– Necesitamos el dinero -dijo ella.
– ¿Qué dinero? ¿Quiénes?
– Ya sabes qué dinero. Tenemos planes, Gordon, y ese dinero…
– Entonces, ¿es de esto de lo que se trata? ¿Por esto te fuiste? No por mí, sino para vender lo que fuera que desenterramos. Y entonces… ¿qué?
Pero no, no había sido así, no al principio. Lo del dinero era comprensible, pero no fue lo que llevó allí a Jemima. El dinero compra cosas, pero lo que no podría comprar nunca es lo que ella necesitaba.
– Es el tipo. ¿Es él, verdad? -comprendió Gordon al instante-. Él lo quiere. Para vuestros planes, sean los que sean.
Sabía que había dado en el clavo. Había visto que gradualmente se le encendían las mejillas. De hecho, ella le había dejado para alejarse de quién era él, pero ella había conocido a otro hombre al que le había contado todos sus secretos.
– ¿Por qué has tardado tanto, entonces? -le preguntó-. ¿Todos estos meses? ¿Por qué no se lo decías de una vez?
Ella le miró durante un momento.
– Las tarjetas -dijo.
Y entonces él vio que su temor a ser descubierto, su propia necesidad de consuelo, algo que no era como la necesidad de Jemima, pero que irónicamente acababa siendo idénticamente igual, había propiciado ese preciso encuentro. Cada nuevo amante preguntaría por qué alguien la estaba buscando. Donde pudo haber dicho una mentira, había dicho la verdad.
– ¿Qué quieres entonces, Jemima? -le preguntó.
– Te lo acabo de decir.
– Necesitaré pensarlo -respondió él.
– ¿Qué?
– Cómo hacer que suceda.
– ¿Qué quieres decir?
– Es obvio, ¿no? Si lo que quieres es cavar en toda la parcela, entonces tengo que desaparecer. Si no lo hago… ¿O quieres que me descubran? ¿Quizá me quieres ver muerto? Quiero decir, en algún momento significamos algo el uno para el otro, ¿no?
Ella guardó silencio tras escuchar esto. El día era claro, brillante y caluroso; el sonido de los pájaros se intensificó de repente.
– No te quiero muerto -dijo finalmente-. Ni tan siquiera quiero hacerte daño, Gordon. Sólo quiero olvidarme de todo esto. De nosotros. Deseo una nueva vida. Vamos a irnos del país, vamos a abrir un negocio… Sabes que es culpa tuya. Si no hubieras puesto esas tarjetas… Si no lo hubieras hecho… Yo estaba alterada, y él quería saber, así que se lo dije. Me preguntó, claro, cualquiera lo hubiera hecho, cómo había llegado a descubrirlo. Pensó que era la última cosa que le dirías a nadie. Así que le conté esa parte también.
– Lo del prado.
– No exactamente lo del prado, pero sí algo acerca de lo que podía encontrar allí. Cómo esperaba que lo usáramos o lo vendiéramos, o lo que fuera, y cómo no quisiste, y entonces… Bien, sí. ¿Por qué? Tuve que decirle por qué.
– ¿Tuviste que hacerlo?
– Por supuesto. ¿No lo ves? Se supone que no hay secretos entre los que se aman.
– Y él te ama.
– Sí.
Sin embargo, Gordon pudo percibir sus dudas, y entendió que éstas jugaban un papel importante en lo que estaba sucediendo. Deseaba protegerle, fuera quien fuera. Él quería el dinero. Esos deseos se mezclaron para provocar la traición.
– ¿Cuándo?
– ¿Qué?
– ¿Cuándo decidiste hacer esto, Jemima?
– No estoy haciendo nada. Tú querías verme, no he sido yo. Me estabas buscando, no al revés. Si no hubieras hecho nada de todo esto, no hubiera habido necesidad de contarle a nadie nada sobre ti.
– ¿Y cuándo apareció el dinero en lo vuestro?
– Nunca había salido hasta que se lo conté… -Su voz empezó a desvanecerse, y Gordon comprendió que estaba llegando a una conclusión por sí misma, abriendo una posibilidad que él veía clarísimamente.
– Es el dinero. Quiere el dinero. No a ti. Lo ves, ¿verdad?
– No, eso no es verdad.
– Y creo que has tenido dudas todo este tiempo -contestó él.
– Me ama.
– Si lo quieres ver así.
– Eres una persona odiosa.
– Supongo que sí.
Le dijo que cooperaría en su plan de volver a la propiedad, que la ayudaría. Desaparecería, pero sería algo que llevaría tiempo. Le preguntó cuánto tiempo, pero no estaba seguro. Tendría que hablar con ciertas personas; luego se lo haría saber. Mientras tanto, obviamente, ella podía llamar a los medios para sacar algo de dinero. Dijo esto último con cierta amargura mientras se alejaba. Menudo lío había montado, pensó.
Y ahora, Gina. O quién demonios fuera. Se dijo a sí mismo que si no hubiera sustituido la maldita valla del prado, nada de aquello hubiera sucedido. Pero la verdad del asunto era que el origen de todo eso ocurrió en un atestado McDonald's, cuando se pasó de un «vamos a pillarlo a un vamos a hacerle llorar, y hasta un hay que callarle…, y ¿cómo le callamos?».
Cuando Zachary Whiting se presentó en el pub Royal Oak unas pocas horas después de llegar a su lugar de trabajo, Gordon estaba en la cornisa de la terraza. Vio que aquel vehículo familiar entraba en el aparcamiento, pero no estaba ni nervioso ni tenía miedo. Estaba preparado para una eventual aparición de Whiting. Puesto que la última vez que se reunieron fueron interrumpidos, Gordon sabía que el comisario jefe probablemente querría terminar ese encuentro.
El policía le señaló desde abajo. Cliff le estaba entregando un haz de paja. Gordon le dijo que se tomara un descanso. El día era caluroso, como lo habían sido los anteriores
– Tómate una sidra -le dijo, y le comentó que se la pagaba él-. Que la disfrutes, yo iré enseguida.
Cliff pareció alegrarse.
– ¿Algún problema, colega? -murmuró en cuanto vio que se acercaba Whiting.
No conocía a Whiting, pero percibió que se acercaba amenazadoramente. Whiting lo llevaba escrito en la cara.
– En absoluto -respondió Gordon-. Tómate tu tiempo -añadió señalando la puerta-. Iré dentro de un rato -repitió.
Una vez que se hubo ido Cliff, esperó a Whiting. El comisario jefe se detuvo ante él. Hizo lo de siempre, se acercó mucho, pero Gordon no retrocedió.
– Te vas -dijo Whiting.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Te trasladan. Órdenes del Ministerio del Interior. Tienes una hora. Vamos. Deja la camioneta. No la vas a necesitar.
– Mi perra está dentro…
– Que le den por el culo a la perra. Se queda. Y la camioneta. Esto… -Y con un movimiento de cabeza señaló al bar, donde Gordon iba a dejar la paja, el trabajo que estaba haciendo.
– Eso ya está terminado. Entra en el coche.
– ¿Dónde me envían?
– No tengo ni puñetera idea, y no me interesa. Entra en el puto coche. No queremos montar una escena. No quieres montar una escena.
Gordon no iba a cooperar si no le ofrecía más información. No iba a entrar a ese coche sin saber a qué atenerse. Había un montón de zonas aisladas entre el lugar en el que estaba y la finca cerca de Sway, y el asunto inacabado entre aquel hombre y él le sugería que no irían a casa directamente. No tenía manera de saber si le estaba diciendo la verdad, aunque la muerte de Jemima y la presencia de New Scotland Yard en Hampshire sugería que era probable.
– No voy a dejar a la perra aquí -dijo-. Si me voy, ella también.
Whiting se quitó las gafas de sol y se las colgó de la camisa, que estaba húmeda por el sudor. Era por el calor del día o la anticipación. Gordon consideró que podían ser ambas.