– ¡Ahora! -ordenó Bix Rumstead-. ¡Sal ahora mismo a cuatro patas!
Mientras Hollywood Nate se ponía de pie con dificultades y avanzaba nuevamente hacia la tienda, iba comprobando que estaba cubierto en caso de que el tipo saliera y comenzara a disparar. La entrada de la tienda estaba abierta y a su misma altura había cuatro armas desplegadas en diagonal.
Un vagabundo arrugado, con una barba blanca y salvaje que le llegaba hasta la mitad de su pecho débil y desnudo, asomó la cabeza sujetando su «arma»: un trozo de palo de escoba. Vio a los cuatro policías apuntándole y mostró una desdentada sonrisa a modo de disculpa mientras decía:
– Es sólo que no me gusta mucho levantarme pronto.
Leonard Silwell estaba empezando a desesperarse. Nada podía salirle bien en un mundo en el que se estaba perdiendo la confianza. Los antiguos objetivos de sus robos se habían vuelto más complicados con tanta alarma sofisticada y tanta reja en las ventanas. Su breve coqueteo con el carterismo lo había aterrorizado después de ver lo que le había sucedido al tipo de las chanclas y el pelo largo. Había intentado hacer el timo del cajero durante tres noches seguidas y no había vuelto a conseguir los resultados obtenidos con la mujer iraní. Incluso un tonto se había dado cuenta inmediatamente y había amenazado con llamar a la policía.
No le quedaba nada de cocaína ni de metanfetamina, ni siquiera un porro que lo calmara antes de que tuviera que lanzarse a las calles a contemplar la posibilidad de llevar una vida humillante como un vulgar ratero de tiendas. Entonces se acordó de los viejos clientes a quienes les vendía cajas de alcohol robadas. Se acordó de Alí Aziz.
Era casi de noche para cuando llegó a la Sala Leopardo, en el Sunset Boulevard. El club aún no estaba abierto, pero él sabía que los empleados debían de estar allí, limpiando y preparándolo todo. Era la hora en que solía acercarse con el coche a la entrada trasera en compañía de Whitey Dawson y recoger el pago acordado con Alí. Leonard golpeó la puerta principal y un ayudante de camarero mexicano que lo reconoció lo dejó entrar. Alí estaba tras la barra en ropa de trabajo, contando la mercancía.
– ¡Alí! -dijo Leonard, chocando los cinco con el dueño del club.
– ¡Leonard! -dijo Alí, sonriendo, y dejó ver un diente de oro que Leonard pensó que seguramente en el país de mierda de Alí debía ser un símbolo de estatus.
– ¿Podemos pasar a tu oficina para hablar? -preguntó Leonard-. ¿Sólo cinco minutos?
– Con mi viejo amigo Leonard, por supuesto -dijo Alí.
Leonard se alegró de haberse puesto su única camisa limpia y los téjanos recién lavados. Sus zapatillas estaban gastadas, pero sintió que no se veía tan pobre y desesperado como realmente lo estaba.
Dentro de la oficina, Alí dijo:
– ¿Tienes algo de alcohol para mí, Leonard?
– Pues no, todavía no. Pero estoy en ello.
Alí se volvió algo hostil. No le ofreció asiento. Si aquel ladrón no había ido allí a venderle alcohol, ¿qué podía querer?
– ¿Entonces? -dijo Alí, sentándose en la esquina de su escritorio.
– Estoy trabajando en un asunto, Alí -empezó Leonard-, pero necesito un adelanto. No mucho, sólo lo suficiente para pagarle a un tipo que tiene que darme el código de una alarma.
– ¿Adelanto? -dijo Alí, y comenzó a jugar nerviosamente con uno de los anillos de oro que llevaba en el meñique, uno que tenía un brillante que Leonard dudaba que fuese auténtico.
– Tal vez unos… ¿quinientos?
– ¿Me estás pidiendo prestados quinientos dólares? -dijo Alí, incrédulo.
– Como adelanto de mi parte de cuando te entregue la mercancía.
– Te has vuelto loco -dijo Alí, poniéndose de pie-. Loco, Leonard.
– ¡Espera, Alí! -dijo Leonard-. Doscientos. Creo que podría sacarle el código de la alarma por doscientos.
– Me estás haciendo perder el tiempo -dijo Alí, mirando su enorme reloj de oro.
– Alí -dijo Leonard-, hemos hecho muchos negocios juntos otras veces. Todavía puedo serte útil. Tengo varios planes en marcha.
Alí Aziz echó un vistazo a las fotos que había en la mesa junto a su escritorio. Luego miró a Leonard, y luego otra vez a las fotos. Rodeó su escritorio y se sentó en su sillón de ejecutivo, haciendo señas a Leonard para que se sentara en la silla de los clientes.
A Leonard le temblaban las piernas y le sudaban las palmas de las manos. Necesitaba urgentemente algo de cocaína. Tenía las pecosas mejillas bañadas de sudor, que le bajaba desde las raíces del pelo y se le acumulaba en pequeñas perlas debajo de los ojos, ausentes y azules. Pero estaba lleno de esperanza, así que esperó.
Pasó casi un minuto hasta que Alí volvió a hablar. Cuando lo hizo, dijo:
– Leonard, tú eres un buen ladrón, ¿no?
– Soy el mejor -dijo Leonard Stilwell, intentando parecer seguro de sí-. Lo sabes. Nunca tuvimos problemas cuando Whitey y yo te vendíamos alcohol. Ningún problema en absoluto.
– Ningún problema -dijo Alí-. Eso es cierto. Pero ahora Whitey está muerto.
– Solamente con que tuviera el código de la alarma que ese tipo dijo que me daría…
Alí meneó la cabeza y le hizo un gesto con la mano, y Leonard se calló.
– Me estás dando una gran idea -dijo Alí-. Con eso del código de la alarma. Tú entras y robas edificios de empresas muchas veces. También podrías entrar y robar una casa, ¿no?
– Sí, claro, pero ¿para qué querría hacer eso? En la mayoría de las casas no hay nada. Incluso en las grandes, como en la que tú vives. La gente ya no guarda dinero por ahí. Todo se hace con tarjetas de crédito. ¿Y sabes qué pasa con todas esas joyas elegantes que ves en las grandes ocasiones? Pues que son falsas.
– ¿Cómo sabes dónde vivo?
– Tú me lo dijiste una vez -dijo Leonard-. Allá arriba en la colina. Mount Olympus, ¿no es así?
Alí asintió.
– Sí, pero ya no vivo ahí. La perra de mi esposa está viviendo allí con mi hijo. Estamos en medio de una gran batalla por el divorcio. La casa está vendida, y tenemos que esperar a que nos den la garantía en depósito para cerrarla.
– Lo lamento -dijo Leonard, incapaz de concentrarse del todo. Pensaba en lo rápido que iba a conducir su Honda hasta el Pablo's Tacos o hasta el local del cibercafé para conseguir algo que fumar, y se preguntaba cuánto podría sacarle al árabe.
– Estoy pensando que voy a necesitar que entres en mi casa la semana que viene, el jueves. A las tres en punto de la tarde. Hay algo que tengo que conseguir para ganar el divorcio.
– ¿Qué es?
– Unos papeles bancarios. Muy importantes.
– ¿Y no puedes simplemente pedirlos? ¿O hacer que tu abogado los consiga?
– Imposible -dijo Alí-, La perra de mi esposa no va a deshacerse de esos documentos. Quiere utilizarlos en mi contra.
– ¿Están en una caja fuerte? Yo nunca he abierto una caja fuerte.
( -No, están en el cajón de un escritorio.
Ahora Leonard sudaba aún más. Aquello no sonaba bien. No le gustaba el modo en que Alí lo explicaba: dudaba demasiado, como si se lo estuviera inventando mientras lo decía. Si tan sólo pudiese fumarse un porrito para calmarse, podría pensar mejor.
Finalmente, dijo:
– Otro motivo por el que nunca he hecho muchos allanamientos de casas es porque siempre existe la posibilidad de que entre alguien y te encuentre. Y no me gusta la violencia, Alí.
– Nada de violencia -dijo Alí-. Por eso el jueves es el día indicado. La asistenta termina de hacer la limpieza a las cuatro en punto. Conecta la alarma, cierra las puertas y se marcha. Su nieto la recoge en la acera de enfrente. Entonces tú entras en la casa y coges los papeles.
– No sé, Alí -dijo Leonard-. No es tan fácil. ¿Qué hay de la alarma? ¿Tienes el código?
– Estoy seguro de que la perra de mi esposa cambia todas las cerraduras para que mi llave no sirva. Y también cambia el código habitual de la alarma. Pero no creo que pueda cambiar el código que utiliza la asistenta. Lola es una mexicana muy estúpida, y no puede ver bien de cerca. Esa estúpida vieja ni siquiera puede ver el polvo que hay en la casa. Yo quiero despedirla, pero mi mujer dice que Lola es muy buena con mi Nicky. Bien, el caso es que Lola se olvida muchas veces del código correcto y hace sonar la alarma. Así que mi esposa no va a cambiar el código de Lola, ni hablar. Yo te daré ese código.