– ¿Ha terminado sus deberes para hoy? -preguntó Azhar.
– ¿Sus deberes? -Barbara miró a Hadiyyah.
La niña asintió vigorosamente, aunque Barbara tenía sus dudas en cuanto a lo que a la cocina se refería. Hadiyyah no se había mostrado demasiado entusiasmada ante la perspectiva de estar en la cocina de alguien con el calor del verano.
– Todo correcto -respondió.
– Muy bien -dijo Azhar-. Pero no vayáis a Camden Market, Barbara.
– Ni aunque fuera el último lugar sobre la tierra, se lo aseguro -repuso.
La tienda de la cadena Topshop más cercana estaba en Oxford Street, algo que entusiasmó a Hadiyyah y horrorizó a Barbara. La meca de las compras en Londres era siempre una ondulante e ingente masa de gente cualquier día, excepto en Navidad. En pleno verano, con los colegios de vacaciones y la ciudad abarrotada de visitantes llegados de todo el mundo, era una masa ondulante de humanidad al cuadrado. Al cubo. A la décima potencia. Lo que sea. Cuando llegaron allí tardaron cuarenta minutos en encontrar un aparcamiento con espacio para el Mini de Barbara. Otros treinta se les fueron en abrirse paso hasta Topshop, apartando a la gente con los codos en la acera, como salmones que regresan a casa. Cuando finalmente llegaron a la tienda, Barbara echó un vistazo al interior y quiso salir corriendo de inmediato. El lugar estaba lleno de chicas adolescentes, sus madres, sus tías, sus abuelas, sus vecinas… Estaban hombro con hombro, formaban colas ante las cajas, se empujaban de un lado a otro, de los colgadores a los mostradores, a los expositores; gritaban a sus teléfonos móviles por encima de la música ensordecedora; se probaban joyas: pendientes en las orejas, collares en los cuellos, pulseras en las muñecas. Era la peor pesadilla de Barbara hecha realidad.
– ¿No es maravilloso? -dijo Hadiyyah, excitada-. Siempre quiero que papá me traiga aquí, pero dice que Oxford Street es una locura. Dice que nada podrá arrastrarle a Oxford Street. Dice que ni unos caballos salvajes podrían traerle aquí. Dice que Oxford Street es la versión londinense de…, no lo recuerdo, pero no es nada bueno.
El Infierno de Dante, sin duda, pensó Barbara. Algún círculo infernal donde las mujeres como ella -que odiaba las tendencias de la moda, que se mostraba indiferente ante la ropa en general y cuyo aspecto horrible dejaba en un segundo plano lo que se pusiera encima- eran arrojadas por los pecados cometidos con la moda.
– Pero me encanta -dijo Hadiyyah-. Sabía que me encantaría. Oh, lo sabía.
Entró en la tienda y Barbara no tuvo más remedio que seguirla.
Ambas pasaron noventa agotadores minutos en Topshop, donde la falta de aire acondicionado -esto era Londres, después de todo, donde la gente aún creía que sólo había «cuatro o cinco días de calor en todo el año»- y lo que parecían ser un millar de adolescentes en busca de gangas hicieron que Barbara se sintiera como si hubiese pagado definitivamente por cada pecado terrenal que hubiera cometido, más allá de los que había llevado a cabo contra la haute couture. Cuando salieron de Topshop fueron a Jigsaw, y de Jigsaw a H &M, donde repitieron la experiencia vivida en Topshop, con el añadido de niños pequeños que chillaban a sus madres pidiendo helados, caramelos, cachorros de perro, empanadillas de salchicha, patatas con pescado frito y cualquier otra cosa que les pasara por sus mentes febriles. Ante la insistencia de Hadiyyah -«¡Barbara, sólo mira el nombre de la tienda, por favor!»- continuaron hacia Accesorize y, por último, se encontraron frente a un Marks & Spencer, aunque no sin un suspiro de desaprobación por parte de Hadiyyah.
– Aquí es donde la señora Silver compra sus bragas, Barbara -dijo Hadiyyah, como si esa información pudiese conseguir que su acompañante se parase en seco allí mismo-. ¿Quieres parecerte a la señora Silver?
– En este momento me conformaría con parecerme a Dame Edna [7]. -Barbara entró en los grandes almacenes y Hadiyyah la siguió-. Gracias Dios por apiadarte de nosotras -dijo Barbara por encima del hombro-. No sólo bragas, sino también aire acondicionado.
Hasta ahora todo lo que habían conseguido era un collar en Accessorize con el que Barbara pensó que no se sentiría completamente estúpida y un montón de artículos de maquillaje comprados en Boots. El maquillaje consistía en lo que Hadiyyah le dijo que debía comprar, si bien Barbara dudaba sinceramente de que fuese a usarlo alguna vez. Había aceptado la idea del maquillaje sólo porque la niña se había mostrado absolutamente irreductible ante la sistemática negativa de Barbara a comprar cualquier cosa. Hadiyyah había revisado todos los colgadores de ropa que habían visto hasta ahora. Por lo tanto, parecía justo que ella cediera en algo y pensó que el maquillaje podía ser esa opción. De modo que llenó su canasta con base, colorete, sombra de ojos, delineador de ojos, rímel, varios colores inquietantes de lápiz de labios, cuatro clases diferentes de cepillos y un bote de polvos sueltos que se suponía «fijarían todo en su lugar», tal y como le dijo Hadiyyah. Al parecer, las compras que Hadiyyah sugería que Barbara hiciera dependían en gran medida de la observación que hacía la niña de los rituales de su madre cada mañana, que a su vez dependían en gran medida de «potes de esto y aquello… Ella siempre tiene un aspecto radiante, Barbara, espera a verla». Ver a la madre de Hadiyyah era algo que no había sucedido en los catorce meses que habían pasado desde que conoció a la pequeña y a su padre, y el eufemismo «se marchó a Canadá de vacaciones» comenzaba a adquirir un significado que le resultaba difícil seguir ignorando.
– ¿No puedo apañármelas sólo con colorete?
Hadiyyah le respondió mofándose de ella abiertamente.
– Venga ya, Barbara -se rió la cría.
En Marks & Spencer, Hadiyyah no quiso ni oír hablar de que Barbara fuese a la sección de cualquier cosa que la niña considerase «apropiada para la señora Silver… Sabes lo que quiero decir». Ella tenía en mente esa prenda básica de todo guardarropa -la antes mencionada falda acampanada- y se declaró satisfecha con el hecho de que al menos era pleno verano y las prendas de otoño acababan de llegar. Por lo tanto, los artículos en oferta aún no habían sido manoseados por innumerables «madres trabajadoras que usan esta clase de cosas, Barbara. Ahora estarán de vacaciones con sus críos, de modo que no tenemos que preocuparnos por tener que conformarnos sólo con las sobras».
– Gracias a Dios -dijo Barbara.
Se dirigió hacia unos conjuntos en verde y ciruela cuando Hadiyyah la cogió con fuerza del brazo y la llevó en otra dirección. La niña se mostró satisfecha cuando encontraron «prendas separadas, Barbara, que podemos juntar para hacer conjuntos. Oh, y mira, tienen blusas con corbata de lazo. Son muy monas, ¿no crees?».
Cogió una de las blusas para que Barbara la examinara.
La mujer no podía imaginarse llevando una blusa, y mucho menos con un voluminoso lazo en el cuello.
– No creerás que eso favorece la línea de mi barbilla, ¿verdad? ¿Qué me dices de esto? -Cogió un vestido sin mangas de una pila perfectamente doblada.
– Nada de vestidos sin mangas -dijo Hadiyyah. Volvió a dejar la blusa en el colgador-. Oh, de acuerdo. Supongo que el lazo es demasiado.
Barbara alabó al Todopoderoso por esa declaración. Comenzó a revisar las faldas. Hadiyyah hizo lo mismo. Finalmente, seleccionaron cinco sobre las que tuvieron que ponerse de acuerdo, si bien iban haciendo concesiones mutuas a cada paso del camino: Hadiyyah devolvía al colgador, sin dudarlo, cualquier falda que considerase propia de la señora Silver; mientras que Barbara temblaba ante cualquier cosa que pudiese llamar la atención.