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Y bajo una caja de cartón que había en la otra esquina, encontró un bebé muerto. No era un feto, sino un bebé completamente desarrollado, todavía unido al cordón umbilical. Era un niño, pero no pudo decir nada más de él.

Sabía que no tenía que tocar nada, de modo que corrió a su apartamento para llamar a la policía. Cuando le contó a su mujer lo que había encontrado, ella regresó con él al hueco de la escalera para esperar a que llegaran los oficiales de policía.

A pesar de las protestas de su marido, ella regresó al apartamento y cogió una toalla, porque se negó a dejar el cuerpo tirado sobre el sucio suelo. Levantó al bebé muerto, que ya no estaba rígido -el rigor mortis ya había desaparecido-, lo colocó sobre el tercer escalón, y dobló la toalla por encima de su pequeño cuerpecito.

– Pobrecito -dijo en español, y rezó una plegaria por el bebé y por su madre si es que aún estaba viva, aunque la mujer no creía que la madre pudiera haber sobrevivido. ¡Toda aquella sangre…!

Cuando el 6-X-66 llegó al lugar de la escena, Gert von Braun le dijo a Gil Ponce:

– Es mejor que tú hagas el interrogatorio. Probablemente ellos hablen un inglés tan bueno como el de los congresistas estadounidenses.

«Aquí vamos otra vez», pensó Gil Ponce, y dijo:

– Lo siento, Gert. No hablo español.

Ella lo miró dudosa, y murmuró la conocida expresión:

– Puto Hollywood. Nada es nunca como te lo esperas.

El hondureño dirigió sus comentarios al joven Gil Ponce:

– Pasa cosa muy mala -dijo en un inglés aceptablemente comprensible-. Es sangre por todas partes. Vemos este bebé muerto.

El hombre los condujo hasta el hueco de la escalera y quitó la toalla. Gert iluminó el cuerpo con su nueva linterna y dijo:

– Parece que lleva un buen rato aquí. Me pregunto dónde está la madre.

– Mucha sangre aquí -le dijo a Gil Ponce el hondureño, y señaló la manta empapada en sangre.

Cuando Gert dirigió su linterna hacia la pared, dijo:

– Eso parecen salpicaduras. Esto podría ser algo más que una mujer sin techo que ha dado a luz. Será mejor que tratemos esto como la escena de un homicidio. Llama al detective de la guardia nocturna. Dile que tenemos algo que parece cobertura de pizza sin la masa.

– ¿Nos quedamos aquí? -preguntó el hondureño a Gil Ponce.

– Yo soy diez años mayor que él. ¿Por qué no me hablas a mí? -dijo Gert von Braun.

– ¿Perdón? -dijo el hombre sin comprender.

– Déjalo. Háblale a él -dijo Gert. Estaba acostumbrada a aquello con gente que venía de culturas dominadas por varones.

– Vete a tu apartamento -dijo Gil-, pero pronto irá un detective a hablar contigo, ¿vale?

– Vale -dijo el hombre.

El Compasivo Charlie llegó mucho antes que el equipo del forense. Habló con Gert y con Gil, examinó las salpicaduras y la gran cantidad de sangre que allí había y se comunicó con la detective de homicidios, que estaba en su casa, para contarle lo que habían encontrado. La detective dijo que llamaría a los detectives que estaban de guardia y que volvería a llamarlo.

En ese momento entró tambaleándose el vagabundo más gordo que los policías habían visto nunca. Era un borracho sin techo que había sido arrestado varias veces en los bulevares, donde mendigaba a los turistas. Era un hombre blanco de mediana edad, quizás algunos años mayor que el detective Charlie Gilford, pero sin duda mucho más corpulento. Llevaba un sombrero de fieltro destrozado, una chaqueta de sport remendada cubierta de caspa y polvo y una corbata grasienta encima de una mugrienta camisa de lanilla; tal vez fuese su manera de conservar una pizca de dignidad.

Cuando se dirigió dando tumbos hacia el hueco de la escalera, y con el cuello de una botella de vino asomándole desde el bolsillo del abrigo, ni siquiera vio a los policías, hasta que Gert von Braun lo iluminó con el rayo de su nueva linterna.

– ¡Jesús! Este tipo debe de pesar trescientos kilos -dijo Charlie Gilford.

– Eh… ah… -dijo el gordo cuando los vio-. Nasnoches, oficiales.

Gil Ponce se colocó sus guantes y lo cacheó, quitándole la botella de vino mientras el hombre lo miraba melancólicamente. Su aliento olía a cloaca, y las venillas de su cara parecían un nido de gusanos color rosa. El hecho de que su rostro todavía tuviese algo de color y no se hubiese vuelto amarillo limón era una prueba de que el hígado aún le funcionaba.

– ¿Cómo se llama? -le preguntó Charlie Gilford.

– Livingston G. Kenmore -dijo el hombre, tambaleándose de lado a lado hasta que Gil Ponce lo cogió para estabilizarlo.

– ¿Qué sabe sobre este asunto? -preguntó Charlie.

– ¿Qué asunto?

– La sangre. El bebé muerto.

– Ah, eso.

Los policías se miraron entre sí y volvieron a mirar al borracho. Finalmente, Charlie Gilford dijo:

– Sí, eso. ¿Qué ha pasado aquí?

– ¿Con la sangre o con el bebé?

– Empecemos por el bebé -dijo Gert.

– Es de Ruthie. Está muerto.

– Ya sabemos que está muerto. ¿Quién es Ruthie?

– Ella solía dormir aquí -dijo el hombre-. Era gorda como una casa, pero aun así se tiraba a los tíos por diez dólares. Últimamente no conseguía muchos clientes. La barriga le llegaba hasta aquí -dio una palmadita a su enorme barriga.

– ¿Dónde está Ruthie ahora? -preguntó Charlie.

– Se fue al refugio de los sin techo hace dos días -dijo el gordo-. Pueden encontrarla allí ahora. Se encontraba mal después de tener al bebé. Pobrecilla, estaba muerto antes de salir, y ella sangró mucho.

– ¿Usted la ayudó a tener el bebé? -preguntó Gert.

– La ayudó su amiga Sadie -dijo él-. Ella también se fue al refugio con Ruthie. Pueden ir allí y preguntarles. Yo intento mantenerme al margen de sus asuntos. Son cosas de mujeres, ya me entienden.

– ¿Está diciéndonos que toda esta sangre es de Ruthie? -dijo Charlie Gilford.

– No, sólo una parte es de Ruthie -dijo el hombre, mirando a Charlie como si fuera estúpido o algo parecido.

– ¿Y el resto es de Sadie? -preguntó Charlie.

– No -dijo el gordo-. El resto es mío.

– ¿Suya? -dijo Gert-. ¿De dónde?

– De mi schwanze -dijo él-. Verán, últimamente tenía muchos problemas para mear, así que hace unas semanas fui a la clínica y me operaron. Un doctor me puso un catéter para limpiarme el pajarito, con uno de esos globos que te meten dentro de la vejiga para mantener todo en su sitio. Pero la otra noche, después de beberme un par de botellas, me volví loco y me lo arranqué. Chorreó sangre por todas partes.

Involuntariamente, Charlie Gilford y Gil Ponce emitieron al unísono sonoros quejidos de dolor al imaginarse la escena. Gil se dobló en dos y Charlie se cogió la entrepierna mientras Gert sonreía mirándolos. Gil ya sabía que ella pensaba que no eran más que una panda de maricas, así que se enderezó, respiró profundo y se dijo a sí mismo que tenía que aguantar.

– ¿Quiere decir que su cosa sangró tanto? -le dijo Gert al borracho.

– No puede imaginárselo -dijo el hombre-. Casi llamo a emergencias. ¿Quiere verlo?

– ¡No! -dijeron al unísono Charlie Gilford y Gil Ponce. Pero Gert von Braun dijo:

– Sí, sáquelo.