Stan Hooper le entregó a Ronnie los presupuestos de las reparaciones, y ella les echó un rápido vistazo, sólo para ayudar a Jetsam a conseguir una salida elegante, pero alcanzó a ver el nombre de Margot Aziz.
– Aziz -repitió-. ¿Podría ser que esta dienta estuviese relacionada con Alí Aziz, que es dueño de un club nocturno en Sunset?
– Pues no sabría decirle -dijo Stan Hooper, encogiéndose de hombros.
Hollywood Nate de pronto se interesó mucho. Miró por encima del hombro de Ronnie y reconoció la dirección que aparecía en la orden de trabajo.
– ¿Cuánto pide la señora por el coche? -preguntó Nate con cierta indiferencia.
– Tiene tres años, pero muy poco kilometraje. Ha sufrido algunos daños, pero nada importante. Alguien le dio un golpe cuando estaba en el aparcamiento del Farmer's Market, según me contó ella. Aceptaría veintiocho.
– Veintiocho mil -dijo Nate-. Es un poco caro, ¿no cree?
– Es posible que pueda bajarlo -dijo Stan Hooper.
– Mantenga despejado el callejón, por favor -dijo Ronnie, y se volvió hacia la puerta.
Cuando los cuatro policías estuvieron fuera, Ronnie dijo:
– ¿Un Mercedes deportivo utilitario? Y acabas de comprarte un Mustang, me parece. ¿Andas en algo raro, Nate?
– Es un bonito coche. Siempre me han gustado estos Mercedes deportivos.
– Nos vemos, chavales -dijo Ronnie-. Tendréis que comprobar matrículas y modelos si queréis seguir con este caso.
Cuando los policías surfistas iban de regreso a la camioneta de Flotsam para dirigirse a la comisaría Hollywood, Flotsam dijo:
– Sé que Ronnie enciende tu libido, tronco, pero esta clase de asuntos no te ayudará a convertirte en un cuervo.
– Al menos yo tenía razón en cuanto a lo del periódico árabe -dijo Jetsam.
Cuando estaban de vuelta en Hollywood Sur, Ronnie encontró a Bix sentado a su mesa frente a su Blackberry, y todavía entretenido con las tediosas llamadas telefónicas. Nate parecía tener prisa por hacer también algunas llamadas, pero no desde el despacho donde estaban trabajando los demás. Salió fuera del despacho y marcó un número desde su móvil, y se sorprendió de lo mucho que le costaba hablar cuando ella respondió.
– Hola… ¿Margot? -dijo.
– Sí. ¿Quién es?
– Soy Nate Weiss. El policía que conociste la semana pasada.
– Ah, sí -dijo ella-. ¿Cómo has conseguido mi número?
– No te lo creerás -dijo Nate-, pero casualmente hoy he estado en el taller de coches de Stan y he visto tu coche, y me he enterado de que está a la venta.
– Sí, así es -dijo ella.
– Me gustaría conversar contigo al respecto -dijo Nate-. Puede que esté interesado.
– Estoy pidiendo veintiocho mil.
– ¿Estarías dispuesta a negociar?
Tras unos segundos ella respondió:
– Podría ser.
– ¿Podría pasarme por ahí para hablar contigo del asunto?
– ¿Cuándo?
– Eh… ¿después de que salga del trabajo, esta tarde?
– ¿Y a qué hora sería eso?
– Podría estar en tu casa a las ocho en punto.
– Mi canguro no está disponible esta noche -dijo Margot-. Me temo que estaré ocupada con mi hijo de cinco años. Sería mejor si vinieras mañana por la noche.
– ¿Mañana por la noche, a las ocho?
– Me parece bien -dijo Margot-. Una pregunta, oficial Weiss.
– Llámame Nate. ¿Cuál es la pregunta?
– Ésa es la hora de mi cena, y no soy mala cocinera. ¿Qué te parece si compartes conmigo un plato de pasta casera y una ensalada de pollo y mango?
Cuando Hollywood Nate Weiss colgó su móvil se sentía verdaderamente aturdido.
Después de colgar el auricular, Margot Aziz cogió su móvil y llamó a otro teléfono móvil que le había comprado a una hermosa bailarina de topless asiático-americana.
– Soy yo -dijo Margot, cuando respondió Jasmine-. No puedo seguir esperando la opción número uno. ¿Recuerdas al otro que te mencioné? Vendrá mañana por la noche, y veré qué tal va. Podría funcionar.
– No puedo soportarlo más -dijo la bailarina-. Si no ocurre algo pronto voy a dejar el asunto. Es demasiado estresante.
– Ten paciencia, cariño -dijo Margot-. Hemos trabajado mucho para comerle la cabeza al tipo. Lo tenemos a punto. Sólo necesitamos un poco más de tiempo.
Aquella noche había «una luna de Hollywood», como siempre la llamaba el Oráculo, el viejo sargento de la guardia nocturna. Una luna llena sobre Hollywood significaba que nada iba a ocurrir de la manera habitual. La mayor parte de las cosas que sucedían no eran asuntos que la policía podía discutir en las reuniones de la Junta Consultiva de la Policía Comunitaria.
Dan Applewhite estaba tomándose algunos de los días que había acumulado por horas extra, así que el joven Gil Ponce había sido asignado a la patrulla de Gert von Braun. No llevaban en la calle más de treinta minutos desde la puesta de sol, cuando el 6-X-66 recibió una llamada del sudeste de Hollywood por una alarma antirrobos silenciosa que se había activado en una tienda de muebles. Cuando llegaron allí e hicieron las comprobaciones de rutina de las ventanas de la tienda, la nueva y diminuta linterna de Gert comenzó a parpadear. Ella la golpeó unas cuantas veces y la luz se apagó del todo.
– ¡Maldito pedazo de mierda! -dijo, y la golpeó otra vez mientras la apagaba y encendía varias veces.
Entonces Gil Ponce pudo observar de primera mano el STE de Gert, el síndrome de temperamento explosivo del que los otros policías hablaban en secreto.
– ¡Estos putos funcionarios de partido! -gruñó; y arrojó la linterna contra la pared de ladrillos que había en la parte posterior de la mueblería, provocando una lluvia de trocitos de plástico.
Gil se limitaba a contemplarla sin decir nada, pero ella se volvió para decirle:
– ¡Vamos a parar en una gasolinera y compraremos una maldita linterna que funcione!
A Gil Ponce aquello le sonó como un reto, así que tragó saliva y dijo:
– Sí, señora. De acuerdo.
– ¡No me llames señora, maldita sea! -dijo ella, subiéndose al coche y acomodando su voluminoso cuerpo como pudo entre el volante y el asiento.
– No… Gert -dijo Gil, deslizándose en el asiento del acompañante lo más rápida y silenciosamente que pudo y con la mirada vuelta hacia la calle.
Una hora más tarde, el Compasivo Charlie Gilford fue interrumpido una vez más mientras veía su programa favorito para que fuera a reunirse con el 6-X-66 en la escena de un posible homicidio en el que faltaba el cuerpo y había un bebé muerto. A los comités dedicados al embellecimiento y renovación de Hollywood les gustaba pensar que los barrios como ése estaban tan alejados de las avenidas centrales que no hacía falta siquiera considerarlos un barrio de Hollywood, pero lo eran.
Sucedió en Brentwood, en un edificio de tres plantas de apartamentos con un único dueño. Había un hueco de escalera bajo techo en la parte trasera de la propiedad, que varios vagabundos y personas sin techo utilizaban como vivienda temporal. Allí dormían, bebían, orinaban e incluso defecaban, contraviniendo la máxima de no cagar donde uno come. Hacía ya tiempo que habían arrancado y robado todo el sistema de tuberías de metal, que era exterior, y al menos un vagabundo fue apuñalado cuando estaba echando abajo la puerta de un apartamento vacío antes de que las bisagras de bronce fueran reemplazadas por otras de acero, sólo para llevarse el refulgente tesoro. Los niños hispanos no se atrevían a caminar descalzos por aquel lugar, por temor a las jeringuillas desechables.
Uno de los vecinos hondureños del edificio, que había atravesado el hueco de la escalera cuando iba desde el aparcamiento hacia las escaleras de la entrada principal, donde no había vagabundos, divisó lo que parecían ser manchas de sangre en el pasaje peatonal donde estaban ubicados los contenedores de basura. Asomó la cabeza por el hueco de la escalera aguantando la respiración para no sentir el hedor, y vio más sangre. Siguió el rastro hasta la esquina de debajo de la escalera y allí vio coágulos de sangre espesos y viscosos, y algo que tenía el aspecto de las ostras crudas, pero no quiso indagar más. Había salpicaduras secas en una pared y una especie de mancha de Rorschach en el suelo junto a una manta empapada en sangre, ya rígida, además de algunas prendas de ropa que alguien había tirado. El hondureño pensó que la escena era tan horrible que hasta las ratas huirían de allí. Pero se equivocaba. Había ratas.