Entonces vio sobresalir otras cabezas como a una calle de donde estaba él abriéndose paso entre la multitud, y supo que venían más policías. Despuntaban cabezas de pelo corto que perseguían a la de pelo largo, como en un estrafalario juego de mesa en medio de Hollywood Boulevard, mientras Gil Ponce saltaba cada tanto para poder ver por encima de la muchedumbre, con la esperanza de que las cabezas que se movían en dirección este alcanzaran a la que iba hacia el oeste y la engulleran como en el PacMan. Pero de pronto, el galgo en chanclas desapareció.
El ladrón decidió dar la vuelta a la esquina y dirigirse hacia el sur por Orange Drive, pero su elección resultó ser completamente desacertada. Porque tras haber seguido la persecución a pie por radio, se habían desplegado varios policías que intentaban adivinar hacia dónde corría el ladrón, y uno había adivinado que atravesaría el aparcamiento.
Cat Song transmitía parte de la información sobre la persecución, todavía atrapada en su tienda en medio del tráfico, hirviendo de frustración e insultando a todo el mundo, incluidos los turistas. Pero cuanto más sonaba la sirena y titilaba la luz de su coche, más se confundían los motoristas de fuera de la ciudad, y el atasco se volvía cada vez más impenetrable. El resto de la información sobre la persecución provenía de cinco policías que habían aparcado al oeste del Teatro Chino y que transmitían mientras corrían entre la multitud.
La única agente que tenía todo perfectamente bajo control era Gert von Braun. En el aparcamiento había luces por todas partes, pero quedaban rincones oscuros donde podía esconderse una persona espabilada que llevara un uniforme azul marino. Estaba detrás de una pared de cemento cuando el tipo llegó al aparcamiento jadeando y resoplando al tiempo que miraba sin parar a sus espaldas, con el bolso en la mano.
Nunca dejó de correr, de modo que no vio a la oficial Von Braun alzar su porra PR-24 en posición de samurái saludando al sol hasta que ella salió de entre las sombras y dio un giro de trescientos sesenta grados para golpearlo, con una agilidad asombrosa para una mujer de talla 44. Sujetaba la porra con las dos manos al estilo de Barry Bonds cuando la agitó en dirección a la gradería. La porra golpeó al carterista en el pecho, y fue como si se estrellara contra el costado de un autobús. La chancla del pie derecho voló hacia delante junto con su ojo izquierdo, que se salió de su cavidad y rodó, chasqueó sobre el pavimento, rebotó contra un saliente y acabó posándose junto al neumático de un coche mal aparcado.
El primero en llegar al sitio donde se produjo el arresto fue Gil Ponce. El carterista estaba de bruces contra el suelo, con las manos esposadas por detrás de la espalda, y emitía unos sonidos agudos y rasposos cuando boqueaba en busca del aire que parecía faltarle. La cavidad de su ojo ausente refulgía bajo la luz de neón del bulevar.
Gert von Braun le entregó el bolso a Gil Ponce, que todavía tenía los guantes de látex que se había enfundado cuando le pidieron que se hiciera cargo del borracho pestilente. Gil se colgó la correa del bolso sobre el brazo, y estaba guardando de nuevo su porra en la funda cuando llegaron los policías surfistas y aparcaron junto a la acera.
Los surfistas se bajaron del coche y Flotsam miró a Gil, diciéndole:
– Necesitas a alguien que te asesore con los complementos, tío. Ese bolso no hace juego con tus zapatos, ni con tus guantes.
Gil se quitó rápidamente los guantes y se los guardó en el bolsillo, y Jetsam quitó la tapa y arrojó la cañita de un vaso de Gatorade que estaba bebiendo, y dijo:
– Hey, colega, hidrátate antes de que te desmayes.
Gil bebió un sorbo de Gatorade y se lo devolvió a Jetsam mientras Flotsam y Gert von Braun levantaban al carterista, cogiéndolo cada uno de un brazo.
– ¡Mi ojo! -dijo él-. ¡He perdido mi maldito ojo!
Flotsam iluminó el rostro del ladrón con la linterna, y le dijo:
– Sí que lo has perdido, tronco. Ahora sólo tienes un agujero en la cara. Rellénalo de papel de váter antes de llegar a la cárcel, porque si no esos empacadores de carne le van a dar nuevo significado a eso de «follar con los ojos».
– ¿Tú sabes lo que me costó ese ojo? -chilló el ladrón, que ahora tenía los téjanos y los calzones tan abajo que dejaban su pene al descubierto.
Cogiendo la llave de las esposas, Gert von Braun se las quitó y dijo:
– Te falta una presilla del cinturón. De hecho, has perdido el cinturón. Hazme el favor, guarda esa cosa mientras buscamos tu ojo.
Gil Ponce alumbró a su alrededor, en el pavimento, y dijo:
– Allí está. Debajo del neumático de aquel coche. No tiene buena pinta.
– Recógelo, por favor -le dijo el carterista a Jetsam, que estaba sentado sobre el guardabarros de su tienda contemplando el ojo de vidrio y sorbiendo su Gatorade.
– No pienso recoger el ojo de nadie -dijo Jetsam-. Puedes coger tú mismo tu ojo, colega.
– Ponte otra vez los guantes, chico -le dijo Flotsam a Gil Ponce-. Y recógelo. Todo hombre tiene derecho a su propio ojo.
– ¿Por qué tuve que trasladarme a esta unidad de lunáticos? -preguntó retóricamente Gert von Braun. Dio unas zancadas hasta donde estaba Jetsam, mojó el ojo sucio dentro de la bebida del surfista y lo sacudió para secarlo.
– ¡Mi Gatorade! -exclamó Jetsam, atónito frente a lo que estaba ocurriendo-. ¡Acaba de mojar un ojo en mi Gatorade!
– Mariquita -le dijo Gert von Braun por lo bajo, mientras le entregaba el ojo al carterista y le decía-: Tú ponte esto, tío.
A unos treinta metros había dos civiles contemplando la escena. Uno era Leonard Stilwell, que acababa de decidir que eso de robar carteras no era para él. El otro era un hombre joven que parecía ser un transeúnte cualquiera, pero que era en realidad un periodista freelance que escribía artículos para pasquines underground. El periodista estaba pensando que podía enviar aquella historia a los jefes de redacción de Los Angeles Times, que siempre lo estaban machacando con el tema de los «policías guerreros» del LAPD. Ya había decidido cuál iba a ser el titular: «Los ojos lo tienen claro con los policías guerreros».
– Te veré en la comisaría -le dijo Gert von Braun a Gil Ponce.
– Creo que puede que haya un auténtico hombre en la guardia nocturna después de todo -dijo Flotsam, mientras contemplaba a Gert subirse a su tienda-. Al menos no nos han escupido.
Cuando Cat Song finalmente pudo conseguir salir del atasco en Hollywood Boulevard, estacionó en doble fila enfrente del aparcamiento y se dirigió al trote hacia el grupo de policías. Alcanzó a ver que el carterista se limpiaba algo del frente de su camiseta, y luego, con ambas manos, se hacía algo en la cara.
Pero su mente estaba concentrada en el joven novato al que casi habían matado, y estaba muy alterada cuando cogió a Gil Ponce en un aparte y le dijo tranquilamente:
– Ese turista gilipollas que iba en el Ford casi te hace papilla. Fuiste muy afortunado. Tonto y afortunado.
– No calculé bien la velocidad -dijo Gil Ponce.
– Escúchame, hombre de hierro -dijo ella-, puedes jugar a la ruleta rusa, salir con Phil Spector o hacer cualquier otra cosa autodestructiva que quieras en tu tiempo libre, pero no mientras estés conmigo. En mi tienda no hay lugar para un niño kamikaze.
– Lo siento, Cat -dijo Gil-. Pero lo tenemos. ¡Cogimos al tío!
Jetsam se acercó a Cat Song y señaló a Gert von Braun, que se alejaba en el coche.
– ¡Ella mojó un ojo en mi Gatorade! -le dijo-. ¡Y luego lo sacudió!
– ¿Qué? -dijo Cat Song.
Capítulo 7
Al día siguiente, todos los policías de la guardia tuvieron que asistir a un curso de capacitación preparado por los Servicios de Ciencias del Comportamiento del LAPD, sobre reconocimiento de comportamientos suicidas. La patrulla de carreteras de California, que era una fuerza de seguridad mucho menor que el LAPD, estaba enfrentándose a una alarmante ola de suicidios. Durante el año anterior se habían suicidado ocho de sus agentes, varones y mujeres, un promedio cinco veces más alto que el promedio nacional de suicidios en fuerzas de seguridad. El suicidio era un asunto del que los policías no querían hablar. Era perturbador y antinatural pensar que había muchos más policías que morían por su propia mano que asesinados por criminales. Y que si permanecían en el empleo el tiempo suficiente, siempre iba a llegar el momento en el que habrían trabajado en equipo, o al menos cerca, de algún policía suicida.