– Está bien, míralo de este modo -dijo el novato-. ¿Qué habría pasado si mi abuelo peruano hubiera llegado de los alrededores de Brasil, donde tienen nombres portugueses y no hablan español? ¿Incluso así pensarías que sumo puntos por diversidad?
– No compliques tanto el asunto sólo porque has ido a la universidad -dijo Dan-. Todo gira en torno al color y la lengua.
– Yo sé tanto de español como tú, el color de mi piel es más claro que el de la tuya, y mis ojos más azules. Si quieres hacer números, soy peruano exactamente en una cuarta parte, y no creo que eso me haga mestizo -dijo Gil.
– Lo analizas demasiado -dijo Dan Applewhite. Le hubiese gustado que su colega no le discutiese todo, y pensó que había llegado el momento de retirarse.
– Y si tuviera el mismo ADN peruano por parte de mi madre, y no tuviera nombre hispano, no estaríamos teniendo esta discusión. ¿Acaso los hijos de Geraldo Rivera suman puntos por diversidad? ¿Y qué me dices de Cameron Díaz, cuando tenga niños? ¿O Andy García? ¿O Charlie Sheen, por el amor de Dios? ¡Es tan hispano como yo! -dijo Gil.
La conversación había acabado hacía un buen rato cuando Dan «Día del Juicio Final» acercó el coche junto al borde de la acera, lo aparcó y, volviéndose hacia su compañero, dijo:
– Ésta no es la ciudad de los ángeles; es la ciudad de los anzuelos, donde todo el mundo anda buscando un enchufe. Se hablan cientos de lenguas en Babelwood, ¿no es cierto? Todo gira en torno a la diversidad, las preferencias personales y las actitudes políticamente correctas. Así que si la lotería de la vida te ha dado un enchufe, has de aceptarlo y dar las gracias. Porque aunque eres un gran chico y tienes potencial, te digo aquí y ahora que si no cierras la boca y no actúas como si de verdad hubieses nacido en alguna otra parte fuera de Los Ángeles, como instructor tuyo voy a decidir que eres demasiado estúpido para ser un policía, ¡y que tal vez ni siquiera debas aprobar tu curso de formación! ¿Me sigues?
Entonces Dan Applewhite comenzó a estornudar y tuvo que coger su caja de clínex y su spray nasal.
– ¿Ves lo que has hecho? -dijo, sorbiéndose los mocos-. Me pones nervioso y mis alergias se activan.
Cuando el veterano pudo controlar los estornudos, su joven compañero pensó un rato en silencio, miró a su instructor y le dijo, en un español de bachillerato con acento inglés:
– Me llamo Gilberto Ponce. Hola, compañero.
Limpiándose la nariz, Dan «Día del Juicio Final» dijo:
– Así está mejor. Pero no tienes que exagerarlo. Vosotros los hispanos siempre tendéis a rizar el rizo.
Leonard Stilwell era un cocainómano de treinta y nueve años, con una mata de cabello grueso y rojo, el rostro lleno de pecas y grandes ojos azules de mirada extraviada que parecían más adecuados para una vaca de granja. Había pasado dos temporadas relativamente cortas en la cárcel del condado de Los Ángeles cumpliendo condena por robo, pero nunca había sido encerrado en la prisión estatal. La última condena le había caído porque Leonard arrojó sus guantes de goma en un contenedor después de haber completado su tarea sin ningún error. Más tarde la policía encontró los guantes, y después de cortar las puntas de los dedos, procesó el material en el laboratorio y obtuvo buenas huellas. Tras aquella condena, Leonard Stilwell comenzó a ver CSI en la televisión.
La penitenciaria del condado estaba tan superpoblada que era frecuente que los prisioneros no violentos como Leonard pudieran obtener una excarcelación anticipada para dejar sitio a los violadores, a los pandilleros y a los asesinos de sus esposas. Así que Leonard se beneficiaba de los crímenes que cometían los demás, y salía escupido de nuevo a la calle como pasta dentífrica de un tubo. Cuando estaba fuera se apresuraba a contactar con viejos colegas para intentar convencerlos de que le diesen un adelanto de su parte del siguiente trabajo, y luego se pasaba varios días tomando cocaína para intentar olvidar las miserias de la cárcel antes de volver al trabajo. Pero todo aquello lo hacía cuando trabajaba en equipo con el experto ladrón Whitey Dawson, quien había muerto de sobredosis de heroína seis meses atrás y cuyas últimas palabras habían sido:
– ¡No estoy mejorando nada!
Leonard Stilwell había demostrado ser razonablemente eficaz en los asaltos de licorerías, lo que también había sido la especialidad de Whitey Dawson, y además mostraba cierta competencia en rellenar botellas vacías de primeras marcas con licores baratos robados, a las que luego adhería alguna etiqueta verosímil con la que sellaba la tapa. Dos veces le había vendido varias botellas alteradas a Alí Aziz, de la Sala Leopardo, mezcladas con algunas legítimas, y Alí nunca se había dado cuenta.
Ahora que Whitey Dawson se había ido, a Leonard Stilwell no le había quedado más remedio que aceptar un empleo. Era la primera vez en quince años que recibía un cheque de pago auténtico, y le pareció detestable. Era el único gringo en un negocio de lavado de coches de poca monta, y cuando no era el dueño el que le gritaba, lo hacían los demás trabajadores. Uno de los mexicanos era un viejo amigo llamado Chuey, que algunas veces tenía algo de cocaína decente para vender. Chuey nunca llevaba la cocaína encima, de manera que Leonard tenía que desplazarse hasta la pequeña casa de campo al este de Hollywood donde vivía si quería la droga.
Leonard condujo hasta allí justo después del atardecer y se encontró la puerta de la casa de Chuey abierta de par en par. Lo llamó a gritos, y al rato entró, pero no pudo encontrar a Chuey por ninguna parte. Entonces fue hacia el patio y lo vio. Horrorizado, Leonard corrió de vuelta a la casa, cogió el teléfono de Chuey y llamó al 911 para avisar de lo que había encontrado, intentando adoptar un inglés con acento español pero que en realidad era una lengua casi indescifrable.
Antes de abandonar la casa, decidió que tenía que superar su espanto, así que se tomó el tiempo suficiente para registrar el dormitorio hasta que encontró la cartera de Chuey. Cogió los veintitrés dólares que había en la cartera y salió de allí pitando.
La denuncia del «problema desconocido» llegó un par de horas después de que el ataque de alergia de Dan Applewhite hubiese cesado. Por regla general, «problema desconocido» significaba que alguien había llamado ebrio o histérico o, a veces, hablando en un lenguaje incomprensible. Pero en realidad podía significar cualquier cosa, y ponía un poco nerviosos a los policías, que entonces tenían que estar especialmente alerta.
Aquel sector de Hollywood era territorio de bandas, pero no de bandas salvadoreñas. Allí vivían más bien los viejos cruisers, veteranos mexicano-americanos de la banda de White Fence. Los registros más recientes contaban 463 bandas callejeras en Los Ángeles, con 38.974 miembros. Pero cómo se las había arreglado el LAPD para contar cabezas con tanta precisión, nadie lo sabía.
– Trae el arma -le dijo a Gil Ponce, que sacó la Remington de su escondite improvisado entre los asientos del coche y colocó algo de munición en la recámara.
Estaban frente a una casa rodeada por una verja de madera, con la pintura blanca desvaída y descascarada, y el pequeño patio lleno de maleza. De la puerta abierta salía un olor a salsa y a manteca de cerdo friéndose.
– ¡Policía! -gritó Dan Applewhite, acercándose al portal-. ¿Alguien nos ha llamado?
No hubo respuesta. Dan le quitó el arma a Gil y utilizó el cañón para abrir la puerta un poco más. La casa estaba a oscuras, pero de la cocina salía una luz. Alguien había estado comiendo recientemente en la mesa. El dormitorio estaba vacío y la cama meticulosamente hecha, con un gastado cubrecama estirado sobre una única almohada. Había ropa de hombre encima de una silla y, colgado del armario, un escaso vestuario que constaba de dos pares de pantalones color caqui, varias camisas blancas y un jersey gris sin mangas.