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– Que me estaba preguntando dónde está el resto del negocio de este pequeño desguace. Por ejemplo, la puerta de al lado no tiene ningún letrero. Estaba pensando que es posible que el taller utilice esa parte para trabajar en los coches. Si usan cosas como soldadoras y tubos inflamables en un sitio que sólo está separado de algunas viviendas por una pared de yeso, podría haber una ordenanza contra incendios que les obligase a cerrar. ¿Te das cuenta?

– Déjame mirar bien esta mierda -dijo Flotsam, auténticamente desconcertado por el comportamiento de su compañero hasta que encontró la respuesta. Después dijo-: ¡Ya lo entiendo!

– ¿Entiendes qué? -dijo Jetsam, mientras se subía a una caja de madera y luego encima de un barril de aceite para alumbrar la ventana del edificio que había junto al taller.

– ¡Es cosa de Ronnie Sinclair! -dijo Flotsam-. Ahora ella trabaja en Hollywood Sur. Y tú quieres ir allá mañana y tener un cara a cara con el sargento cuervo para mostrarle cuán obsesionado estás con esa mierda de la calidad de vida. Quizás así te tenga en cuenta la próxima vez que haya plazas vacantes. Y entonces, si es que es cierto que los sueños se hacen realidad, incluso podrías llegar a ser el compañero de Ronnie. Y quién sabe, tal vez ella podría no encontrarte tan repulsivo como hasta ahora. ¡Ahora lo entiendo, tío!

Jetsam podría haberse enfurecido muchísimo por la precisión con que Flotsam había adivinado sus motivos, pero estaba demasiado ocupado, sorprendido por el negocio que tenía delante.

– Colega -dijo-, sube aquí y mira lo que hay dentro.

– No me tengas en ascuas -dijo Flotsam sin moverse-. Ilumíname.

– Este lugar contiene un amplio almacén y un área de reparación. Debe de tener como seiscientos metros cuadrados.

– ¿Y?

– Que estoy viendo seis deportivos utilitarios, todos nuevos o casi nuevos. Un BMW, un Mercedes, un Lexus y… a ver… no alcanzo a ver cuáles son los otros. Está demasiado oscuro.

– Tío, esto es un taller. ¿Acaso esperabas que estos armenios guardaran olivas y queso de cabra aquí dentro?

– Sólo estoy diciendo… -murmuró Jetsam mientras seguía espiando por la ventana. De pronto se giró y dijo-: Colega, no son armenios.

– Muy bien. ¿Y qué son entonces?

– Alcanzo a ver un periódico en una mesa de trabajo que hay justo bajo esta ventana. Creo que está en árabe. Me parece que son árabes.

– Ahora ya sé por qué no tienes la palabra «detective» escrita en tu placa, tío. Noticia de última hora: hay miles y miles de jodidos camellos en L. A. ¿Y qué?

– Y también sé lo que están planeando, colega.

– Déjame adivinar. ¿Son activistas de Al Qaeda?

– Están repintando y vendiendo vehículos deportivos sofisticados. Mañana por la mañana voy a pedir en cuanto me levante que me den el detalle de los robos de vehículos.

– ¿Por qué no te pones en plan CSI total y empiezas a buscar ADN en los objetos? No me importaría quedarme aquí sentado mientras tú rastreas por ahí. A lo mejor encuentras el cuchillo de O. J. Simpson o el arma de Robert Blake.

– ¿Realmente crees que podrían ser de Al Qaeda? -dijo Jetsam.

Mientras Jetsam irritaba a su compañero con sus aires detectivescos, Alí Aziz estaba contando la cantidad de gente que había en la Sala Leopardo y vociferando a los bármanes negros, a su camarera blanca, e incluso a sus lavaplatos mexicanos. No le preocupaba que sus gritos molestaran a los clientes. Todos ellos eran hombres cuya atención estaba concentrada en las dos bailarinas de topless que, únicamente con un tanga encima, se contoneaban alrededor de las barras mientras la música brotaba con fuerza de un equipo de sonido que le había costado a Alí setenta y cinco mil dólares, aunque había conseguido un descuento especial de un cliente que necesitaba dinero antes de empezar a cumplir condena por haber cercado una propiedad robada.

Alí Aziz había dado empleo a todo tipo de bármanes, tanto hombres como mujeres: blancos, asiáticos, mexicanos, ahora a dos hombres blancos a quienes iba a despedir la semana siguiente, e incluso a un hombre de Oriente Medio. Todos eran unos ladrones, pensaba Alí. Los bármanes y las camareras llevaban camisas blancas almidonadas, corbatas de lazo negras y pantalones negros, pero Alí siempre decía que si los bármanes sirvieran las copas completamente desnudos y bajo la vigilancia de un encargado, igualmente encontrarían el modo de robarle.

Por supuesto, Alí también pensaba que le robaba el gobierno de Estados Unidos, así como el estado de California, y también la ciudad de Los Ángeles. Así que se defendía de ellos llevando dos libros de contabilidad para cada uno de los dos clubes que dirigía: uno para la entrada real de dinero, el otro para los auditores de Hacienda.

En años anteriores, cuando podía, Alí le compraba el alcohol al ratero adicto que conocía como Whitey Dawson, y a quien había conocido poco después de llegar a Estados Unidos, hacía treinta años, cuando Alí tenía veintidós. Había oído que Dawson sufrió sobredosis de heroína y había muerto, y estaba dispuesto a tratar con el discípulo de Dawson, Leonard Stilwell. Pero incluso Leonard no tardó en dejar de ir por allí.

Por supuesto, un próspero hombre de negocios como Alí Aziz no se fiaba del finado Whitey Dawson ni de Leonard Stilwell más de lo que se fiaba de sus bármanes, y mucho menos aún de lo que se fiaba de la esposa de la que estaba separado, Margot. El solo hecho de pensar en ella lo llenaba de rabia. Alí se había asegurado siempre de que cualquier alcohol que proviniese de ladrones como Whitey Dawson fuera recogido por un amigo o un conocido de uno de sus ayudantes de camarero mexicanos. O por algún otro que no estuviese directamente conectado con Alí o con sus negocios.

– ¡Tú, Paco! -gritó Alí al mexicano que estaba ocupado limpiando la mesa del banco más largo.

El mexicano, que se llamaba Pedro, no Paco, había comenzado a trabajar para Alí hacía seis meses.

– Voy, jefe.

– ¿Dónde está mi puta llave? ¡La llave no está en mi escritorio!

– Yo no… no…

Pedro no podía recordar cuál era la palabra inglesa para decir «comprendo», y fruncía el ceño. Mantuvo la mirada baja, fija en el anillo de diamantes que Alí llevaba en el meñique y en el enorme reloj de oro que lucía en la muñeca, mientras Alí agitaba un dedo frente a su cara.

– ¡No seas tan estúpido! -dijo Alí-. Llave. Llave -y luego murmuró-: Maldito mexicano, estoy hablando en español. Y yo hablo en inglés, maldito mexicano estúpido.

Finalmente Pedro comprendió.

– ¡Jefe! -dijo-. No me dio a mí. Dio a Alfonso.

Alí miró a Pedro fijamente un momento, y luego dijo:

– Vuelve a tu trabajo.

Entonces Alí irrumpió en la cocina a gritarle al lavaplatos que estaba sudando sin parar, con los brazos sumergidos en agua jabonosa y con la cabeza envuelta en vapor. Después de recuperar la llave, que estaba en el almacén, y escuchar las disculpas del mexicano, y luego de amenazarlo con despedirlo y retenerle el salario por incompetente, Alí regresó a la barra para volver a comprobar cuánta gente había.

A regañadientes, tuvo que admirar el trabajo que Margot había hecho con la decoración. La sala era de primera clase, y estaba bien diseñada para acoger a tanta gente como permitía el inspector de incendios. Alí se había resistido a aceptar el precio que ella había pagado por el empapelado de las paredes, con sus espirales color burdeos mezcladas con tonos tierra. Y las alfombras color burdeos que había querido habrían costado más que el Rolls Royce plateado que había probado la semana pasada, así que había decidido él mismo y había comprado una alfombra color marrón chocolate a precio de oferta. Ahora que su negocio había mejorado y que los clientes parecían contentos con la reforma, se alegraba de haber hecho caso a Margot. Y tenía que admitir que la muy perra tenía muchos talentos. Pero así y todo deseaba que estuviera muerta.