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Preferían lidiar con ello del mismo modo como lidiaban con la muerte otros trabajadores en empleos de riesgo, o como los pilotos de combate lidian con la muerte de sus colegas: achacando casi todos los accidentes aéreos a errores humanos de los pilotos que ellos nunca habrían cometido.

Los policías solían decir cosas como «Probablemente tenía demasiadas deudas y no pudo encontrar una salida». O: «Seguramente estaba tomando drogas o alcohol, y la situación le superó». O: «Es probable que tuviese alguna mierda bipolar en su ADN, y por eso se volvió loco. Pero entonces, ¿por qué no se inscribió en la UCLA y mató a unos cuantos estudiantes de derecho antes de que se propaguen?».

La primera pregunta que le hizo un policía al sargento que estaba leyendo el material del curso en la clase de la guardia diurna fue:

– ¿Por qué pasa esto en la patrulla de carreteras? Si lo tienen hecho. Es como trabajar para el RAC con pistolas. No es tan difícil, ¿no? ¿Por qué tendrían que suicidarse?

Otro policía dijo:

– ¿Qué pasaría si tuvieran que actuar bajo un decreto de consentimiento, como nosotros, además de una comisión policial llena de representantes de partido que odian a los policías? Se prenderían fuego como monjes budistas.

Aquellas instrucciones no significaban nada para los policías jóvenes que asistían a clase. ¿Por qué los convocaban a ellos? Fuera lo que fuese que llevaba a esos pobres desgraciados a matarse no tenía nada que ver con sus jóvenes vidas.

El sargento mayor, que conocía los mecanismos de defensa y sabía que el psiquiatra asignado a la comisaría Hollywood era el empleado más solitario y ninguneado de la unidad, dijo:

– Sí, supongo que leer este material es una pérdida de tiempo. Nunca podría ocurrimos a nosotros, que somos tipos duros, ¿no, muchachos?

Esa mañana, antes de que Ronnie y Bix Rumstead pudieran atender las muchas denuncias al servicio de calidad de vida, tuvieron que ayudar a otros dos cuervos con el «Servicio de Ayuda al Sin Techo», es decir, tuvieron que ir a desalojar los campamentos de vagabundos que había en Hollywood Hills. Los otros cuervos designados para la tarea eran Hollywood Nate Weiss y Rita Kravitz, y ninguno de los dos quería estar allí.

Su misión consistía en echar a los vagabundos y citarlos por ocupación de un área de montaña con alto riesgo de incendios. Lo llamaban «arrear al carnero» y para esa tarea hasta Nate se ponía sus botas y su uniforme de batalla, el traje negro preferido de los agentes de la unidad de operaciones especiales.

El campamento estaba detrás de Hollywood Bowl, entre los cerros y cañones desde donde podía verse la cruz iluminada en el promontorio que daba al aparcamiento del Teatro John Anson Ford. Los policías más veteranos de Hollywood solían ir a ese aparcamiento al acabar la guardia nocturna para tomarse un par de cervezas, y en ocasiones alguna que otra «chica de marca» se sumaba a la fiesta. Eso era antes de que el anterior jefe de policía, a quien llamaban Lord Voldimort, acabara con esa costumbre y con la mayor parte de las demás actividades que les brindaban algún tipo de gratificación.

Rita Kravitz empezó a quejarse en el momento en que aparcaron su Ford Explorer y comenzaron a subir la empinada ladera de la colina. Se resbaló dos veces y tuvo que aferrarse a un arbusto y a unos hierbajos, clavándose algunas espinas en la mano y rompiéndose una de sus uñas postizas.

– ¡Maldita sea! -murmuró tras la segunda caída-. Ahora probablemente me va a picar un escorpión.

– O tal vez pises una serpiente de cascabel -dijo Nate, que iba trepando detrás de ella-. Dicen que las más pequeñas son las más venenosas.

– Cállate -dijo Rita.

Entonces se resbaló Bix Rumpstead, que fue rebotando ladera abajo hasta que se agarró a unos matorrales y pudo incorporarse de nuevo.

– Estoy demasiado viejo para esto -dijo.

Ronnie, que no lo estaba pasando mejor, dijo:

– Todos estamos viejos para esto. ¿Cómo demonios lo hacen estos vagabundos viejos?

– Deben de tener un helicóptero escondido en alguna parte -dijo Hollywood Nate, secándose el sudor de la frente-. Esto es más difícil que conseguir una mesa para cenar en El Ivy… -y luego añadió-: donde resulta que voy a ir la semana que viene con un amigo mío que es director de cine.

Nate se sintió frustrado al ver que todo el mundo estaba demasiado cansado y malhumorado como para hacerle algo de caso.

Cuando finalmente llegaron al campamento sólo había tres pequeñas tiendas de campaña armadas con tela impermeable azul, que probablemente habían robado de un edificio en construcción. Un vagabundo estaba cocinando una salchicha en una pequeña hoguera hecha en un agujero excavado en la árida tierra.

– Buenos días, agentes -dijo cuando los vio llegar.

Aparentaba unos setenta años, pero podría haber tenido cincuenta. Su vestimenta era la típica, un jersey encima de una camiseta que a su vez cubría otra camiseta, incluso en un día caluroso y encapotado por la contaminación como era aquél. Llevaba además un par de pantalones sueltos de lona gruesa, que al igual que el resto de sus prendas no habían sido lavados con agua y jabón desde hacía varias semanas. O meses.

– A ti te conozco -dijo Bix Rumstead-. Creí que te habíamos dicho que te fueras la última vez que estuve aquí.

– Y me fui -dijo él.

– Pero todavía sigues aquí -dijo Bix.

– Eso fue entonces. Ahora es ahora.

– Se suponía que no volverías.

– Ah -dijo el hombre-. No sabía que querías decir que me fuese para siempre.

– ¿Por qué no te vas al refugio para los sin techo? -dijo Bix.

– Demasiadas normas -dijo el vagabundo-. Un hombre tiene que ser libre. De eso va América.

– Me estoy atragantando -dijo Rita Kravitz. Luego miró dentro de la segunda tienda improvisada, donde roncaba una mujer gorda que dormía dentro de un saco, rodeada de latas de cerveza mexicana vacías. Rita le pateó las plantas de los pies, sucios y desnudos, hasta que ella se sentó y dijo:

– ¿Qué mierda pasa?

Hollywood Nate fue hacia la tercera tienda y oyó más ronquidos, ronquidos potentes como de sierra eléctrica, más algunos silbidos, resoplidos y resuellos.

– ¡Hey, tío! -dijo Nate-. ¡Hora de levantarse!

El ronquido continuó con ritmo ininterrumpido. Nate cogió la tienda y comenzó a sacudirla.

– ¡Terremoto! -gritó-, ¡Corre, salva tu vida!

Aun así no hubo ningún cambio en el ritmo de los ronquidos ni tampoco en el de los silbidos.

Nate cogió la tienda con ambas manos y la sacudió violentamente al tiempo que gritaba:

– ¡Levanta ese culo!

Y funcionó. Una voz profunda bramó desde el interior de la tienda:

– ¡Te mataré, cabrón! ¡Estoy armado! ¡Si salgo estás muerto, hijo de puta! ¿Me oyes? ¡Muerto!

Nate retrocedió de un salto y sacó su Glock, pero entonces tropezó con un trozo de arcilla, cayó hacia atrás y derrapó varios metros ladera abajo.

Ronnie sacó su Beretta, y lo mismo hizo Rita Kravitz. Bix Rumstead sacó su 9 mm y su porra, sólo por si acaso la fuerza letal no era una opción. Y todos empezaron a gritar:

– ¡Sal a cuatro patas! -ordenó Rita Kravitz-. ¡Las manos primero!

– ¡A ver tus manos! -ordenó Ronnie-. ¡Las manos!