Luego se dirigieron a los probadores, donde Hadiyyah insistió en hacer el papel de vestidor de Barbara, lo que la expuso a su ropa interior.
– Horroroso, Barbara -dijo-. Tienes que usar bragas tipo tanga.
La policía no tenía intención de pasar siquiera por el territorio de las bragas, de modo que insistió para que se concentrasen en las faldas que habían elegido. La niña se limitó a agitar la mano en un gesto que rechazaba cualquier cosa «inadecuada, Barbara». Iba poniendo diversas objeciones: que si ésta formaba arrugas alrededor de las caderas, que si aquélla se ajustaba demasiado en el trasero, que si otra tenía un aspecto un tanto desagradable, y de una cuarta dijo que era algo que ni siquiera una abuela llevaría.
Barbara estaba considerando qué castigo podría infligirle a Isabelle Ardery por la «sugerencia» que le había hecho cuando, desde las profundidades de su bolso, comenzó a sonar su teléfono móvil, las cuatro primeras notas de Peggy Sue, un tono que se había bajado alegremente de Internet.
– Buddy Holly -dijo Hadiyyah.
– Me congratula haberte enseñado algo. -Barbara sacó el móvil y comprobó el número de la persona que llamaba. Salvada por la campana, aunque puede que estuvieran siguiendo sus movimientos. Abrió el teléfono-. Jefa -dijo.
– ¿Dónde está, sargento? -preguntó Isabelle Ardery.
– De compras -contestó Barbara-. Ropa. Como usted me aconsejó.
– Dígame que no se encuentra en una tienda de beneficencia y me hará una mujer feliz -dijo Ardery.
– Sea feliz entonces.
– ¿Deseo saber adónde…?
– Probablemente no.
– ¿Y ha logrado comprar…?
– Un collar…, hasta ahora -y por temor a que la jefa protestara por la excentricidad de esa compra, añadió-: y también maquillaje. Montones de maquillaje. Me pareceré a… -torturó su cerebro en busca de una imagen apropiada- Elle Macpherson la próxima vez que nos veamos. Y en este momento estoy en un probador, donde una niña de nueve años no aprueba las bragas que llevo puestas.
– ¿Su acompañante es una niña de nueve años? -preguntó Ardery-. Sargento…
– Créame, tiene las ideas muy claras acerca de lo que debería usar, jefa, y ésa es la razón por la que hasta ahora sólo me haya comprado un collar. Creo, sin embargo, que llegaremos a un acuerdo con respecto a una falda. Llevamos horas con este asunto y creo que he logrado agotarla.
– Bien, llegue a ese acuerdo con la niña y póngase en marcha. Ha surgido algo.
– ¿Algo…?
– Tenemos un cadáver en un cementerio, sargento, y es un cadáver que no debería estar allí.
Isabelle Ardery no quería pensar en sus hijos, pero su primera visión del cementerio de Abney Park hizo que le resultase prácticamente imposible pensar en cualquier otra cosa. Estaban en esa edad en la que vivir aventuras superaba a todo lo demás, excepto a la mañana de Navidad, y el cementerio era decididamente un lugar para la aventura. La hierba crecida en exceso, con sombrías estatuas funerarias victorianas cubiertas de hiedra, con árboles caídos que proporcionaban lugares imaginarios para fuertes y escondites, con lápidas desplomadas y monumentos ruinosos… Era un lugar sacado de una novela de misterio, completado con el ocasional árbol nudoso que había sido tallado a la altura del hombro para exhibir enormes camafeos en forma de lunas, estrellas y rostros lascivos. Y se encontraba a pocos pasos de la calle principal, detrás de una verja de hierro forjado y accesible para cualquiera a través de varios portones.
El sargento Nkata había aparcado su coche en la entrada principal, donde ya estaba esperando una ambulancia. Esta entrada se encontraba en el cruce de Northwold Road y la calle principal, una zona pavimentada delante de dos edificios color crema cuyo estucado se estaba descascarillando. Éstos se alzaban a ambos lados de unos enormes portones de hierro forjado que, según supo Isabelle más tarde, permanecían abiertos normalmente durante el día, pero que ahora estaban cerrados y custodiados por un policía de la comisaría local. El agente se acercó a su coche.
Isabelle salió al calor del verano, que se desprendía en oleadas desde el pavimento. No contribuía en absoluto a aliviar el martilleo que sentía en la cabeza, un dolor en el cráneo exacerbado de inmediato por el ruido de un helicóptero de la televisión que giraba por encima de sus cabezas como un ave de rapiña.
Una multitud se había reunido frente a la puerta principal, contenida por la cinta que señalaba la escena del crimen y que se tensaba desde una farola hasta la verja del cementerio a ambos lados de la entrada. Isabelle vio entre los curiosos a varios miembros de la prensa, reconocibles por sus libretas de notas, sus grabadoras y por el hecho de que estaban siendo aleccionados por un tío que debía ser el jefe de prensa de la comisaría de Stoke Newington. El hombre había mirado por encima del hombro cuando Isabelle y Nkata bajaron del coche. Asintió ligeramente con la cabeza, igual que el agente de la Policía local. No estaban contentos. La intrusión de la Metropolitana en su parcela no es que les hiciera mucha ilusión.
«Culpad a los políticos -quería decirles Isabelle-. Culpad a la Unidad de Protección de Menores, la SO 5, y al permanente fracaso del Departamento de Personas Desaparecidas. No sólo no las encuentran, sino que son incapaces de quitar de su lista a aquellas personas que ya no están desaparecidas. Culpad también a otra tediosa declaración de prensa y la consiguiente lucha de poder entre el personal civil que dirigía el SO5 y los frustrados oficiales que exigen un jefe policial para la división, como si eso fuese a resolver sus problemas». Pero, sobre todo, debían culpar al subinspector jefe sir David Hillier y a la manera en que había decidido cubrir el puesto vacante al que ahora optaba Isabelle. Hillier no lo había dicho, pero Isabelle no era tonta: ésta era su prueba y todo el mundo lo sabía.
Le había dicho al sargento Nkata que la llevase hasta la escena del crimen. Al igual que los policías en el cementerio, él tampoco parecía contento. Era evidente que no esperaba que a un sargento detective le pidiesen que actuase como chofer, pero era lo bastante profesional para mantener sus sentimientos bajo control. Ella no había tenido muchas alternativas. Se trataba de, o bien elegir a un conductor entre los miembros del equipo, o bien tratar de encontrar el cementerio de Abney Park sin ayuda y valiéndose de una guía de la ciudad. Si la asignaban de forma permanente a su nuevo puesto, Isabelle sabía que probablemente le llevaría años familiarizarse con esa compleja masa de calles y pueblos que, a lo largo de los siglos, se habían incorporado en la monstruosa expansión de Londres.
– ¿Patólogo? -preguntó al agente una vez que hubo hecho las presentaciones y firmado la hoja donde constaban todos los que entraban en el cementerio-. ¿Fotógrafo? ¿CSI?
– Dentro. Están esperando para meterla en la bolsa. Como ordenaron.
El policía era cortés…, nada más. La radio que llevaba fijada al hombro lanzó un graznido y el agente bajó el volumen. Isabelle desvió la mirada hacia los curiosos reunidos en la acera y de ellos a los edificios que se alzaban al otro lado de la calle. Estos incluían los omnipresentes establecimientos comerciales de todas las calles principales del país, desde un local de Pizza Hut hasta un kiosco de periódicos. Todos ellos tenían viviendas en los altos y, encima de uno de los locales -una charcutería polaca- se había construido un bloque de apartamentos. En esos lugares habría que llevar a cabo incontables interrogatorios. Los policías de Stoke Newington, decidió Isabelle, deberían estar agradeciendo al Señor que la Metropolitana se hiciera cargo del caso.