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Deborah saludó a Isabelle llamándola «superintendente Ardery», y se excusó para ir a tirar «esas cosas horribles» a la basura. Al pasar a su lado le preguntó si quería un café. Reconoció que llevaba encima del hornillo eléctrico de la cocina durante horas, pero que si le echaba leche y -varias cucharadas de azúcar- sería potable.

– O puedo hacer una nueva cafetera -ofreció.

– No tenemos tiempo -dijo Lynley-. Esperábamos poder hablar contigo, Deb.

Isabelle escuchó esto algo sorprendida, dado que ella pensaba que había ido hasta Chelsea no para hacer una visita a Deborah, sino más bien a su marido. La mujer parecía tan perpleja como Isabelle.

– Pues aquí entonces. Es mucho más acogedor -dijo.

«Aquí» era una biblioteca. Isabelle y Lynley entraron. Estaba situada donde se esperaría que estuviera la sala de estar, con una ventana que daba a la calle. Había grandes montones de libros: en las estanterías, en las mesas y en el suelo, junto a cómodos sillones, una chimenea y un escritorio antiguo. También había periódicos amontonados. A Isabelle le pareció que los Saint James estaban suscritos a todos los diarios de Londres. Como mujer a la que le gustaba vivir sin ataduras y compromisos, Isabelle encontró el lugar abrumador.

Al parecer Deborah percibió su reacción, porque dijo:

– Simon. Siempre ha sido así, superintendente. Puede preguntarle a Tommy. Fueron juntos al colegio, y Simon llevaba locos a los del internado. No ha mejorado desde entonces. Por favor, tirad lo que sea al suelo y sentaos. Por lo general, no está tan mal. Bueno, ya sabes, Tommy ¿verdad? -Al decir esto miró a Lynley. Luego su mirada volvió a Isabelle y sonrió rápidamente. No fue por diversión o respeto, notó Isabelle, sino para esconder algo.

La superintendente encontró un lugar que precisaba mover pocas cosas.

– Por favor. Llámeme Isabelle, no superintendente -dijo, y de nuevo Deborah sonrió rápidamente y seguidamente volvió a mirar a Lynley. Parecía estar intentando escudriñar sus intenciones. También consideró que Deborah Saint James conocía a Thomas mucho mejor que lo que su ligereza sugería.

– Isabelle -dijo Deborah. Se dirigió a Lynley-: Tiene que haber arreglado la habitación para la semana que viene. Lo prometió.

– ¿Entiendo que tu madre viene de visita? -le contestó él. Ambos se rieron.

Isabelle volvió a tener la sensación de que hablaban en clave. Quería decir, «Bien, vamos a continuar con lo nuestro», pero algo la detuvo y no le gustó lo que ese algo decía: ni acerca de ella ni de sus sentimientos. No estaba implicada emocionalmente en este asunto.

Lynley sacó el tema del que habían ido a hablar. Le preguntó a Deborah Saint James acerca de la exposición en la National Portrait Gallery. ¿Podría tener otra copia de la revista con las fotos tomadas la noche del estreno? Barbara Havers le había quitado un ejemplar, pero recordó que Deborah tenía otro.

Deborah dijo que «por supuesto», y fue hacia uno de los montones de periódicos. Excavó hasta desenterrar una revista. Se la entregó. Luego encontró otra -una diferente- y se la dio también a Lynley.

– De verdad, yo no las he comprado todas, Tommy -dijo-. Los hermanos y la hermana de Simon… Y después papá estaba tan orgulloso… -Se sonrojó.

– En tu lugar hubiera hecho lo mismo -intervino solemnemente Lynley.

– Está reclamando sus quince minutos de fama -le dijo Saint James.

– ¡Cómo sois! -dijo Deborah, y se dirigió a Isabelle-. Les gusta burlarse de mí.

Saint James preguntó qué quería Lynley de la revista. Quería saber qué estaba pasando. Tenía que ver con el caso, ¿verdad?

Ciertamente, le contestó Lynley. Tenían una coartada que desmontar y le parecía que las fotos de la inauguración de la galería podían ayudar a ello. Con las revistas en su poder, estaban dispuestos a emprender la próxima etapa de su viaje. Isabelle no lograba entender por qué unas fotos de ese tipo podían ayudar de algún modo, se lo dijo a Lynley una vez que estuvieron en la calle otra vez. Entraron en el Healey Elliott antes de que contestara. Le entregó las revistas a ella. Él se inclinó justo cuando ella encontró las fotos de la inauguración de la National Portrait Gallery y señaló a uno de los que allí aparecían. Frazer Chaplin, le indicó. Que estuviera en la inauguración iba a ser la pista que necesitaban.

– ¿Para qué?

– Para separar la verdad de la mentira.

Ella se volvió hacia él. De repente, él estaba inquietantemente cerca. Lo sabía porque la miró como si fuera a decir otra cosa o, peor aún, a hacer algo que ambos podrían lamentar.

– Y exactamente, ¿de qué tipo de verdad estamos hablando?

Él se apartó. Puso en marcha el coche.

– A medida que lo pensaba, cada vez tenía menos sentido la fecha de su contrato -dijo.

– ¿Qué fecha? ¿Qué contrato?

– El contrato con DragonFly Tonics, el acuerdo al que llegó Frazer Chaplin para llevar la publicidad del producto en su Vespa. Por exigencia del contrato debía ser de pintura brillante; regulaba el número de dispositivos requeridos. Por su firma parece que salió e hizo el trabajo.

– Y no lo tenía -dijo comprendiéndolo todo-. Winston está visionando esas grabaciones buscando una Vespa verde lima con dispositivos. En la investigación puerta por puerta se está preguntando por una Vespa verde lima con dispositivos.

– Algo que parece fácil de recordar si se ha visto.

– Cuando realmente no usó una Vespa verde lima con dispositivos para llegar a Stoke Newington finalmente.

Él asintió con la cabeza.

– Llamé al taller de pintura de Shepherd's Bush después de hablar con Barbara acerca de su encuentro con el soplón. Frazer Chaplin fue también allí para que le pintaran la Vespa y para que le pusieran los dispositivos. Pero lo hizo el día después de que Jemima muriera.

* * *

Bella McHaggis estaba lidiando con una nueva bandeja de gusanos de compostaje en su coche cuando llegó Scotland Yard. Eran los dos agentes con los que había hablado en la Met, justo el día en el que encontró el bolso de la pobre Jemima. Estacionaron al otro lado de la calle, enfrente de la casa, en un coche antiguo, que fue lo que le llamó la atención en un primer momento. La aparición de un vehículo de esas características en Oxford Road -o en cualquier calle, pensó- llamaba la atención. Hablaba de mimos, montones de dinero y mucha gasolina consumida. ¿Y la protección del medio ambiente? ¿Dónde estaba el sentido común? No recordaba sus nombres, pero asintió con un saludo, dado que cruzaron la calle hacia ella.

El hombre -educadamente se volvió a presentar como el detective Lynley, y su compañera, la superintendente Ardery- se hizo cargo de la bandeja de compostaje del coche de Bella. Tenía modales. De eso no había duda. Alguien le había criado adecuadamente, que era mucho más de lo que se podía decir de muchas personas por debajo de los cuarenta. Obviamente, no había ido hasta Putney para ayudarla con el compostaje de los gusanos. Bella les pidió que entraran en la casa. De todos modos, el inspector tuvo que llevar la bandeja al jardín trasero, y dado que la única manera de llegar era atravesando la casa, una vez dentro, Bella se comportó como debía y les ofreció una taza de té.

Declinaron el ofrecimiento, pero dijeron -en este caso, la superintendente Ardery- que querían hablar con ella. Bella contestó que por supuesto, faltaría más, y añadió resueltamente que esperaba que hubieran venido para decirle que habían detenido a alguien en el caso de la muerte de Jemima. Estaban cerca, dijo el inspector Lynley. Habían venido a hablar con ella de Frazer Chaplin, añadió la superintendente. Lo dijo con amabilidad y tal bondad que logró toda la atención de Bella.

– ¿Frazer? ¿Qué tiene que ver con Frazer? ¿No han hecho nada con esa médium?

– Señora McHaggis -intervino Lynley. A Bella no le gustó un pelo cómo sonó su tono, que era inexplicablemente de arrepentimiento. Menos le gustó su expresión porque le sugirió una pizca de… ¿era lástima? Ella sintió cómo se le erguía la espalda.