Por supuesto, Leonard tenía la suficiente sabiduría callejera como para haber detectado ya a unos cuantos «anzuelos» esperando a la salida de la estación de metro, muchachos negros que estaban listos para enganchar clientes y llevarlos con algún socio que les vendía crack o cristal. A los anzuelos les gustaban las estaciones de metro porque podían hacer luego una rápida retirada hacia el sur de Los Ángeles, donde vivían. Cuando aparecían policías de a pie o los patrulleros en bicicleta, se esfumaban.
Leonard esperaba ver a aquel chico flacucho que le había birlado la cartera a la turista que estaba tomando fotografías. El chico sabía cómo moverse, y si Leonard lo veía iba a ofrecerle veinte dólares sólo para que le dejara ver cómo trabajaba. Leonard se fumó media docena de cigarrillos mientras observaba y esperaba, y sentía humedecerse las palmas de las manos cada vez que divisaba algún bolso accesible colgado del brazo o del hombro de algún turista desprevenido. Creía que todo el mundo se sabía la jugada del empujón, y que si alguien los empujaba inmediatamente echarían mano de su bolso. Pero eso era lo bueno del chico: ni siquiera había tocado a la mujer. Sencillamente se había mezclado con la corriente, como si fuera un fantasma, y había desaparecido, dejando el bolso abierto y sin la cartera.
Lo que Leonard no había visto era el comienzo de un incidente que no había aparecido en Los Angeles Times, pero que sí había llegado a la portada de uno de los pasquines del metro, en el que un artículo encabezado por un llamativo titular se quejaba de los «policías guerreros». El policía guerrero en cuestión era la oficial Gert von Braun, pero la cosa había comenzado con un perspicaz novato.
Al agente Pi Gil Ponce, que estaba en período de prueba, se le había asignado formar pareja con Cat Song en el 6-X-32 porque Dan Applewhite estaba de baja. Gil estaba encantado de alejarse de su malhumorado instructor, y trabajar en equipo con alguien tan agradable como Cat Song era definitivamente un aliciente.
Cuando Gil tenía ocasión de trabajar con un P3 o incluso con un P2 a quien no conocía personalmente, se dirigía a ellos siempre como «señor» o «señora». Todavía le quedaban algunas semanas para completar la instrucción y no iba a arriesgarse a recibir comentarios negativos de nadie.
Cuando llegó hasta su tienda, después de que pasaran lista, Cat le dijo:
– Yo conduzco, tú anotas, ¿vale?
– Sí, señora -respondió él.
– ¿Qué edad tienes? -preguntó ella cuando estaban ya dentro del coche.
– Veintitrés -dijo él-. Casi.
– Yo tengo treinta y tres -dijo ella-. Casi. Pero si me llamas señora empezaré a sentirme una matrona, y tendré que matarte y echarle la culpa a la histeria hormonal. Me llamo Cat.
– Vale, Cat -dijo Gil.
– Si nos hiciera falta, ¿tú podrías traducir del español, Gil? -preguntó ella mientras escribía el nombre del muchacho en el registro.
– No, lo siento. Mi apellido es hispano pero…
– No tienes que disculparte -dijo Cat, alzando una mano estilizada y con las uñas muy cuidadas, pintadas a juego con el color de su lápiz labial-. A mí siempre me llaman para que traduzca del coreano, y lo único que sé decir es kimchi, porque me crié comiendo casi exclusivamente esa comida.
Luego, por la tarde, cuando Gil Ponce ya comenzaba a fantasear acerca de lo que estaría dispuesto a dar para cambiar a Dan Applewhite por Cat Song, les avisaron de que debían reunirse con el equipo de a pie en Hollywood y Highland.
No era gran cosa. Los de a pie habían cogido a un borracho, y necesitaban un equipo que lo llevara a prisión. Era un vagabundo que estaba mendigando en el Kodak Center, y aparentemente le había ido muy bien.
– Está hecho polvo -le dijo la policía veterana a Gil, que no estaba seguro de si debía ponerse los guantes o no. Sabía que algunos de los policías más viejos se burlaban cuando los jóvenes sacaban los guantes de látex, pero en la instrucción le habían dado algunas clases sobre la transmisión de las bacterias, junto con unas fotos desagradables de policías que tenían lesiones horribles en las manos, los brazos e incluso las piernas.
Hollywood Boulevard estaba bastante iluminado, tanto por el alumbrado público y los focos delanteros de los coches como por las numerosas luces de neón que brillaban en la avenida, pero aun así, Gil alumbró al vagabundo con su pequeña linterna. Vio que tenía la nariz sucia de mocos y que sus pantalones de algodón estaban empapados en orina. Así que se colocó los guantes, y se alegró de ver que Cat hacía lo mismo. Justo antes de que pudiera examinarlo, el borracho, que se tambaleaba, empezó a gemir, se inclinó hacia delante y vomitó.
Los cuatro policías que estaban con él retrocedieron unos cuantos pasos y Gil dijo:
– ¡Está vomitando encima de sus zapatos! ¡Qué asco!
Era esa parte del trabajo policial -el olor de un cuerpo colgado cubierto de heces, o de un borracho que apestaba a orina y a vómito- lo que le hacía temer que nunca llegaría a acostumbrarse. Podía aguantar la sangre y casi cualquier tipo de herida horrible, pero no los olores. Y justo cuando estaba a punto de llevar al borracho hacia su tienda, se salvó. Miró hacia la multitud de turistas que estaban a media calle del Paseo de la Fama y divisó a un joven de cabello oscuro y largo hasta los hombros, que llevaba una camiseta roja, téjanos holgados y chanclas y que caminaba rápidamente con un bolso de piel marrón bajo el brazo.
– ¡Hey! -dijo Gil-. ¡Mira! ¡Un ratero!
Súbitamente salió corriendo en dirección sur, y cuando el tipo -que cada tanto se giraba para mirar tras de sí- se volvió y vio a un joven y fornido policía corriendo en su dirección, se dio la vuelta y cruzó a toda velocidad el Hollywood Boulevard, evitando por muy poco que lo hiciera papilla un autobús público. Cuatro personajes callejeros que iban totalmente disfrazados comenzaron a animar a Gil cuando tuvo que detenerse a causa del tráfico acelerado del carril oeste.
La mujer mayor, que evidentemente era la víctima, estaba dé pie junto a los personajes, chillando:
– ¡Mi bolso! ¡Se ha llevado mi bolso!
– ¡Mueve el culo! -le gritó Conan el Bárbaro a Gil-. ¡Él corre en chanclas, enseñando la raja del culo, por Dios Santo!
– ¡Yo pago tu sueldo! -le gritó Superman-. ¡Ponte en forma!
– ¡Cruza la calle en zigzag, maldito maricón! -le gritó el Llanero Solitario, quien iba sin su ayudante, que estaba en la cárcel.
Hasta el Zorro se sumó, y con acento español, dijo:
– ¡Ándale, hombre! ¡No seas tan señorita!
Y Gil Ponce, inconscientemente espoleado por las provocaciones de los superhéroes, hizo exactamente lo que le pedían.
Cat Song vio cómo casi lo atropella un Ford Taurus cuyo conductor iba distraído contemplando el curioso espectáculo que tenía lugar frente al Teatro Chino, y que de golpe tuvo que pisar el freno para no arrollar al joven policía.
Cat se metió en su tienda de un salto e intentó detener el tráfico con la sirena y las luces, dio la vuelta a la esquina y condujo en dirección oeste por el carril este, donde logró parar los coches justo enfrente del Kodak Center. Estaba transmitiendo por radio la descripción del sospechoso y la ubicación de la persecución cuando una furgoneta llena de turistas la hizo frenar. Estalló en insultos, y les advirtió de lo que ocurría haciendo sonar su sirena. La furgoneta derrapó de lado y chirrió hasta detenerse, bloqueando completamente el tráfico.
Gil Ponce estaba sorprendido de la rapidez del ratero. Por supuesto no llevaba el pesado equipo que Gil portaba en su cinturón, pero corría en chanclas. Y aunque Gil estaba más en forma que nunca, no podía alcanzar al muchacho, que se abría paso a través de las hordas de transeúntes que circulaban por el bulevar. Alcanzaba a ver su cabeza moviéndose y sacudiendo el largo cabello, de lo contrario ni siquiera habría sabido dónde diablos estaba el tipo.