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Ella miró apresuradamente a Meredith.

– ¿Y tuviste que…? -siguió.

– No podía dejarla allí, ¿no es así, George?

– Bueno, esto es genial. ¿Y qué diantre se supone que debíamos hacer con ella? -Señaló con un gesto hacia su proyecto de jardinería-. Tiene que ser aquí. No hay otro lugar. No hay tiempo para liarnos con más problemas de los que ya tenemos.

– No se puede hacer nada. -Frazer sonó reflexivo-. No me la encontré en la calle. Apareció en tu habitación. Había que ocuparse de ella, y todo tiene un límite. Tiene sentido hacerlo aquí más que en cualquier otro lugar.

Ocuparse de ella. Meredith sintió que le flojeaban las rodillas.

– Quieres echarle la culpa a Gordon, ¿verdad? Eso es lo que hiciste desde el principio -dijo Meredith.

– Como ves… -le dijo Frazer a Gina. Su voz tenía un tono significativo. No hacía falta ser un genio para saber a qué se refería: la maldita tarada había llegado al fondo de la cuestión y ahora tenía que morir. Podían matarla del mismo modo que asesinaron a Jemima. Podían esconder su cuerpo -ésa era la palabra, ¿no?- en los terrenos de Gordon. Quizá nadie lo descubriera hasta al cabo de un día, una semana, un mes o un año. Pero cuando lo encontraran, Gordon se llevaría toda la culpa porque los otros dos estarían bien lejos. Pero ¿por qué?, se preguntó Meredith.

No se había dado cuenta de que ella había hablado hasta que el brazo de Frazer la sujetó fuertemente por la cintura y el arma se metió en su piel. Sintió cómo se rompía y gimió.

– Sólo un poquito -murmuro entre dientes- Cierra el pico. -Y después le dijo a Gina-: Necesitamos una tumba. -Soltó una carcajada áspera y señaló-: Diablos, estabas «escarbando», de todos modos, ¿verdad? Me va a salir un dos por uno.

– ¿Aquí, en mitad del prado? -preguntó Gina-. ¿Por qué demonios íbamos a enterrarla aquí?

– No nos podemos dar el lujo de responder a esa pregunta, ¿verdad? -señaló-. Empieza a cavar, Georgina.

– No tenemos tiempo.

– No hay otra opción. No tiene que ser muy profundo. Lo suficiente para que cubra el cuerpo. Coge una pala mejor. Debe de haber una en el garaje.

– No quiero mirar cuando…

– Estupendo. Cierra tus malditos ojos cuando llegue el momento. Pero ve a por la puta pala y empieza a cavar la maldita tumba, porque no puedo matarla hasta que no tengamos un lugar donde pueda desangrarse.

– Por favor, tengo una niña pequeña. No podéis hacerme esto. -Meredith gimió de nuevo.

– Oh, ahí es donde te equivocas de pleno -dijo Frazer.

* * *

Conducían en silencio, aunque Whiting lo rompía de vez en cuando para silbar una cadenciosa melodía que por momentos sonaba alegre. Tess también cortaba el silencio, pero con un gemido, que le decía a Gordon que la perra entendía que algo iba mal.

El viaje no duró más de lo que podría haber durado ir de Fritham a Sway en pleno día. Pero para él era como si se arrastraran, pensó. Le parecía que llevaba toda la vida atrapado en el asiento del pasajero del coche de Whiting. Cuando por fin giraron en Paul's Lane, Whiting le dio las instrucciones, una maleta y que debía estar listo en un cuarto de hora. En cuanto a la pregunta que le hizo Gordon acerca del resto de sus pertenencias… Tendría que hablarlo con cualquier autoridad competente más adelante, porque a él no le interesaba en absoluto esa cuestión.

El comisario jefe hizo la forma de una pistola con el pulgar y el índice, y dijo:

– Considérate afortunado de que no tiré de la manta cuando me enteré de tu viajecito a Londres. Podía haberlo hecho entonces, ¿sabes? Considérate jodidamente afortunado.

Gordon se dio cuenta de cómo había trabajado la cabeza de Whiting, Su viaje a Londres -que Gina le contó a Whiting, sin duda- había eliminado cualquier tipo de precaución que Whiting hubiera tenido con él hasta la fecha. Antes de esa excursión, Whiting simplemente había estado acechando desde la periferia de su vida, enseñando que estaba seguro «manteniendo el pico cerrado» tal como había dicho una y otra vez, intimidándolo, pero sin cruzar ninguna otra frontera que no fuera la del matón al otro lado del jardín. Cuando se enteró de que había estado en Londres, sin embargo, y lo conectó con lo que sabía sobre la muerte de Jemima, las compuertas que habían soportado las aguas se abrieron y soltaron toda la bilis del comisario jefe. Una palabra suya al Ministerio del Interior y Gordon Jossie volvía dentro, un violador de las condiciones de su libertad, un peligro para la sociedad. El Ministerio del Interior le privaría de la libertad primero y después haría las preguntas. Gordon sabía cómo iba la jugada y eso le hacía cooperar.

Y ahora… En ese punto, Whiting difícilmente podía decirle al Ministerio del Interior nada acerca del viaje de Gordon a Londres el día que murió Jemima. Suscitaría un montón de preguntas en relación a cómo Whiting conocía aquello. Gina daría un paso al frente y revelaría que ella había estado pasando la información. Whiting se vería forzado a explicar por qué Gordon seguía en libertad, y eso no le interesaba. Mejor disfrutar de su última dosis de felicidad en Eyeworth Pond y después entregar a Gordon a quien fuera que viniera a buscarlo.

– No te importa que esté muerta, ¿verdad? -le dijo a Whiting.

El policía le miró. Detrás de sus gafas oscuras, sus ojos estaban blindados. Pero sus labios se movieron con asco.

– ¿Quieres que hablemos sobre la muerte de alguien?

Gordon no contestó.

– Ah, sí. No creo que ésta sea una conversación que alguien como tú quiera tener. Pero podemos tenerla si lo deseas, tú y yo. No soy reacio a ello, ya sabes.

Gordon miró por la ventana. Todo se iba a reducir a lo mismo, para siempre. No únicamente entre Whiting y él, sino entre él y cualquiera. Esa sería, eternamente, la medida de su vida, y estaba loco si pensaba de otro modo, incluso por un momento y especialmente cuando años atrás aceptó la invitación de Jemima Hastings para tomar una copa en la casa de su hermano. Se preguntó en qué estaría pensando al decirse que podía tener una vida normal. Medio loco y solo, pensó. Esa era la conclusión. La compañía de un perro no era suficiente.

Cuando llegaron a su propiedad vio de inmediato los coches en la entrada. Los reconoció. Gina estaba en casa, pero Meredith Powell también estaba allí por alguna razón.

– ¿Cómo quieres que lo hagamos entonces? -le dijo a Whiting mientras el comisario jefe aparcaba frente a los setos de la casa-. No podemos llamarlo exactamente un arresto, ¿verdad? Teniéndolo todo en cuenta.

Whiting miró su reloj. Gordon consideró que el comisario jefe estaba pensando acerca de los «dóndes» y de los «cuándos»: dónde se suponía que iba a entregar a Gordon al Ministerio del Interior y a qué hora. Era probable que también estuviera considerando cuánto tiempo había transcurrido desde que el Ministerio del Interior le había dicho que recogiera a Gordon, el tiempo correspondiente a su interludio juntos en Eyeworth Pond.

El reloj avanzaba, por lo que difícilmente podría volver luego a por sus enseres, una vez que Gina y Meredith se hubieran ido de la propiedad. Contaba con que Whiting le diría que tenía que irse sin la maleta. Sus cosas -tal como estaban- serían enviadas más adelante. Pero en cambio, Whiting le dijo con una sonrisa:

– Oh, esperaba que pudieras inventarte una historia interesante que contarles, querido.

Gordon se dio cuenta de que el comisario jefe veía aquello como algo divertido, todo a su costa. Primero Eyeworth Pond y ahora eso: Gordon haciendo las maletas y dando explicaciones que convenciesen a Gina de por qué estaba a punto de desaparecer.

– Un cuarto de hora -dijo Whiting-. No voy a perder ni un segundo de cháchara con las señoritas. Pero tú puedes hacer lo que quieras. La perra se queda aquí, a mi lado. Para estar seguro. Ya sabes.

– A Tess no le va a gustar -dijo Gordon.