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Cuando llegó el momento de pagarle por la foto a Catwoman, la turista exclamó:

– ¡Oh, Mel!, ¡Melvin! ¡Mi cartera ha desaparecido! Leonard deseó no tener que recurrir nunca al arriesgado negocio del carterismo, y continuó avanzando entre la muchedumbre mientras oía decir a Catwoman:

– Espero que no creas que me pongo esta ropa para posar gratis, Melvin. A ti nadie te robó tu cartera, ¿o sí?

Cuando Leonard vio a Hulk, tuvo esperanzas. Sabía que Hulk era amigo de Bugs Bunny porque una vez los había visto irse juntos en el mismo coche. Pero Hulk estaba muy ocupado en ese momento, con nada menos que seis turistas asiáticos que hacían cola para sacarse fotos con él. Lo mismo ocurría con el Señor Increíble, Elmo, e incluso con el Conde Drácula, cuya mirada sanguinolenta y maligna era demasiado horrorosa para sacarse fotos con niños pequeños.

Entonces Leonard lo vio. Bugs Bunny estaba haciendo una sesión doble con el Hombre Lobo; entre ambos aprisionaban como en un sándwich a una mujer obesa de unos cincuenta y tantos años que llevaba una gorra de béisbol con lentejuelas en la que podía leerse «I love Hollywood», y que acariciaba con ambas manos las cabezas de los dos personajes.

Una vez que Bugs hubo cogido la propina que le dio la mujer, Leonard se acercó a él y susurró a una de sus largas orejas:

– Necesito algo de coca.

– ¿Cuánto tienes? -dijo Bugs.

– Puedo gastarme doscientos pavos. ¿Te parece bien?

– Como si fuera oro, tío. Tengo algo de coca, y algo de anfetas que están bien si quieres meterte cristal. Espera un minuto y sígueme al Kodak Center. Tengo que ocuparme de Pluto, y luego vienes tú.

Cuando, por la tarde, Leonard recordó aquel momento, pensó que probablemente lo que le salvó fue su sexto sentido de ladrón. Todos esos años observando, esperando, estudiando a la gente, preguntándose cosas como «¿Ese paleto me está mirando como me miraría alguien de la calle Dieciocho, o como me miraría un policía de paisano?». O «¿Por qué esa prostituta negra anda por esta esquina esta noche, si nunca la había visto antes por aquí, ni a ella ni a ninguna otra puta?»; o: «¿Esa mierdecilla de yonqui del Pablo's Tacos le habrá dicho a la policía que voy a asaltar la tienda de su jefe esta noche con el código de la alarma que me ha dado?», «¿será policía esta puta engañosa, o qué?»A Leonard no le gustaba la pinta del turista gordo que llevaba una camiseta blanca nueva con el cartel de Hollywood dibujado en el frente y en la espalda. Tampoco le gustaba su gorra de béisbol de los Dodgers de Los Ángeles. La llevaba demasiado bien como para ser un extranjero. Aquel tipo fondón parecía esforzarse mucho en parecer un turista, y no estaba lo suficientemente gordo como para que Leonard pudiera decir que era un policía.

Leonard se quedó un trecho por detrás de él, y cuando estaba a unos treinta metros de distancia divisó a Bugs Bunny y al perro de Micky Mouse, Pluto, con sus enormes cabezas bajo el brazo, de pie a la salida del lavabo. Vio cómo se echaba a perder la venta. Vio al tipo gordo quitándose la gorra de los Dodgers. Y supo que aquélla era, sin duda, una señal.

El gordo corrió directo hacia ellos, y otros tres policías de paisano que salieron de otros escondrijos se les echaron encima. Bugs Bunny intentó arrojar la metadona que llevaba en la cabeza dando vuelta. Pluto cogió la piedra de cocaína que había comprado y la arrojó hacia atrás.

El gordo sacó una pistola que llevaba debajo de su camiseta y gritó:

– ¡Policía! ¡Soltad las cabezas y alzad las garras!

Hasta entonces, Ronnie Sinclair y Bix Rumstead habían pasado diez horas sin ninguna novedad. En aras de su misión de calidad de vida, habían participado en algunas redadas a los clubes nocturnos de Sunset y Hollywood Boulevard, que generaban muchas quejas de los otros negocios y vecinos de la zona. Los clientes de los clubes aparcaban allá donde encontraban lugar, haciendo caso omiso del color de los bordes de las aceras, o de si alguna parte de sus coches bloqueaba la entrada de las casas aledañas. Además, los clientes habituales, sobre todo aquellos que frecuentaban los clubes de topless donde se vendía alcohol, vomitaban y orinaban sobre las aceras y en los jardines, y arrojaban basura en cualquier sitio que tuvieran a mano.

Los que preferían bailarinas de desnudo completo salían más sobrios, porque las ordenanzas prohibían servir alcohol en esos clubes, pero los clientes más emprendedores parecían encontrar el modo de «poner sabor» a sus cócteles y bebidas refrescantes con alcohol que llevaban oculto en algún recipiente. Algunos llegaban al extremo de hacer continuos viajes al lavabo, donde sacaban botellas de alcohol de debajo de sus ropas y se llenaban la boca para luego regresar a sus mesas y escupir en sus vasos a medio llenar. Los más atrevidos sencillamente las volcaban dentro de sus vasos por debajo de la mesa. Otros, incluso, se olvidaban del alcohol e ingerían o esnifaban drogas, lo que ya les iba suficientemente bien.

La unidad de narcóticos recorría estos clubes y citaba o arrestaba a la gente por todo tipo de delitos: desde prostitución a violación del reglamento de bebidas alcohólicas, pero Ronnie y Bix atendían las necesidades de los vecinos. En el corto período que llevaba trabajando como cuervo, Ronnie ya se había aprendido de memoria la lista de nombres de los quejicas crónicos. Una de ellas era la señora Vronsky, que era dueña de un edificio de apartamentos de veintinueve pisos que quedaba cerca de la Sala Leopardo, un club de esos que utilizaba la palabra «clase» en todos sus anuncios publicitarios.

– Oficial Rumstead, gracias por venir tan pronto -dijo la mujer, con un acento ligeramente inglés, cuando lo vio de pie frente a su edificio. Tenía más de ochenta años, era baja de estatura pero de aspecto robusto, y llevaba el pelo recogido en una especie de cofia y unos pantalones sueltos a juego con su chaqueta, que Ronnie pensó que debía de ser demasiado cara para su presupuesto.

– Por supuesto, señora Vronsky -dijo Bix-. Me gustaría que conociera a una de nuestras nuevas oficiales de relaciones comunitarias. Ella es la oficial Sinclair.

– Mucho gusto en conocerla, querida -dijo la señora Vronsky, y luego se volvió hacia Bix-. Le he pedido mil veces a ese hombre, el señor Aziz, que les diga a sus empleados que no estacionen sus coches en nuestras plazas de aparcamiento, pero cuando ven un sitio vacío, lo ocupan sin más miramientos. Y luego mis inquilinos vienen a casa a medianoche, después de acabar sus turnos de trabajo, ¿y qué sucede?

– Que usted tiene que llamar a la comisaría Hollywood para hacer que los multen o que se los lleve la grúa -dijo Bix, comprensivamente-. Lo entiendo, señora Vronsky.

– He tenido paciencia, oficial Rumstead -dijo ella, y sus pálidos ojos se humedecieron-. Pero el hombre sencillamente ignora mis reclamaciones.

– Tendremos que seguir multando y remolcando, ¿no es así? -dijo Bix, dándole a la mujer unas suaves palmaditas en el hombro-; pero por ahora vamos a ir allá y vamos a hablar con él.

– Gracias, oficial Rumstead -dijo ella-. La próxima vez que lo vea le tendré preparado algo de mi piroshki casero. Justo como a usted le gusta.

– Oh, gracias, señora Vronsky -dijo Bix-. También incluiremos a la agente Sinclair.

Mientras se dirigía hacia la puerta principal de la Sala Leopardo, Ronnie dijo:

– La forma en que te miraba esa viejecita parecía decir: «Si tan sólo tuviera cuarenta años menos…». Ahora mismo, tal y como está, te devoraría a muerte si le dieras media oportunidad.

Bix sonrió y dijo:

– Es tan fácil como brindarles paciencia. El año pasado ella donó mil dólares al Memorial de la Policía de Los Ángeles, junto con una nota de agradecimiento para «ese agradable oficial Rumstead de la comisaría Hollywood». El jefe me felicitó. Espera a que conozcas a la señora Ortega. Es de Puerto Rico, y siempre me hace sentar y me da un poco de pescado asado acompañado de arroz. Y ella nunca se olvida de chupar los ojos de la cabeza del pescado.