Tan increíblemente estúpida. Toda su vida era un brillante ejemplo de cuan estúpida una persona podía llegar a ser. Sin cerebro, chica. Completa y enloquecedoramente inútil e incapaz de interpretar a una persona, de leerla por lo que realmente era. Por lo que cualquiera fuera. Y ahora aquí… «¿A qué estás esperando? -se preguntó-. ¿Estás esperando a lo que has estado esperando siempre…, un rescate de donde tú misma te has colocado por ser tan endiabladamente cabezona desde el día que naciste…?»
– Esto acaba aquí.
Todo se detuvo. Sintió que el mundo daba un giro, pero no fue el mundo, sino el hombre que la sostenía, quien estaba dando vueltas, y ella con él. Y allí estaba Gordon. Había entrado en el prado. Iba hacia delante. Sostenía una pistola…, ni más ni menos, una pistola, de dónde había sacado Gordon una pistola, por Dios…, habría tenido siempre una pistola y por qué… Ella se sintió débil, pero aliviada. Se había mojado. Orina caliente salpicando su pierna. Se había acabado, acabado, acabado. Pero el tipo no la soltó. Tampoco dejó de agarrarla.
– Ah, veo que tendremos que hacerlo más profundo, George -dijo él, como si no se sintiera amenazado en lo más mínimo por lo que sostenía Gordon Jossie.
– No es allí, Gina -dijo Gordon inexplicablemente, señalando el lugar en el que había estado limpiando el prado-. Por eso la matasteis, ¿no? -Se dirigió al extraño-. Ya me has oído. Esto se acaba aquí. Déjala ir.
– ¿O qué? -dijo el hombre-. ¿Me vas a disparar? ¿Vas a ser el héroe? ¿Vas a dejar que salga tu foto en la portada de todos los diarios? ¿En los telediarios de la noche? ¿En las tertulias de los programas de la mañana? Vamos, Ian. No puedes querer eso. Continúa cavando, George.
– Así que ella te lo contó -respondió Gordon.
– Bueno, por supuesto que lo hizo. Uno pregunta, ya sabes. Después de eso, ella no quería que la encontraras. Ella estaba…, bien, no querría ofenderte, pero estaba lo suficientemente asqueada al saber quién eras de verdad. Luego, cuando vio las tarjetas… Volvió a casa en estado de pánico y… Uno le pregunta a su amante (perdona, George, pero creo que estamos empatados en esto, verdad, querida) le pregunta, claro. Ella te detestaba lo suficiente como para contármelo. Deberías haberlo dejado todo como estaba, ya sabes, una vez se fue a Londres. ¿Por qué no lo hiciste, Ian?
– No me llames así.
– Es tu verdadero nombre, ¿verdad? George, cariño, este es Ian Barker, ¿no es así? No es ni Michael ni Reggie. Es Ian. Pero él habla sobre ellos cuando sueña, ¿cierto?
– Pesadillas -dijo Gina-. Unas pesadillas que no puedes ni imaginarte.
– Deja que se vaya. -Gordon hizo un gesto con la pistola. El hombre todavía la agarró con más fuerza.
– No puedo, no lo haré. No tan cerca del final. Lo siento, colega.
– Voy a dispararte, seas quien seas.
– Frazer Chaplin, para servirle -dijo. Sonó bastante alegre. Dio un pequeño giro a lo que sostenía sobre el cuello de Meredith. Ella gritó-. Así que sí, ella vio esas tarjetas, Ian, amigo mío -dijo Frazer-. Entró en una suerte de estado pánico. Corrió de aquí para allá diciendo tonterías acerca de un tipo en Hampshire que jamás debió de haber conocido. Así que uno preguntó por qué. Bien, es lo que hace la gente. Y se desmoronó. Qué niño tan travieso eras, ¿no es así? Hay muchos por ahí que quieren encontrarte. La gente no olvida. Y menos un crimen de ese tipo. Y ésa es la razón, por supuesto, por la que no vas a dispararme. Aparte del hecho de que es bastante probable que yerres en tu tiro y le des a la pobrecita Meredith justo en la cabeza.
– Tal y como yo lo veo, eso no es un problema -dijo Gordon. Giró el arma hacia Gina-. Ella es la que va a recibir un disparo. Tira la pala, Gina. Esto ha acabado. El tesoro no está aquí, Meredith no va a morir y me importa un carajo quien sepa mi nombre.
Meredith gimió. No tenía ni idea de lo que estaban hablando, pero trató de extender su mano hacia Gordon en señal de agradecimiento. Había sacrificado algo. Ella no sabía qué. No sabía por qué. Pero lo que significaba era…
El dolor la desgarró. Fuego y hielo. Subió por la parte superior de la cabeza y a través de sus ojos. Sintió algo que se rompía y algo que estaba siendo liberado. Cayó al suelo sin ofrecer resistencia.
Barbara había logrado colocarse en la esquina sureste del garaje cuando oyó el disparo. Había estado moviéndose sigilosamente, pero se detuvo. Sólo por un instante. Sonó un segundo disparo y corrió hacia delante. Logró llegar al prado y se arrojó al interior. Escuchó un ruido detrás de ella, los pasos pesados de alguien corriendo hacia donde estaba ella y un hombre que gritó: «¡Tira esa mierda de arma!». Ella lo vio todo como si se hubiera congelado la imagen.
Meredith Powell en el suelo con una púa vieja atravesándole el cuello. Frazer Chaplin a menos de metro y medio de Gordon Jossie. Gina Dickens apoyada en la cerca de alambre con la mano en su boca. El mismo Jossie cogiendo la pistola con frialdad, todavía en la posición del segundo disparo, que acababa de lanzar al aire.
– ¡Barker! -Fue un estruendo, no la voz del comisario jefe Whiting. Estaba vociferando desde la entrada-. ¡Deja la maldita pistola en el suelo! ¡Ahora! Ya me has oído. ¡Ahora!
Tess pasó por delante de Whiting, saltando hacia delante, aullando, corriendo en círculos.
– ¡Suéltala, Barker!
– ¡Le has disparado! ¡Le has matado! -dijo Gina Dickens. Gritó, corrió hacia Frazer Chaplin y se echó encima de él.
– Los refuerzos están de camino, señor Jossie -dijo Barbara-. Baje el arma…
– ¡Deténgalo! ¡Ahora me matará a mí!
La perra ladró y ladró.
– Ve a ver a Meredith -dijo Jossie-. Que alguien haga el puñetero favor de ir a ver a Meredith.
– Deja la maldita arma primero.
– Te he dicho…
– ¿Quieres que ella también muera? ¿Igual que el chico? ¿Te excita la muerte, Ian?
Jossie entonces giró el arma y apuntó a Whiting.
– Solamente algunas muertes. Algunas malditas muertes.
La perra aulló.
– ¡No dispare! -imploró Barbara-. No lo haga, señor Jossie.
Ella corrió hacia la descompuesta figura de Meredith. La púa estaba clavada hasta la mitad, pero no había llegado a la yugular. Estaba consciente, pero sobrepasada por el shock. El tiempo era crucial. Jossie necesitaba saberlo.
– Está viva. Señor Jossie, está viva -dijo-. Deje el arma en el suelo. Déjenos sacarla de aquí. No hay nada más que pueda hacer ahora.
– Se equivoca. Sí que lo hay -dijo Jossie. Y volvió a disparar.
Michael Spargo, Ian Barker y Reggie Arnold fueron a unidades especiales de seguridad durante la primera etapa de sus sentencias. Por razones obvias, los mantuvieron separados, en centros ubicados en diferentes partes del país. El objetivo de las unidades especiales es la educación y -frecuentemente, pero no siempre, dependiendo del grado de colaboración del detenido- la terapia. La información acerca de cómo les fue dentro no es de dominio público, pero lo que sí se sabe es que a la edad de quince años, su tiempo allí terminó, y fueron trasladados a un «centro para jóvenes», que siempre ha sido un eufemismo para decir «una prisión para los jóvenes delincuentes». A los 18 años, fueron trasladados de sus respectivos centros juveniles a cárceles de máxima seguridad, donde pasaron el resto de la condena que habían dictado los tribunales de Luxemburgo. Diez años.
Aquello pasó, claro está, hace mucho tiempo. Los tres chicos, hoy hombres, fueron reinsertados en la sociedad. Debido a casos como el de Mary Bell, Jon Venables y Robert Thompson, por desgracia famosos niños criminales, a los chicos les dieron nuevas identidades. El lugar en el que cada uno fue puesto en libertad sigue siendo un secreto muy bien guardado, se desconoce si son miembros activos de la sociedad. Alan Dresser prometió cazarlos para «devolverles un poco lo que le hicieron a John», aunque dado que están protegidos por la ley y no pueden hacerse públicas sus fotografías, es improbable que el señor Dresser o cualquiera logre dar nunca con ellos.