? ¿Qué tenemos del puerta a puerta en Stoke Newington? ¿Y dónde está Winston con todas esas filmaciones del circuito cerrado de televisión? No obtuvo respuesta y gritó:
– ¡Dorothea! ¿Dónde demonios…? -Y después soltó-: ¡Maldita sea!
Regresó a su mesa, donde repitió:
– ¿Qué tienes, Thomas? -Esta vez permaneció inmóvil.
Él empezó a cerrar la puerta.
– Déjala abierta, por favor.
Él se dio la vuelta.
– Esto no es personal.
Sin embargo, dejó la puerta como estaba. Ella sintió que se ruborizaba.
– Muy bien. Adelante. ¿Qué ha pasado?
Era una mezcla de información, que en última instancia venía a decir que Havers -quien parecía tener la puñetera inclinación de hacer lo que le diera la gana cuando se trataba de la investigación de un asesinato- había conseguido de alguien del Ministerio del Interior que se pusiera a escarbar sobre un policía de Hampshire. Él no había ido muy lejos -ese topo de Havers- cuando le llamaron al despacho de un funcionario superior cuya proximidad con el Ministerio del Interior era poco menos que inquietante. ¿Por qué estaba Zachary Whiting en los pensamientos de un funcionario del Ministerio del Interior como Norman?, le preguntaron.
– Norman hizo algunas filigranas para salvar su pellejo -dijo Lynley-. Pero se las ha arreglado para llegar a algo que puede ser útil.
– ¿Y eso qué es?
– Al parecer, Whiting ha dado protección a alguien muy importante del Ministerio del Interior.
– ¿Alguien de Hampshire?
– Alguien de Hampshire. Es una protección de alto nivel, del nivel más alto. El tipo de nivel que ahuyenta cualquier tontería cuando alguien se acerca remotamente. Norman me dio a entender que se trata de alguien de dentro de la oficina del secretario de Interior.
Isabelle se hundió en su silla. Señaló a otra con la mirada y Lynley se sentó.
– ¿Con qué crees que estamos lidiando, Thomas? -Consideró las opciones y dio con la más probable-. ¿Alguien se infiltró en una célula terrorista?
– ¿Con el informante ahora protegido? Es muy posible -dijo Lynley.
– Pero existen otras posibilidades, ¿no?
– No tantas como podrías pensar. No a este nivel. No con el ministro del Interior implicado. Hay terrorismo, como dices, con un infiltrado en la clandestinidad antes de que se produzca la redada. Hay protección para un testigo que testificará en un juicio, como en un caso contra el crimen organizado, un caso de asesinato sensible a las repercusiones…
– Un asunto como el de Stephen Lawrence. [33]
– Desde luego. También hay protección para los asesinos a sueldo.
– Una fatua.
– O la mafia rusa. O gánsteres albaneses. Pero sea lo que sea, es algo grande, algo importante.
– Y Whiting sabe exactamente qué es.
– Eso es. Porque sea quien sea a quien el Ministerio del Interior está protegiendo está bajo el amparo de Whiting.
– ¿En un piso franco?
– Tal vez. Pero también podría tener una nueva identidad.
Ella le miró. Él la miró. Ambos estaban en silencio, evaluando todas las posibilidades y comparándolas con lo que sabían los demás.
– Gordon Jossie -dijo finalmente Isabelle-. Proteger a Jossie es la única explicación del comportamiento de Whiting. ¿Esas cartas falsificadas de recomendación para el Winchester Technical College? Que Whiting supiera lo del aprendizaje de Jossie cuando Barbara le enseñó las cartas…
Lynley asintió.
– Havers está tras la pista de algo más, Isabelle. Está casi segura de que Jossie estaba en Londres cuando Jemima Hastings fue asesinada.
Le explicó más acerca de su conversación con Havers, sobre lo que ella le contó sobre su charla con Rob Hastings y su revelación acerca de los billetes de tren y de la factura del hotel, así como las garantías que Whiting había dado a una mujer llamada Meredith Powell de que esa información había sido enviada a Londres.
– ¿Se llama Meredith Powell? -preguntó-. ¿Por qué no hemos oído hablar de ella hasta ahora? Y, es más, ¿por qué está la sargento Havers informándote a ti y no a mí?
Lynley vaciló. Dejó de mirarla y se fijó en la ventana tras ella. Ella recordó que Thomas había ocupado esa oficina poco tiempo atrás y se preguntaba si deseaba regresar, ahora que ella estaba acabada. Sin duda, estaba en la senda de recuperarla, si ése era su deseo, y podía tener pocas dudas de que estaba más preparado para ello.
– Thomas, ¿por qué está Barbara informándote a ti y por qué no habíamos oído hablar de Meredith Powell antes? -dijo bruscamente.
Él volvió a mirarla. Sólo respondió a la segunda de sus preguntas, a pesar de que la respuesta a la primera iba implícita
– Querías que Havers y Nkata regresaran a Londres. -No lo dijo como una acusación. No era su estilo comentar el lío que había montado. Y claro, en ese momento, todo era tan obvio que no hizo falta hacerlo.
Ella giró su silla hacia la ventana.
– Dios -murmuró-. Me he equivocado desde el principio.
– No diría tanto…
– Por favor… -Se volvió hacia él-. No intentes arreglarlo, Thomas.
– No es eso. Es una cuestión de…
– ¿Jefa? -Philip Hale estaba de pie en la puerta. Tenía una hoja de papel en la mano.
– Han encontrado a Matt Jones. Ese Matt Jones.
– ¿Estamos seguros?
– Las piezas empiezan a encajar.
– ¿Y?
– Un mercenario. Un soldado. Lo que sea. Trabaja para una organización llamada Hangtower, principalmente en Oriente Próximo.
– ¿Alguien nos puede decir qué tipo de trabajo hace?
– Simplemente sabemos que es alto secreto.
– ¿Eso nos permite interpretar que se trata de asesinatos?
– Probablemente.
– Gracias, Philip -dijo Isabelle.
El hombre asintió con la cabeza y los dejó, no sin antes echar una mirada a Lynley que no necesitaba explicación. Hale dejaba claro qué pensaba acerca del desarrollo de la investigación por parte de su superintendente. Si ella le hubiera dejado donde debía hubieran tenido esa información acerca de Matt Jones o de cualquiera desde hacía tiempo. En su lugar le obligó a quedarse en el hospital Saint Thomas. Había sido una medida punitiva, pensó en ese momento, que dejó de manifiesto la peor clase de liderazgo.
– Ya estoy oyendo a Hillier -dijo ella.
– No te preocupes por Hillier, Isabelle -contestó Lynley-. Nada de lo que sabemos hasta ahora…