– Oh -dijo él-. Yo no… No leo mucho.
– ¿No? -preguntó ella mientras descendían por la ladera de la colina. Enlazó la mano a través del brazo de Gordon mientras Tess los guiaba-. Me temo que tendremos que hacer algo al respecto.
Julio
Capítulo 1
Cuando Meredith Powell se despertó y vio la fecha en el despertador digital, tomó conciencia de cuatro hechos en cuestión de segundos: ese día cumplía veintiséis años; era su día libre; era el día para el que su madre había sugerido un programa de abuela-arruina-la-aventura-de-su-única-nieta; y era la oportunidad perfecta para disculparse con su mejor y más antigua amiga por una pelea que les había impedido ser las mejores y más viejas amigas durante casi un año. Lo último se le ocurrió porque Meredith siempre compartía su cumpleaños con esta mejor y más vieja amiga. Ella y Jemima Hastings habían sido inseparables desde que tenían seis años y habían celebrado sus cumpleaños juntas desde el octavo en adelante. Meredith sabía que si hoy no arreglaba las cosas con Jemima, probablemente no lo haría nunca, y si tal cosa sucedía, una tradición que ella valoraba profundamente quedaría destruida. No quería eso. No era fácil conseguir buenos amigos.
El cómo se disculparía le llevó un poco más de tiempo. Meredith pensó en ello mientras se duchaba. Se decidió por un pastel de cumpleaños. Lo prepararía ella, lo llevaría a Ringwood y se lo entregaría a Jemima junto con su sincera disculpa y el reconocimiento de que había obrado mal. No insistiría en la disculpa y en la admisión de culpa; sin embargo, no haría mención alguna a la pareja de Jemima, que había sido la causa de la discusión. Porque sabía que sería inútil. Simplemente se tenía que enfrentar a que Jemima siempre había sido una romántica cuando se trataba de tíos, mientras que ella -Meredith- tenía la completa y absolutamente innegable experiencia de saber que los hombres eran sólo animales vestidos de humanos, que quieren a las mujeres para el sexo, la maternidad y como amas de casa. Si sólo fuesen capaces de «decirlo», en lugar de fingir que están desesperados por encontrar otra cosa, las mujeres con las que se liaban podrían elegir con mayor conocimiento acerca de cómo querían vivir sus vidas, en lugar de creer que están «enamoradas».
Meredith desdeñaba toda idea del amor. Había estado allí, había hecho eso, y el resultado era Cammie Powelclass="underline" cinco años, la luz de los ojos de su madre, sin padre y con todas las probabilidades de que siguiera siendo así.
En ese momento, Cammie estaba aporreando la puerta del baño y gritando:
– ¡Mami! ¡Mammmmmmmmmmiiiiiiii! La abuela dice que hoy iremos a ver las nutrias y comeremos polos y hamburguesas. ¿Tú también vendrás? Porque también hay búhos. Dice que un día iremos al hospital de los erizos, pero que es un viaje muy largo y que para eso tengo que ser mayor. La abuela cree que te echaré de menos, eso es lo que ella dice, pero tú podrías venir con nosotras, ¿verdad? ¿Podrías hacerlo, mami? ¿Mammmmmmmmmmiiiiiiii?
Meredith sonrió. Cammie se despertaba cada mañana en la modalidad de monólogo total y, generalmente, no paraba de hablar hasta que llegaba la hora de irse otra vez a la cama. Mientras se secaba con la toalla, Meredith le preguntó:
– ¿Ya has desayunado, cariño?
– Me he olvidado -le informó Cammie. Meredith oyó un sonido áspero y supo que su hija estaba arrastrando las pantuflas-. Pero, de todos modos, la abuela dice que tienen bebés. Nutrias bebés. Dice que cuando sus mamás se mueren, o cuando se las comen, necesitan que alguien los cuide, y eso es lo que hacen en el parque. El parque de las nutrias. ¿Qué comen las nutrias, mami?
– No lo sé, Cam.
– Algo tienen que comer. Todas las cosas comen todo. O algo. ¿Mami? ¿Mammmmmmmmmmiiiiiiii?
Meredith se encogió de hombros dentro del albornoz y abrió la puerta. Cammie estaba allí, su viva imagen cuando tenía cinco años. Era demasiado alta para su edad y, como Meredith, excesivamente delgada. Era un auténtico regalo, pensó, que Cammie no se pareciera en lo más mínimo al inútil de su padre. Su padre había jurado que jamás la vería si Meredith era «una terca y sigues adelante con este embarazo, porque, por el amor de Dios, tengo una esposa, pequeña estúpida. Y dos hijos. Y tú lo sabías jodidamente bien, Meredith».
– Ahora nos daremos el abrazo de la mañana, Cammie -le dijo Meredith a su hija-. Después quiero que me esperes en la cocina. Tengo que preparar un pastel. ¿Querrás ayudarme?
– La abuela está haciendo el desayuno en la cocina.
– Espero que haya espacio para dos cocineras.
Y así fue. Mientras la madre de Meredith trabajaba en las hornallas, revolviendo los huevos y controlando el beicon, Meredith comenzó a preparar el pastel. Era un procedimiento bastante sencillo, ya que utilizó una mezcla envasada que su madre desdeñó haciendo chasquear la lengua cuando Meredith volcó el contenido dentro de un cuenco.
– Es para Jemima -le dijo Meredith.
– Es como si llevaras agua a un río -observó Janet Powell.
Bueno, por supuesto que sí, pero no podía evitarlo. Además, la intención era lo importante, no el pastel en sí. Aparte de eso, incluso trabajando desde cero con ingredientes suministrados por alguna diosa de la despensa, Meredith nunca habría podido igualar lo que Jemima era capaz de conseguir con harina, huevos y todo lo demás. De modo que, ¿para qué intentarlo? Después de todo no se trataba de un concurso. Era una amistad que necesitaba ser rescatada.
Abuela y nieta habían partido hacia su aventura con las nutrias, y el abuelo ya se había marchado a trabajar cuando Meredith acabó finalmente de cocinar el pastel. Había elegido hacerlo de chocolate con un baño también de chocolate. Le había quedado ligeramente inclinado hacia un lado y un poco hundido en el medio…, bueno, para eso estaba precisamente el baño que se le aplicaba al pastel, ¿verdad? Utilizado generosamente y con muchos toques decorativos servía para ocultar un montón de errores.
El calor que emitía el horno había elevado la temperatura en la cocina, de modo que Meredith decidió que debía ducharse otra vez antes de salir hacia Ringwood. Luego, como era su costumbre, se cubrió de los hombros a los pies con un caftán para disimular la naturaleza excesivamente delgada de su cuerpo, y llevó el pastel de chocolate al coche, donde lo depositó con mucho cuidado en el asiento del pasajero.
«Dios mío, qué calor», pensó. Aún no eran las diez y el día hervía. Había pensado que el calor se debía a que el horno había estado encendido mucho tiempo en la cocina, pero no era así. Bajó los cristales de las ventanillas, se instaló en el asiento que parecía crepitar y se puso en marcha. Tenía que sacar el pastel del coche lo antes posible, o sólo le quedaría un charco de chocolate.
El viaje a Ringwood no era demasiado largo, apenas un paseo por la A31 con el viento soplando a través de las ventanillas y su cinta de afirmación personal sonando a todo volumen. Una voz recitaba: «Yo soy y yo puedo, yo soy y yo puedo», y Meredith se concentró en este mantra. En verdad no creía que este tipo de cosas realmente funcionara, pero estaba decidida a remover cielo y tierra en pos de su carrera.
Un atasco de tráfico en la salida de Ringwood le recordó que era día de mercado. El centro de la ciudad estaría rebosante de gente, con los compradores avanzando en oleadas hacia la plaza del mercado, donde una vez por semana los pintorescos puestos se instalaban debajo de la torre neonormanda de la iglesia parroquial de San Pedro y San Pablo. Además de la gente que acudía a comprar habría turistas, ya que en esta época del año el New Forest estaba plagado de ellos, como cuervos alrededor de un animal muerto en la carretera: excursionistas, caminantes, ciclistas, fotógrafos aficionados y demás formas de entusiastas del aire libre.