– En lugar de quedarte ahí sentado reventando papel burbuja con aspecto tranquilo y profesional, ¿por qué no vas a buscar una puta fregona?
Se estatuyó entonces la regla número i del nido del cuco: «No debe servirse alcohol en las reuniones de los miércoles».
A Ronnie le habían advertido acerca del «delegado Dom», que era siempre el primero en llegar y el último en marcharse. Tenía unos sesenta y tantos años, un mechón de pelo blanco, y siempre usaba un uniforme de guardia de seguridad que olía mal y tenía manchas de comida.
– La semana pasada Dom faltó por primera vez -le dijo Tony Silva-. Estaba en la cárcel, pero la oficina del ministerio fiscal decidió no procesarlo. Había intentado pulverizar aerosol de pimienta a toda una familia de laosianos: padre, madre, cuatro niños y la abuela. Dijo que ninguno de ellos llevaba pasaporte, y que eso los volvía peligrosos para la seguridad nacional.
Ronnie se enteró de que ese hombre bizco y que llevaba una camiseta que ponía «Suministros eléctricos Regent» en la espalda y «Henry» sobre el bolsillo del frente era a quien apodaban «Henry Tourette». Era un agitador accidental, pues gritaba «¡Puta Bertha!» cada vez que alguien hacía alguna propuesta. Su actitud era preocupante porque provocaba respuestas airadas en otros participantes que también tenían personalidades «exóticas».
Desgraciadamente, no había mucho que los cuervos pudieran hacer al respecto. No en la tierra de la diversidad, donde cualquier comportamiento que no fuese abiertamente delictivo debía ser comprendido y respetado. Donde las personas nunca debían ser consideradas «enfermas», sino solamente «diferentes».
La única arma que los cuervos encontraban medianamente eficaz era el «certificado de cumplimiento de servicio a la comunidad». El sargento de la CRO se enteró de que existía esa posibilidad cuando un joven que había estado asistiendo a reuniones durante tres meses sin pronunciar ni una palabra, se le acercó y le presentó un documento encarpetado, diciéndole que se lo había dado un oficial que iba en motocicleta.
– El oficial me puso una multa por cruzar la calle descuidadamente en Hollywood Boulevard -explicó el joven-. Mi madre pagó la multa, y luego el oficial volvió a pararme una semana después, en el mismo sitio.
– ¿Por cruzar sin mirar? -preguntó el sargento.
– Sí, pero esta vez le conté lo de las voces.
– ¿Qué voces?
– Las que me dicen cuándo debo cruzar la calle.
– ¿Y qué dijo el oficial sobre eso?
– Dijo: «¿Por qué las voces no te dicen nunca que cruces con luz verde?».
– Eso parece una frase del oficial F. X. Mulroney -dijo el sargento-. ¿Te volvió a multar?
– No, me dio este certificado y me dijo que tenía que asistir cada miércoles por la noche a las reuniones comunitarias de Hollywood, durante noventa días, y mantenerme alejado del Hollywood Boulevard. Y que si lo hacía, usted me firmaría el certificado.
De ese modo se inició una tradición. El sargento cuervo firmó el «certificado» y anunció a toda la asamblea que el joven había completado tres meses de servicio comunitario por haber cruzado descuidadamente la calle, y los demás miembros de la reunión se pusieron en pie y lo ovacionaron.
Las cosas habían empezado bien en la primera reunión de Ronnie. Todo el mundo parecía tranquilo, incluso aburrido. Comían cantidades industriales de rosquillas, y más tarde Ronnie se preguntó si la subida de azúcar en la sangre podía haber tenido algo que ver con lo que ocurrió luego. Las cosas comenzaron a torcerse cuando uno de los propietarios, un caballero meticulosamente aseado que llevaba un trasplante de cabello tintado, se puso de pie y dijo:
– Me gustaría que se hiciera algo respecto al homosexual que aparca enfrente de mi casa cuando cierran los bares y comete actos sexuales.
Un travestí que resultaba ser la persona mejor vestida que había en la reunión dijo:
– Si están en la calle, es propiedad pública. ¿Acaso le dan celos?
– Sí -dijo una mujer que tenía perforados el labio, las cejas y la lengua. Los adornos que llevaba en la cara se veían un poco raros porque ella tenía por lo menos setenta y cinco años-. Quédate en tu casa, de ese modo no te enterarás de que en este mundo hay personas que se la maman unos a otros.
– ¡Puta Bertha! -gritó Henry.
Aquello encendió al que llamaban «Rodney el Racista», un cincuentón aprendiz de nazi cuyo cráneo afeitado estaba decorado con una esvástica invertida que él mismo se había hecho con ayuda de un espejo y un rotulador.
Rodney alzó la mano, y cuando Tony Silva lo autorizó, se puso en pie y dijo:
– Son todos estos malditos inmigrantes ilegales los que causan problemas.
Un vecino ya mayor y corpulento, que vivía en Little Armenia y del que se decía que había hecho algo de dinero antes de que el alcohol le friera el cerebro, se paró y dijo:
– ¡Los inmigrantes engrandecen América!
– ¿Y tú qué eres, un inmigrante ilegal? -replicó el nazi de pacotilla.
– Yo vengo a este país legalmente, ¡hijo de bastardo! -le gritó el armenio en un inglés rarísimo.
– Sí, ¡arrastrándote por una cloaca para cruzar la frontera de Tijuana! -le respondió también a gritos un vagabundo.
– ¡Orden, por favor! -dijo Tony Silva desde el frente del salón-. ¡Por favor, amigos! ¡Atengámonos al tema y vayamos por turno!
– ¡Él es un nazi y un comemierda! -gritó el armenio.
– ¡Eso dicho por un maldito mexicano ilegal! -disparó el nazi de pacotilla-. ¡Consíguete una tarjeta de residencia!
– ¡Yo no soy mexicano! -vociferó el armenio, y señaló al oficial Tony Silva-. ¡Él es mexicano! ¡A ver si te atreves a insultar al oficial Silva, cerdo nazi de mierda!
– En realidad mi familia es de Puerto Rico -dijo Tony Silva, ampliando su sonrisa sin ningún resultado.
Una mujer extremadamente delgada, que tenía un ligero aspecto germánico y llevaba en la mano unas tijeras de podar, se volvió y dijo a Ronnie:
– Mi amorcito dice que mis almorranas se parecen a Puerto Rico… ¿O era a Cuba?
Tony Silva intentó aligerar las cosas. Bañado en sudor, se puso de pie y dijo:
– Para citar al filósofo, ex convicto y célebre gánster Rodney King, «¿podemos llevarnos bien?». ¿Podemos sencillamente llevarnos…?
No pudo terminar la frase. El viejo armenio intentó atacar al nazi, pero fue refrenado fácilmente por Bix Rumstead, que había permanecido sentado en silencio en la última fila. Con aquello se dio por terminada oficialmente la reunión del miércoles por la noche, y los policías, que estaban distraídos, nunca vieron a los vagabundos robar las rosquillas sobrantes y metérselas debajo de sus mugrientos andrajos.
Después de cerrar la sala, Ronnie y el oficial Tony Silva estaban de pie en la oscuridad del aparcamiento cuando ella le dijo:
– Tony, esas personas no estaban allí sentadas para soltar eslóganes prefabricados, ni quejas de moda. Ése era verdaderamente un nido de cucos. ¡Algunos de ellos están locos de verdad!
– Más locos que un cencerro -respondió Tony Silva, con su sonrisa tranquila y profesional congelada, siempre en el mismo sitio.
– ¡Puta Bertha! -gritó una voz desde la oscuridad.
Mientras tanto, en Hollywood Boulevard estaba a punto de iniciarse una acción policial inédita, y Leonard Stilwell iba a presenciarla. Se había ubicado directamente frente al Teatro Chino porque aquella cálida tarde había más turistas que de costumbre en los alrededores de la entrada del teatro, contemplando las huellas de las estrellas de cine impresas en el cemento. Si la desesperación lo empujaba a probar su habilidad como carterista, ése parecía el sitio perfecto para hacerlo.