– ¿El policía de hoy intentó ligar contigo?
– Tengo el número de su móvil. Por si lo necesitamos.
– Dime algo sobre tu marido que me gustaría saber -dijo Jasmine.
– ¿Qué?
– ¿Alguna vez se cansa de que se la mamen, ese puto árabe imbécil?
Capítulo 4
La Guardia 5 salió a la calle con el sonido de una explosión que oyeron aquella noche. El estallido provenía de una mujer rubia que era policía hacía doce años. Tenía un corte de pelo deportivo, mejillas abultadas y sonrosadas y apenas un toque de maquillaje. Corría el rumor de que su cinturón Sam Browne era talla 44. Gert von Braun había sido transferida recientemente a Hollywood desde la División Central, donde había participado en un tiroteo al que los policías se referían como «uno de los gordos». Gert se había topado con un delincuente que salía de una licorería de Skid Row, con el botín y un arma en la mano, en el mismo momento en el que Gert, que iba sola en el coche, estaba aparcando en la acera de enfrente. Mientras giraba con la mano izquierda, Gert había disparado con una sola mano a través de la ventanilla abierta del acompañante y le había metido cuatro tiros de cinco al fugitivo, matándolo al instante y por tanto convirtiéndose en una célebre tiradora dentro de la comisaría central.
Pero Gert estaba harta de todos los parias de Skid Row y de los olores asociados a ellos, orina y heces, vómito y sangre. Y del peor de todos, el insoportablemente dulce y empalagoso olor de la carne putrefacta de los cadáveres que yacían bajo los puentes y en los refugios de cartón, algunos durante tanto tiempo que incluso las moscas que los cubrían estaban muertas. Al menos sus pequeños cadáveres no olían. Los vivos tampoco estaban en mucho mejores condiciones: vagabundos con las piernas y los pies cubiertos de montones de gusanos que se los comían vivos, mientras los desgraciados comían lo que conseguían mendigar en las puertas traseras de los comederos del centro de la ciudad.
Los jefes de la guardia siempre estaban pidiendo que se hicieran limpiezas profundas en la comisaría central. Tenían una máquina de desodorización de aire encendida la mayor parte del tiempo y quemaban barritas de incienso en la sala de informes. Cuando los policías llegaban al trabajo, olían el aire y decían: «¿Es un día de tres o de cuatro barritas?».
Finalmente Gert von Braun había decidido que la División Central olía como una zapatilla de tenis gigante y no podía quitarse el olor de la nariz, ni del uniforme. La comisaría Hollywood estaba más cerca de su casa en el Valle y olía mucho mejor, aunque ella sabía que era bastante más estrafalaria que la central. Había pedido que la transfirieran y lo había conseguido.
En la comisaría Hollywood todos notaron que Gert llevaba de todo menos un lanzador de cohetes en su bolso, que de hecho no era un bolso sino una enorme maleta negra con ruedecillas. Y los policías descubrieron rápidamente que Gert padecía de STE, que era como llamaban al síndrome de temperamento explosivo, especialmente cuando salía de la comisaría resoplando e iba hacia el aparcamiento, con la cara enrojecida por el calor del verano y arrastrando su bolso, en el que llevaba una pistola de balas de goma y una Remington 870 modelo «Te pego un tiro y estás frito», mientras su compañero la seguía bastante más atrás.
Ése no era un buen momento para molestarla, pero ya se sabe que los policías surfistas rio eran precisamente manantiales de sabiduría. Siempre se referían a las maletas grandes con ruedas como «bolsos maricones para empleados de compañías aéreas». Jetsam señaló con la cabeza la maleta de nilón de Gret, guiñó un ojo a Flotsam y le dijo a ella:
– Perdone, señorita, pero ¿saldrá a tiempo nuestro vuelo?
Siguiéndole la corriente, Flotsam dijo:
– ¿Podemos tomar algo antes del despegue? ¿Y qué me dice de unos cacahuetes?
Gert von Braun, que apenas superaba el metro cincuenta de estatura pero pesaba más que Jetsam, aunque no más que Flotsam, mucho más grande, le respondió:
– Meteos los cacahuetes por el culo, par de calamares surfistas.
– Ay, sí que es escandaloso -le susurró Flotsam a Jetsam.
– Estoy aterrorizado -le contestó él, también susurrando.
Todavía mirando a los policías surfistas con mala cara, Gert metió su equipo en su taquilla, la cerró y comenzó a revisar su sistema móvil de datos para oficiales (PODD), que ya había estado comprobando en el cuarto del material.
El PODD, al que los policías llamaban «pod», era uno de los instrumentos de tortura promovidos por los monitores del decreto federal. Era un instrumento de mano que parecía una Blackberry grande, y que contenía los informes de datos de campo (IDC) que los oficiales del LAPD tenían que rellenar cada vez que interceptaban o detenían a un sospechoso por su propia cuenta. Allí tenían que consignar el género, origen y edad del sospechoso, y el motivo de la detención, indicando además si se había efectuado un cacheo o un registro más completo del sospechoso o de su coche.
El propósito del IDC era vigilar si los policías estaban o no comprometidos con la elaboración de perfiles raciales, pero como todo lo que estaba asociado con el decreto, empeoraba el trabajo policial de carácter preventivo. Sumado a las montañas de papeleo que ya tenían que soportar para complacer a sus superiores, aquello era engorroso e insultante, y alentaba a los otrora honestos policías a «compensar» sus legítimas detenciones de negros y latinos inventando asiáticos y británicos inexistentes. En general, exasperaba a todos los que tenían que usarlo y acababa quitando de las calles a más policías para que se encargaran de la información correspondiente al PODD.
Y en ese momento, nadie estaba más exasperado que la oficial Gert von Braun, que comprobó su PODD y lo colocó encima del maletero de su coche patrulla, intentando ignorar al equipo de surfistas, que la miraba y se reía a carcajadas. Como estaba enfadada con los surfistas, con el PODD y hasta consigo misma por haberse trasladado a la comisaría Hollywood, cuando cargó el tubo de la recámara de su escopeta estaba pensando en cualquier cosa. El procedimiento para cargarla estaba diseñado de modo que el arma quedara «lista para patrullar», es decir, con cuatro municiones en la recámara y ninguna en la cámara. El seguro se quedaba puesto hasta que el arma estuviera lista para ser usada, entonces había que quitar el último cartucho de la culata y colocarlo en la cabeza de la recámara.
Probablemente porque tenía mucho calor, porque las burlas de los surfistas la estaban distrayendo y, sobre todo, porque tenía muy malas pulgas, se olvidó de que acababa de cargar la recámara. Y decidió probar el funcionamiento como hacía habitualmente antes de cargar los cartuchos. Por supuesto, eso hizo que en la cámara quedara un cartucho operativo, y el seguro quitado.
Gert se dio cuenta enseguida de lo que había hecho, y por lo bajo maldijo a los surfistas por haberle faltado al respeto. Después de dejar su teléfono móvil junto al PODD, encima del maletero del coche, se dispuso a quitar el cartucho de la cámara.
– Tronco, creo que es mejor que movamos el culo -le dijo Flotsam a su compañero-. Gert nos tiene en la mira y está con los labios tensos, los colmillos fuera y un arma entre las garras.
– Colega, esa gorda fea es capaz de tirar con cualquiera de sus dos manos -asintió Jetsam, mirando la medalla de experta tiradora que colgaba del bolsillo de su solapa, sobre su busto de talla supergrande-. Y el corazón le bombea gas refrigerante en las venas.
Todavía mirando con mala cara a los surfistas, e intentando pensar en alguna burla sobre el ridículo aspecto de su cabello repeinado y aclarado, Gert vio que el PODD había chocado contra el teléfono móvil y que éste se estaba cayendo.
– ¡Mierda! -dijo, e intentó alcanzarlo con su mano izquierda antes de que se estrellara contra el asfalto, pero cuando tocó el PODD, éste comenzó a resbalar. Ahora intentaba coger ambas cosas con la mano izquierda. Y por accidente, tocó el gatillo con la derecha.