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– ¿Crees que puedes negociar conmigo? -preguntó Whiting.

– No estoy negociando. Estoy constatando un hecho.

– Ah, sí.

– Espero que tus instrucciones sean llevarme a algún sitio y entregarme. Espero que tengas un horario. Espero que te hayan dicho que no lo fastidies, para no montar una escena, para que no parezca otra cosa que dos tíos charlando aquí mismo, conmigo subiendo a tu coche al final. Cualquier otra cosa levantará sospechas, ¿verdad? Como para aquellos que están bebiendo cerveza en el jardín. Si tú y yo nos enzarzamos en una pelea y alguien llama a la Policía, y si es una pelea como Dios manda, de aquellas en las que se arrean golpes, entonces habrá más problemas y preguntas acerca de cómo lo hiciste para montar semejante lío cuando era algo tan simple como…

– Ve a buscar a esa maldita perra -dijo Whiting-. Te quiero fuera de Hampshire. Contaminas el aire.

Gordon esbozó una pequeña sonrisa. En verdad, el sudor le goteaba por los costados y se vertía como una cascada por su columna vertebral. Sus palabras eran duras, pero no había nada detrás de ellas, excepto sus armas para protegerse. Fue hacia la camioneta.

Tess estaba dentro, gracias a Dios, dormitando tumbada en el asiento. Su correa estaba atada al volante, la cogió rápidamente y la dejó caer al suelo, para que pudiera moverse con tranquilidad. La perra se despertó, parpadeó y bostezó ampliamente, exhalando una buena bocanada de aire canino. Empezó a levantarse. Le dijo que se quedara quieta y se metió dentro. Con una mano agarró la correa de su cuello. Tenía una cazadora y se la puso. Volteó las viseras para el sol. Abrió y cerró la guantera. Oyó que Whiting se acercaba mientras caminaba por la grava del aparcamiento.

– Imagino que no esperas que entre en el pub -le dijo-. Cliff necesitará al menos una nota de explicación. -Y dio las gracias por estar todavía con ánimos para poder decir tanto.

– Date prisa entonces -contestó Whiting, que regresó a su coche. No llegó a entrar en él, encendió un cigarrillo, miró y esperó. La nota fue breve: «Esto es tuyo hasta que lo necesite, colega». Cliff no necesitaba saber nada más. Si Gordon tenía la oportunidad de recuperar el vehículo más adelante, lo haría. En caso contrario, al menos no caería en las manos de Whiting.

Había dejado las llaves en el contacto, como solía hacer. Quitó la llave de su casa del llavero, llamó a Tess para que le siguiera, y salió de la camioneta. Todo había durado menos de dos minutos. Menos de dos minutos para cambiar de nuevo el rumbo de su vida.

– Estoy listo -le dijo a Whiting, y se acercó a él. La perra no paraba de menear la cola, como siempre, como si el capullo que se encontraba delante de ellos fuera a acariciarle la cabeza.

– Eso espero -respondió Whiting.

Capítulo 33

Barbara Havers se dio cuenta más tarde, no sin asombro, de que todo se reducía al hecho de que el tráfico en el centro de Lyndhurst era de un solo sentido. Formaba un triángulo casi perfecto, y en la dirección en la que iba se veía forzada hasta seguir por la parte norte de dicho triángulo. Esto la llevó a High Street, donde, a medio camino entre la calle y más allá del entramado de madera del hotel Crown, ella debía girar hacia Romsey Road, que la llevaría hasta la comisaría de Policía. Debido al semáforo del cruce de Romsey Road, a lo largo del día se formaban retenciones. Eso es lo que pasó cuando Barbara tomó la curva que rodeaba la extensión de césped y techos de paja que conformaba Swan Green y fijó su rumbo a través del pueblo.

Quedó atrapada detrás de un camión horrendo que expulsaba gases como eructos que se colaron por su ventana. Consideró que también podía fumarse un cigarrillo y esperar a que el semáforo se pusiera en verde. No había necesidad de evitar una oportunidad así para contaminar sus ennegrecidos pulmones, pensó.

Iba a sacar su bolso cuando vio a Frazer Chaplin. Salía de un edificio justo delante de ella; era imposible que se equivocara de hombre. Estaba muy cerca de la acera izquierda, preparándose para volver a Romsey Road, y el edificio en cuestión -con un cartel que lo identificaba como el salón de té Mad Hatter- estaba en el lado izquierdo de la calle. En un instante pensó, «¿Qué diablos…?». Pero entonces se fijó en la mujer que iba con él. Empezaron a caminar por la acera de un modo que parecía indicar que eran dos amantes después de un encuentro, pero había algo en la manera que tenía Frazer de agarrarla con las dos manos que no cuadraba. Su brazo derecho la sujetaba con fuerza alrededor de la cintura. Su brazo izquierdo cruzaba su propio cuerpo para agarrar el brazo izquierdo de ella por el codo. Se detuvieron un instante ante los ventanales del salón de té y él le dijo algo. Entonces la besó en la mejilla y la miró de forma conmovedora, admirándola, enamorado. Si no hubiera sido porque esa manera de agarrarla y esa decidida rigidez en el cuerpo de la mujer, Barbara hubiera pensado que Frazer estaba haciendo lo que prematuramente había concluido que hacía cuando le vio la única vez que se vieron: esa postura con las piernas abiertas cuando estaba sentado, esa mirada de nena-mira-lo-que-tengo-aquí y el resto era historia. Pero la mujer que iba con él -quién demonios era, se preguntó Barbara- no parecía estar flotando por el aire un éxtasis sexual. En su lugar, parecía…, bueno, una prisionera sería una buena manera de describirla.

Se dirigían hacia donde estaba Barbara. Unos pocos coches antes que el suyo, sin embargo, cruzaron la calle. Continuaron por la acera y, a pocos metros, desaparecieron por un callejón situado a la derecha. Barbara murmuró: «Maldita sea, maldita sea, maldita sea», y esperó con creciente agitación a que las luces del semáforo del cruce empezaran a cambiar del rojo al ámbar y finalmente al verde. Vio que el callejón de la derecha tenía una P en una señal de color azul que indicaba que había un aparcamiento tras los edificios de High Street. Supuso que Frazer estaba llevando a esa mujer hasta allí. Havers le gritó a las luces: «Vamos, vamos, vamos», y éstas finalmente cooperaron. El tráfico empezó a moverse. Tenía que recorrer treinta metros hasta llegar al callejón.

Le pareció que pasaba una eternidad hasta que giró y pasó a toda velocidad entre los edificios, donde vio que el aparcamiento no era exclusivo para los clientes que acudían a hacer sus compras. También lo podía usar el New Forest Museum y las instalaciones públicas. Estaba atestado de coches y por un momento Barbara creyó que había perdido a Frazer y a su compañera en algún lugar entre las filas de vehículos.

Sin embargo, entonces le vio a cierta distancia, al lado de un Polo, y antes de que ella pudiera siquiera haber pensado en aquello como el final de una cita romántica entre Frazer Chaplin y su compañera, la manera en la que entraron en el vehículo lo dejó todo claro. La mujer se sentó en el asiento del pasajero como era de esperar, pero Frazer mantuvo su dominio sobre ella y subió rápidamente. A partir de ahí, Barbara no pudo saber qué estaba pasando, pero parecía bastante claro que la intención de Frazer era forzar a su compañera a moverse al asiento del conductor, y que no tenía intención de perder su control sobre ella mientras lo hacía.

Una bocina sonó repentinamente. Barbara miró por el retrovisor. Naturalmente, pensó, alguien más quería entrar en el aparcamiento. No podía echarse a un lado porque el paso era demasiado estrecho. Se metió en uno de los estacionamientos y maldijo a uno y a otro. Cuando volvió a la posición inicial en la que podía ver el vehículo en el que se había metido Frazer, éste había salido de donde estaba y se dirigía a la salida.

Barbara le siguió, esperando tener suerte. Necesitaba, por un lado, que nadie apareciera y no le dejara atrapar a Frazer; y, por el otro, que el tráfico en High Street le permitiera situarse detrás de él fácilmente y sin ser vista. Porque era obvio que tenía que seguirlo. Su intención de enfrentarse al comisario jefe Whiting en la comisaría debía posponerse por el momento, porque si Frazer Chaplin había venido a New Forest, no era para fotografiar a los ponis. La única pregunta era quién era la joven que iba con él. Era alta, delgada y vestía algo parecido a un camisón africano. Le cubría de los hombros hasta los tobillos. O iba disfrazada o se protegía del sol, pero, en cualquier caso, Barbara estaba segura de que no la había visto antes en Lyndhurst.