– Ah, así que le mintió -le dijo Lynley-. ¿Podemos hablar otra vez sobre lo que recuerda del día que murió Jemima Hastings?
Capítulo 32
No había duda de que estaba metida en un gran lío. Meredith estaba llegando tardísimo al trabajo y sabía que su ausencia sólo se podía justificar con una excusa del tipo «he sido abducida por extraterrestres». Cualquier otra cosa significaría que la echaban. E iba a ser una ausencia, no simplemente un retraso.
Porque desde que había visto a Zachary Whiting hablando con Gina Dickens, Meredith sintió que debía tomar medidas, y esas medidas no consistían en llegar hasta Ringwood y sentarse obedientemente en el cubículo del estudio de diseño gráfico Gerber & Hudson.
No obstante, todavía no había llamado al señor Hudson. Sabía que debía hacerlo, pero no se atrevía. Se iba a enfurecer, y ella consideró que quizá podía acabar resolviendo lo de Gina Dickens, Zachary Whiting, Gordon Jossie y la muerte de Jemima, alzándose como una heroína que lucha hasta abatir a los villanos, y que eso le proporcionaría suficiente gloria que se tornara en una oportunidad para no perder su trabajo.
Al principio se sintió un poco desorientada viendo al comisario jefe charlando con Gina Dickens. No sabía qué hacer, ni qué pensar ni adónde ir. Se arrastró de vuelta hasta su coche y puso rumbo a Lyndhurst, porque allí había una comisaría de Policía, y uno debía confiar en la Policía. Aunque, se preguntó, ¿cuál era el objetivo de ir hasta allí cuando el jefe de la Policía de Lyndhurst y Gina Dickens eran uña y carne?
Meredith se detuvo a un lado de la carretera e intentó entender lo que había oído de Gina Dickens, lo que había descubierto acerca de ella durante la investigación y lo que había averiguado tras su conversación con Michele Daugherty. Trató de recordar todas las declaraciones que había escuchado, y mediante ellas intentar averiguar quién era en realidad Gina Dickens. Concluyó que debía de haber algo en algún lugar acerca de Gina, una grieta que dejara vislumbrar la verdad sobre ella, algo que hubiera descuidado. Meredith necesitaba hallar esa verdad, porque cuando la encontrara le diría exactamente qué hacer.
El problema, por supuesto, era dónde encontrarla. ¿Se suponía que debía hallarla? Si Gina Dickens no existía, entonces cómo iba a averiguar quién era ella realmente, y por qué estaba en connivencia con el comisario jefe Whiting en el supuesto de que… ¿Qué? ¿Cuál era exactamente la naturaleza de su relación?
Cualquier información acerca de Gina, como por qué fue a Hampshire o su verdadera identidad, era algo que guardaba celosamente. Lo ocultaba en ella misma o en su bolso o, quizás, en su coche. Pero eso, pensó Meredith, no tenía ningún sentido. Gina Dickens no podía correr ese riesgo. Gordon Jossie bien podría haberse tropezado con algo si lo dejaba por allí. Seguramente habría buscado un lugar mucho más seguro para salvaguardar la clave de su verdadera identidad y de lo que estaba haciendo.
Meredith agarró el volante con fuerza cuando se dio cuenta de lo obvio de la respuesta. Había un lugar en el que Gina podía actuar libremente: entre las cuatro paredes de su dormitorio. A pesar de que Meredith había buscado por todas partes en aquella habitación, ¿lo había hecho por todos los rincones? No había mirado entre el colchón y el somier de la cama, por ejemplo. Tampoco quitó los cajones en busca de algo que pudiera estar pegado bajo ellos. O, ya que estaba, detrás de los cuadros.
Ese maldito dormitorio guardaba todas las respuestas, consideró Meredith, porque nunca tuvo ningún sentido que Gina viviera con Gordon y mantuviera su propio espacio, ¿verdad? ¿Por qué gastarse dinero en eso si no existe en el fondo una razón? Así que las respuestas a cada enigma acerca de Gina Dickens estaban en Lyndhurst, donde siempre habían estado. Porque no sólo era el lugar en el que había alquilado el dormitorio, sino también la zona en la que estaba la comisaría de Policía de Whiting. Aquello resultaba descaradamente conveniente.
A pesar de todo este ir y venir de ideas y pensamientos, Meredith sabía que estaba peligrosamente cerca de no tener ni idea de qué hacer en aquella situación. Asesinato, ilegalidades policiales, identidades falsas… No estaba acostumbrada a aquello. Sin embargo, tenía que llegar al fondo de todo el asunto. No parecía que hubiera nadie más interesado en hacerlo. Aunque… Sacó su móvil y marcó el número de Rob Hastings. Estaba, por suerte, en Lyndhurst. Se encontraba, y eso ya no indicaba tanta suerte, a punto de entrar a una reunión con los guardas forestales, que iba a durar entre noventa minutos y dos horas.
– Rob, se trata de Gina Dickens y del comisario jefe -dijo ella rápidamente-. Están juntos en esto. Y Gina Dickens existe como tal, por cierto. Y el comisario jefe Whiting le contó a Michele Daugherty que debía dejar de investigar a Gordon Jossie, pero ella ni había empezado y…
– Espera, ¿de qué estás hablando? -preguntó Rob-. Pero ¿qué demonios…? ¿Quién es Michele Daugherty?
– Voy a Lyndhurst, a su habitación -siguió ella.
– ¿A la habitación de Daugherty?
– A la de Gina. Tiene una encima del Mad Hatter, Rob. En High Street. ¿Sabes dónde está? Los salones de té en la calle…
– Por supuesto que lo sé -dijo-. Pero…
– Tiene que haber algo ahí, algo que se me pasó por alto la última vez. ¿Nos vemos allí? Es importante, los vi juntos en la casa de Gordon. Rob, él condujo sin titubeos, salió y fue al prado, donde estuvieron hablando…
– ¿Whiting?
– Sí, sí. ¿Quién iba a ser? Eso es lo que te estoy intentando decir.
– Scotland Yard está en ello, Merry -dijo él-. Una mujer llamada Havers. Tienes que llamarla y explicárselo. Tengo su número.
– ¿Scotland Yard? Rob, venga, cómo podemos confiar en ellos, si no podemos confiar en Whiting. Son todos policías. ¿Y qué les contamos? ¿Que Whiting estuvo hablando con una Gina Dickens que, en realidad, no era Gina Dickens, pero que en realidad no sabemos quién es? No, no. Tenemos que…
– ¡Merry! Escucha, por el amor de Dios. Se le conté todo a esa mujer, a esa tal Havers. Lo que me dijiste sobre Whiting, cómo le diste información, cómo dijo que estaba todo en orden. Ella quiere conocer todo lo que sabes. Imagino que también querrá ver ese dormitorio. Escúchame.
Fue entonces cuando le dijo que se dirigía a la reunión con los guardas forestales. No podía saltársela, porque, entre otras cosas, tenía que… Bueno, no importaba, simplemente tenía que estar allí. Y que ella debía llamar a la detective de Scotland Yard.
– Oh, no -exclamó-. Oh, no, oh no. Si hago eso, no conseguiré que ella quiera allanar la habitación de Gina. Lo sabes.
– ¿Allanarla? ¿Allanarla? Merry ¿qué tienes planeado?
Le preguntó si podía esperarle. La encontraría en el Mad Hatter justo después de su reunión. Estaría allí tan pronto pudiera.
– No hagas ninguna locura -le dijo-. Prométemelo, Merry. Si te sucediera algo…
Se detuvo.
Al principio no dijo nada. Finalmente se lo prometió y colgó rápidamente. Tenía la intención de mantener la promesa y aguardar a Rob Hastings, pero cuando llegó a Lyndhurst, supo que esperar no entraba en sus planes. No podía esperar. Lo que fuera que se encontrara en la habitación de Gina era algo que iba a tener en breve en sus manos.
Estacionó cerca del New Forest Museum y avanzó por High Street hasta el salón de té de Mad Hatter. A esa hora de la mañana estaba abierto y a pleno rendimiento, así que nadie se dio cuenta de la presencia de Meredith cuando pasó por la puerta de al lado.
Subió por las escaleras como un rayo. Al llegar arriba, fue cautelosa con sus movimientos. Escuchó a través de la puerta de la habitación contigua a la de Gina. Dio un golpecito para asegurarse. Nadie contestó. Una vez más, no habría ningún testigo de lo que estaba a punto de hacer. Sacó de su bolso su tarjeta de crédito. Tenía las manos húmedas: los nervios. No existía más peligro al irrumpir en la habitación de Gina que la última vez. Entonces fueron sospechas las que la llevaron hasta allí. Ahora eran certezas.