Su cabeza era un hervidero de información: hechos, nombres, caras y posibilidades. Ella contaba con poder hacer una pausa, ordenarlo todo y llamar a Lynley pidiendo los refuerzos con los que tanto insistía; o bien podía llegar primero al lugar donde se estaban dirigiendo, sondear la situación y tomar después las decisiones pertinentes. Escogió la segunda opción.
Tess iba en el asiento trasero del vehículo de Whiting. Como era tonta, la perra estaba encantada de dar una vuelta en un día laborable, ya que normalmente debía esperar en el coche a que Gordon terminara de trabajar para poder hacer algo más que tumbarse y esperar a poder divertirse persiguiendo ardillas. Sin embargo, ahora las ventanas estaban abiertas, sus orejas ondeaban y su nariz olfateaba el delicioso olor del verano. Gordon, sabiendo lo que iba a suceder, se dio cuenta de que la perra no iba a poder ayudarle.
Lo que iba a suceder era evidente. En lugar de dirigirse a Fritham, el primer enclave de campos que debía cruzarse antes de llegar a la propiedad de Gordon, Whiting condujo en dirección a Eyeworth Pond. Había un sendero antes de la laguna que le habría llevado a la casa de Gordon más rápido, pero Whiting pasó de largo y fue a la laguna, donde aparcó en el primer piso de ese tosco estacionamiento. Daba al agua.
Tess no cabía en sí de gozo esperando un paseo por los bosques que bordeaban el estanque y se extendían hasta abarcar una amplia superficie de árboles de cultivo, colinas y otros recintos. Ladró, agitó la cola y miró de modo significativo a través de la ventana abierta.
– O callas a la perra, o abres la puerta y la sacas de aquí -dijo Whiting.
– ¿No vamos a…? -contestó Gordon.
– Calla a la perra.
A partir de entonces, Gordon entendió que cualquier cosa que sucediera ocurriría en el coche. Y tenía sentido, cuando uno pensaba en la hora del día, la época del año y el hecho de que no estaban solos. Los coches estaban aparcados en el nivel inferior, y había dos familias dando de comer a los patos a lo lejos en el estanque, un grupo de ciclistas salían del bosque, una pareja de ancianos hacían un picnic debajo de uno de los sauces y se tumbaban en hamacas, y una mujer paseaba a seis cachorros a mediodía.
Gordon se volvió hacia su perra.
– ¡Siéntate, Tess! ¡Más tarde! -le dijo, y rezó para que le obedeciera. Sabía que la perra correría hacia los árboles si Whiting insistía en que abriera la puerta. También sabía lo improbable que sería que le dejara ir tras ella si se escapaba. De repente, se dio cuenta de que Tess era más importante para él que cualquier cosa en su patética vida. El afecto que ella le tenía, del modo que tienen todos los perros, era incondicional. Iba a necesitar aquello en los días venideros.
La perra se sentó en el asiento con gran renuencia. Antes de hacerlo, le echó una mirada conmovedora desde el exterior.
– Más tarde -le dijo-. Buena perra.
Whiting se echó a reír. Movió su asiento y ajustó su posición.
– Muy bonito, Muy, muy bonito -dijo-. No sabía que eras tan aficionado a los animales. Me parece increíble conocer algo nuevo de ti, cuando ya pensaba que lo sabía todo. -Se puso cómodo-. Y ahora, tú y yo tenemos algunos asuntos pendientes -dijo.
Gordon no respondió nada. Se dio cuenta de la habilidad de Whiting en planearlo todo; ese hombre le había calado desde el principio. Su último encuentro se había visto interrumpido, pero había sido lo suficientemente largo como para saber cómo acabaría la próxima vez. Whiting entendió que Gordon nunca volvería a verle solo y sin algo para poder defenderse. Pero defenderse de Whiting en un lugar público podía exponerlo demasiado. Le habían atrapado otra vez. Por todas partes. Y siempre iba a ser así. Whiting empezó a bajarse la cremallera de su pantalón.
– Piénsalo de este modo, chaval. Supongo que te la han metido en el culo, y no me gusta. Lo otro servirá. Ven y sé un buen chico, ¿eh? Después lo vamos a dejar todo, tú y yo. No te harás el listillo. Nada de eso, querido.
Gordon supo que podría finalizarlo, ahora, en ese momento, y para siempre. Estaba listo. Pero el resultado de llevar a cabo aquello también significaría su final, y su cobardía no le permitía hacer frente a eso. Sencillamente le faltaba valentía. Así era y así sería para siempre. ¿Cuánto le llevaría y qué le costaría ejecutar a Whiting? Seguramente, pensó, podría vivir con ello, como había podido vivir con todo lo demás. Se volvió en su propio asiento. Miró a Tess. Tenía la cabeza sobre sus patas, sus ojos le miraban con tristeza, su cola se movía lentamente.
– La perra se viene conmigo -le dijo a Whiting.
– Como quieras -sonrió Whiting.
Las manos de Meredith se movían hábilmente en el volante. Su corazón latía con fuerza. Le costaba respirar. El tío le apoyaba algo en el costado, algo igual de afilado que lo que llevaba cuando ella se metió estúpidamente en el dormitorio de Gina Dickens.
– ¿Cómo crees que será cuando atraviesa la carne? -había murmurado, en referencia al objeto.
Ella no tenía ni la más remota idea de quién era él. Pero, evidentemente, él sabía quién era ella, porque la había llamado por su nombre.
– Y tú debes de ser Meredith Powell, la que me robó mi preciosa moneda de oro -le había dicho al oído-. Me han hablado de ti, Meredith, ya lo creo. Pero te aseguro que jamás pensé que tendría la oportunidad de conocerte.
– ¿Quién eres? -dijo, e incluso cuando lo preguntaba sabía que algo en él le era familiar.
– Es…, es una buena pregunta, Meredith. Pero no es necesario que sepas la respuesta.
La voz. Escuchó lo suficiente para poder relacionarle con la llamada que había interceptado en el dormitorio de Gina. En aquel momento había pensado que se trataba del comisario jefe Whiting, concluyó con amargura después de sopesar todas las opciones: aquel hombre era quien había hecho la llamada telefónica. La voz parecía la misma.
– Tu llegada cambia un poquito las cosas -le había dicho.
Así que fueron al coche de ella. Su mente empezó a discurrir a cien por hora cuando la forzó a sentarse en el asiento del conductor. Le dijo que le llevara a la propiedad de Gordon Jossie, así que supuso que ésa era la respuesta: ese tío actuaba en connivencia con Gordon, y Jemima había muerto porque lo había descubierto. Aquello, de todos modos, trajo la pregunta acerca de cómo encajaba Gina Dickens en todo eso, lo que llevó a Meredith a concluir que Gina y ese tío eran los que estaban compinchados. Pero eso llevó a la pregunta de quién era Gina, que la llevó a preguntarse quién era Gordon, lo que la obligó a preguntarse acerca de dónde encajaba en todo aquello el comisario jefe Whiting, cuando, según Michele Daugherty, fue el nombre de Jossie lo que llevó a Whiting hasta su oficina para amenazarla.
Y eso le planteó la pregunta de si la propia Michele Daugherty estaba involucrada, porque quizás ella también era una mentirosa. Todos parecían serlo.
«Dios, oh Dios, oh Dios -pensó Meredith. Tendría que haber ido a trabajar a Gerber & Hudson…»
Consideró conducir salvajemente alrededor de Hampshire en lugar de dirigirse a la propiedad de Gordon cuando el hombre le exigió que la llevara allí. Pensó que si conducía lo suficientemente rápido y sin cuidado tendría la oportunidad de llamar la atención de alguien -una patrulla de la Policía no hubiera estado mal-, y de este modo, salvarse. Pero estaba aquella cosa que asomaba por el costado, que sugería una lenta y dolorosa entrada en algún lugar cercano a… ¿qué? ¿Estaba allí su hígado? ¿Dónde tenía los riñones exactamente? ¿Y cuánto dolía ser apuñalada? ¿Cuál era su nivel de heroicidad para someterse…? Pero ¿la apuñalaría mientras conducía el coche?… Y si conducía de forma errática y él le dijera que se detuviera y ella empezara a correr hacia el bosque…, dentro de este frondoso bosque con miles de árboles…, ¿cuánto tiempo pasaría hasta que alguien la encontrara mientras ella se desangraba? Como Jemima. Oh, Dios, Oh Dios, Oh Dios.