– ¡Qué asco! -dijo Ronnie, y luego siguió a Bix a través del oscuro portal hacia el interior del club. La Sala Leopardo le pareció más elegante de lo que se la había imaginado.
Un fornido guardia de seguridad latino saludó con la cabeza a ambos policías y se hizo a un lado para dejarles pasar. Había tres bármanes sirviendo bebidas con ambas manos, y un ayudante de camarero acarreaba bandejas de vasos sucios a través de las puertas que daban a la cocina. El sitio estaba oscuro, pero lo suficientemente iluminado como para que los policías de paisano y el segurata pudieran vigilar lo que los diferentes clientes hacían en sus mesas. Los asientos parecían confortables y las mesas estaban limpias, gracias a los ayudantes que, con sus camisas blancas y sus pajaritas, trabajaban sin descanso.
Ronnie se sorprendió de lo bonitas que eran las camareras, y las dos bailarinas que estaban en el escenario le parecieron despampanantes. Una de ellas parecía mitad asiática, mitad blanca, con su brillante cabello cayéndole casi hasta la altura del tanga mientras giraba bajo las luces estroboscópicas.
Una camarera con grandes senos se les acercó, sonrió y dijo:
– ¿Mesa para dos, oficiales?
– Debo advertírtelo, no me gusta que pongáis esos juguetes tropicales en mis mai tais -dijo Bix, sonriéndole también-. ¿Está el jefe?
– Está en su oficina. Un minuto, le diré que estáis aquí.
La chica se fue y al cabo de un momento regresó y dijo:
– Podéis pasar.
Ronnie observó que las camareras miraban mucho a Bix cuando pasaron junto a ellas en el estrecho corredor que conducía a la oficina, pero él no pareció darse cuenta. Para entonces Ronnie había decidido que Bix era el elusivo «policía masculino monógamo», una criatura que ella creía extinta, si es que alguna vez había existido.
Alí Aziz estaba sentado a su escritorio, cubierto de carpetas con papeles, facturas y fotos de posibles bailarinas, la mayoría de las cuales aparecían en topless. Estaba al teléfono, gritándole a alguien en árabe. Cuando levantó la vista para mirarlos, forzó una sonrisa amable y les hizo señas para que se sentaran en las dos sillas que había para los clientes.
Ronnie pensó que la oficina era muy agradable, nada parecida a como la había imaginado. Los revestimientos de las paredes eran sutiles, la mayoría de colores pálidos que hacían juego con los tonos tierra del alfombrado y las cortinas que ocultaban una única ventana pequeña que daba al corredor. Lo único que desentonaba, por ostentoso, era el propio Alí Aziz, que llevaba una americana de seda color crema con las iniciales grabadas en el bolsillo, una camisa negra y pantalones negros a juego, un Rolex de oro, y anillos en los dedos meñique de ambas manos. Tenía alrededor de cuarenta años, se estaba quedando calvo, era moreno, y no era probable que lo invitaran al Jonathan Club que estaba en el centro de la ciudad, pensó Ronnie. Pero quedaría muy bien en el Comité de Clubes Nocturnos de la Policía Comunitaria.
Cuando Alí Aziz colgó el teléfono se puso de pie y se estiró sobre el escritorio para estrecharle la mano a ambos policías. Era varios centímetros más bajo que Bix y, con toda la cordialidad de la que fue capaz, miró hacia arriba y dijo:
– Bienvenidos, oficiales. Espero que no haya ningún problema, ¿o sí? Somos amigos de la comisaría Hollywood. Conozco bien a su capitán, y todos los años hago donativos de todo corazón para la Fiesta de las Vacaciones de los Niños y para la colecta de la Ayuda al Policía.
– Se trata de la misma queja, señor Aziz -dijo Bix.
– ¿El aparcamiento? -dijo con acento árabe, y sonó a «abarcamiento».
– Sí, el aparcamiento.
– ¡Putos mexicanos! -dijo Alí Aziz, y entonces miró a Ronnie y dijo-: Disculpe. Lo siento, oficial. Estoy tan cabreado con mis mexicanos… Debería despedirlos. Ellos son los que aparcan de manera ilegal. Siento haber sido tan malhablado.
Ronnie se encogió de hombros y Bix dijo:
– No quisiéramos que tuviera que despedir a nadie. Sólo queremos que sus empleados se mantengan alejados de las plazas de aparcamiento que pertenecen al edificio de apartamentos de la acera de enfrente. Aunque estén vacíos: la gente trabaja hasta tarde por la noche y vuelve a casa para encontrarse con los coches de sus empleados ocupando sus plazas.
– Sí, sí -dijo Alí-. La vieja señora rusa tiene razón. Me llama a cada rato. Aquí vienen policías todo el tiempo. No me importa. Quiero que mis clientes vean que aquí hay policías, saben que éste es un sitio respetable. Pero lamento haceros perder el tiempo. Voy a solucionar este problema. Voy a enviarle flores a la vieja señora rusa. ¿Necesitan dinero para algo? Voy a darles algo de dinero para el… ¿cómo lo llaman?… ¿Programa de Amigos? -pronunció nuevamente la «p» como una «b».
– No necesitamos dinero -dijo Bix, poniéndose en pie-. Si lo desea, puede hacer un donativo girando un cheque a la Liga de Actividad Policial.
– Lo haré mañana mismo, si Dios quiere -dijo Alí, y se puso de pie para estrecharles la mano.
Ronnie estaba contemplando las fotos enmarcadas que había en un estante, encima de una gran pantalla de televisión. Dos de ellas eran tomas de estudio de un niño muy guapo, una de cuando tenía alrededor de dos años y otra en la que parecía tener cinco. En ambas fotos el niño llevaba traje, camisa blanca y corbata. En la tercera foto, también de estudio, el niño posaba junto a su madre. Él, con americana y corbata, y ella, con un vestido negro clásico de escote en V y como única joya un collar de perlas colgado del cuello. La mujer era de una belleza deslumbrante, con el cabello de color… ¿qué color? Castaño dorado, quizás. Un cabello abundante y sedoso que cualquier mujer moriría por tener.
Ronnie tocó el marco cuidadosamente y dijo:
– Su familia es muy guapa.
– Mi niño -dijo Alí, sonriendo de verdad por primera vez-. Mi corazón, mi vida, mi pequeño Nicky.
– Su mujer debería salir en las películas -dijo Ronnie-, ¿no te parece, Bix?
– Ajá -dijo Bix, mirando apenas la foto.
Entonces la sonrisa de Alí se agrió, y dijo:
– Estamos en plena batalla de divorcio.
– Oh, lo siento -dijo Ronnie.
– No se preocupe -dijo Alí-. Voy a conseguir quitarle a mi hijo. Tengo el mejor abogado de divorcios de Los Ángeles.
Se despidieron, y cuando ya habían abandonado el club, Bix dijo:
– Bien, ¿y qué te parece Alí Aziz?
– No quisiera tener que trabajar para él -dijo ella.
– Ni se inmuta cuando habla con policías -dijo Bix.
– ¡Por favor! No se le mueve ni un pelo.
Mientras se subían al coche para dar por terminada la guardia, ella dijo:
– No nos dará problemas durante mucho tiempo. Ese tío está tan cargado de oro que probablemente algún día se ahogará en su propia piscina, si se adentra en los bajos fondos.
Y así habría acabado su tranquila guardia si de camino hacia la comisaría no hubiesen pasado por Sunset Boulevard. El tráfico no estaba tan mal aquella tarde, pero Sunset estaba atascado en Vine Street a causa de una baliza que había colocado un motorista, que confundía a la gente. Un coche patrulla que iba a toda velocidad hacia el norte de Vine Street llegó zumbando al semáforo de la esquina. Bix encendió la luz de la sirena y condujo en sentido contrario por el carril de dirección este, giró en Vine y allí estaba el gran choque.
– Tiene que haber ocurrido hace un momento -dijo Ronnie, mientras dos policías de la Guardia 3 corrían desde su tienda hacia un viejo Chevy Caprice aplastado que había dado más de una vuelta después de haber sido embestido de lado por un camión de remolque de dos toneladas. El camión, que conducía un muchacho con el teléfono móvil pegado a la oreja, se había saltado el semáforo en rojo cuando iba por el carril sur. El chico tenía el rostro herido y lleno de sangre, y estaba reclinado contra una puerta que, debido a la fuerza del impacto, había quedado doblada en dos como una cartera.