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– ¿Por qué? ¿Ahora funcionas bajo los preceptos de la escuela de pensamiento de «lo que está hecho, hecho está»? ¿O quizás es que las cosas se van a poner peor en este caso?

Le miró a la cara y leyó en su rostro que se trataba de algo que todavía no le había dicho. Esbozó media sonrisa con la boca, una suerte de expresión de cariño que a Isabelle no le gustaba demasiado.

– ¿Qué? -dijo ella.

– Anoche… -empezó.

– No vamos a hablar de eso -dijo abruptamente.

– Anoche -repitió de igual modo-, estuvimos trabajando en ello, y todo se reduce a Frazer Chaplin, Isabelle. Nada de lo que hemos sabido hoy cambia eso. De hecho, lo que ha descubierto Barbara confirma que estamos yendo por buen camino. -Y cuando ella estaba a punto de preguntar, siguió-: Escúchame. Si la acusación que tenemos contra Whiting es proteger a Gordon Jossie por la razón que sea, entonces sabemos dos cosas que no nos permitían avanzar anoche.

Ella pensó en lo que acababa de decir y vio hacia dónde iba.

– El tesoro romano -dijo ella-. Si es que hay uno.

– Supongamos que existe. Nos preguntábamos por qué Jossie no comunicó inmediatamente lo que encontró, como pretendía hacer, y ahora lo sabemos. Considera esta posibilidad: si él desentierra el tesoro romano o incluso una parte de él y llama a las autoridades, lo siguiente en aparecer es una manada de periodistas que querrían hablar con él acerca de los porqués y los cómo de lo que ha encontrado. Este tipo de cosas no las puedes esconder bajo una alfombra. No, si se trata de un tesoro parecido al de Mildenhall o el de Hoxne. En un plazo muy corto, la Policía acordonaría la zona, llegarían los arqueólogos, se presentarían los expertos del Museo Británico. Me atrevería a decir que la BBC también aparecería, y entonces ya lo tendrías en las noticias de la mañana. Se supone que está escondido, y la metedura de pata lo haría salir irremediablemente a la luz. Isabelle, es la última cosa que querría.

– Pero Jemima Hastings no sabía nada de eso, ¿verdad? -afirmó pensativa-. Porque desconocía que él estaba bajo protección.

– Exacto. Él no se lo dijo. No vio por qué o no quiso decírselo.

– Quizás ella estaba con él cuando descubrió el tesoro -dijo Isabelle.

– O tal vez llevó algo a su casa que no sabía qué era. Lo limpió. Se lo enseñó a ella. Regresaron al lugar donde lo encontró y…

– Y encontraron más -concluyó Lynley.

– Pensemos que Jemima sabe que debe comunicarlo. O al menos supone que deben hacer algo más que excavar, limpiarlo, y ponerlo en la repisa de la chimenea.

– Y no podían gastarlo, ¿verdad? -dijo Isabelle-. Ellos querían hacer algo con ello. Así que ella tuvo que averiguar (alguien debía hacerlo) qué hace uno con semejante hallazgo.

– Esto -señaló Lynley- pone a Jossie en la peor de las situaciones. No puede permitir que su descubrimiento sea de dominio público, por lo que…

– La mata, Thomas. -Isabelle se sintió aliviada-. Sé razonable. Él es el único con un móvil.

Lynley negó con la cabeza.

– Isabelle, él es prácticamente el único que no lo tiene. La última cosa que quiere es que toda la atención se centre en él, y va a ser así si la mata, porque vive con él. Si está escondido, va a continuar así como sea, ¿cierto? Si Jemima se empecina en encargarse como debe del tesoro, ¿por qué no iba a hacerlo, dado que su venta en el mercado les proporcionaría una fortuna? Entonces, la única manera para detener esto y mantenerse fuera del ojo público no es matarla a ella.

– ¡Dios mío! -murmuró Isabelle.

Él clavó la mirada en ella.

– Es porque le dijo la verdad. Y por eso ella le dejó. Thomas, ella sabía quién era. Tenía que decírselo.

– Por eso fue a buscarla a Londres.

– Estaba preocupado por si se lo contaba a alguien…

Isabelle ató cabos.

– ¿Qué fue lo que hizo? Se lo contó a Frazer Chaplin. Al principio no, por supuesto. Pero sí una vez vio esas tarjetas con su fotografía en la Portrait Gallery con el número del móvil de Gordon Jossie. Pero ¿por qué? ¿Por qué contárselo a Frazer? ¿Tenía miedo de Jossie por alguna razón?

– Si ella le dejó, podemos suponer que, o bien no quería nada más con él, o bien estaba pensando qué hacer. Tiene miedo, se siente rechazada, preocupada, estupefacta, afectada, quiere el tesoro, su vida se ha desmoronado, sabe que si continúa viviendo con él su vida está en peligro… Pudieron ser innumerables cosas las que la llevaron a Londres. Podría ser una razón que se convirtió en otra.

– Primero huye y después conoce a Frazer.

– Se lían. Ella le cuenta la verdad. Ya ves, otra vez Frazer.

– ¿Por qué no Paolo di Fazio si fueron amantes y éste había visto las postales? O con Abbott Langer, ya que estamos, o…

– Ella acabó su relación con Paolo antes de lo de las postales, y Langer nunca las vio.

– O Jayson Druther, si no. Frazer tiene una buena coartada, Thomas.

– Entonces, vamos a desmontarla. Hagámoslo ahora.

* * *

Primero, le dijo Lynley, tenían que detenerse en Chelsea para pasar a ver a Deborah y a Simon Saint James. Les iba de camino, dijo él, y reconoció que los Saint James tenían algo que quizá les podía ser útil.

Una parada en la sala de interrogatorios permitió a Winston Nkata ofrecerles más información acerca de las cintas del circuito cerrado de televisión. No mostraban nada nuevo, como tampoco lo habían hecho antes. En concreto, no aparecía ninguna Vespa color lima que pudiera pertenecer a Frazer Chaplin y que tuviera vistosos anuncios de DragonFly Tonics. Sin sorpresas, pensó Isabelle. Descubrió, al igual que Lynley, que el detective Nkata había hablado por la mañana con la exasperante Barbara Havers.

– Según Barb, la punta del cayado del techador revela quién lo hizo -dijo él-. Pero dice que tachemos al hermano de la lista. Las herramientas de Robert Hastings servían, pero estaban sin usar. Por otro lado, Jossie tenía tres tipos de herramientas y una de ellas era como el arma que buscamos. Quiere saber si también encaja.

– Le he pedido a Dee que se las envíe. -Isabelle le comentó a Nkata que continuara con ello y siguió a Lynley hasta el aparcamiento.

En la casa de los Saint James encontraron a la pareja. Él les recibió en la puerta con la perrita de la familia ladrando frenéticamente alrededor de sus tobillos. Dejó pasar a Isabelle y a Lynley, y regañó a la perra, que, sin preocuparse, le ignoró y continuó ladrando

– ¡Dios mío, Simon! ¡Haz algo con ella! -gritó finalmente Deborah desde una habitación a la derecha de la escalera.

El comedor resultó ser un ceremonioso espacio de aquellos que uno encuentra en las viejas y chirriantes casas victorianas. Estaba decorado como tal, al menos en lo que a muebles se refería. Por suerte, no había demasiada ornamentación y tampoco estaba empapelado al estilo del floreado William Morris, aunque la mesa del comedor era de las pesadas y oscuras y el aparador albergaba un montón de cerámica inglesa.

Cuando se encontraron, Deborah Saint James estaba en la mesa aparentemente examinando unas fotografías, que recogió rápidamente cuando entraron.

– Ah, ¿no? -le dijo Lynley en referencia a éstas.

– De verdad, Tommy -contestó Deborah-. Sería más feliz si no me conocieras tanto.

– ¿No sería la hora del té…?

– Mi taza del té preferida. [34] Bien.

– Es decepcionante -dijo Lynley-. Pero creí que el té de la tarde no sería…, hmmm…, ¿debería decir una ventana para mostrar tus talentos?

– Muy divertido. Simon, ¿vas a permitir que se burle de mí o vas a salir en mi defensa?

– Pensaba esperar para ver hasta qué punto podéis seguir haciendo juegos de palabras terribles. -Saint James permanecía en la puerta, apoyado en el marco.

– Eres tan implacable como él.

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[34] Juego de palabras intraducible entre la hora del té (tea time) y los gustos personales (my cup of tea).