Lo hizo. Y mientras Charlie Gilford y Gil Ponce dirigían la vista en otra dirección, Gert iluminó el pene del hombre gordo y dijo:
– ¡Joder, eso es un desastre! Tiene que hacer que un médico se lo cosa. Parece el chorizo de cerdo que solía hacer mi madre.
El detective les dijo a Gert y a Giclass="underline"
– ¿Qué os parece si vosotros dos acompañáis al señor Kenmore hasta el refugio y recogéis a Ruthie y a Sadie? Si están usando otros nombres él podría señalarlas. Tratad esto como un posible homicidio. Puede que ellas hayan matado al bebé.
– ¡Oh, no! -dijo el gordo-. Ella iba a darlo en adopción. Creía que tal vez le dieran dos mil dólares por él, si era blanco. Y lo era, por cierto. Lloró cuando vio que estaba muerto. Ella no lastimaría al bebé. Nació muerto, soy testigo. Yo lo coloqué en el rincón y lo cubrí con una caja. No íbamos a tirarlo al basurero, ni nada así. Ellas iban a volver y ocuparse del cuerpo como ciudadanas responsables.
– Tenemos que corroborar todo lo que nos ha dicho, y vamos a necesitar que nos ayude -dijo Charlie Gilford.
Ésa era la señal para Gert, así que se dirigió hacia la calle de enfrente, para recoger su coche y conducirlo hasta el aparcamiento de manera que ellos no tuvieran que caminar demasiado con el gordo borracho.
– Tú encárgate de encontrar a las dos mujeres -le dijo Charlie Gilford a Gil Ponce-, y llévalas a la comisaría. Dejaremos que el equipo de homicidios decida cómo quiere manejar esta situación.
– Y si las mujeres no quieren venir, ¿las arrestamos? -preguntó Gil.
– Por supuesto -dijo Charlie Gilford-. Tenemos un bebé muerto. Hasta que nadie nos diga otra cosa, esto es la escena de un crimen.
– Nadie ha cometido un crimen -dijo el hombre gordo, bamboleándose otra vez y cogiéndose de la esquina de la pared de cemento-. Ruthie habría sido una buena madre.
– Sí, bueno, eso es conmovedor, pero dudo que nuestros cuervos quieran compartir este melodrama la próxima vez que se reúnan con los tipos del Proyecto de Rehabilitación de Hollywood.
Pero mientras Charlie Gilford volvía a llamar a la detective de homicidios para contarle las novedades y Gil Ponce observaba al detective que había llegado a la escena, ansioso de hacerle preguntas sobre sus futuras tareas, nadie vigilaba a Livingstone G. Kenmore. Sencillamente ya no podía mantenerse en pie. Anduvo unos pocos pasos haciendo eses en dirección al oscuro hueco de la escalera, y en el tercer escalón vio algo parecido a un cojín, así que se sentó encima.
– ¡Hostia puta! -gritó Gil Ponce-. ¡Levántese! ¡Levántese! ¡Levántese de una puta vez!
Todo ello sucedió justo cuando la detective, que estaba al otro lado de la línea, le preguntaba a Charlie Gilford:
– ¿El bebé tiene alguna lesión evidente?
– Ah, sí -dijo el Compasivo Charlie Gilford mirando el desastre provocado por el borracho-. Ahora sí.
Capítulo 9
Los cuervos tenían un problema recurrente que tenía que ver con las quejas del Comité de Clubes Nocturnos acerca de los vendedores de salchichas. La tarde anterior, los cuervos, en colaboración con la patrulla de la guardia nocturna, iniciaron la Operación Hot Dog.
Los oficiales de las patrullas de vigilancia vespertina y nocturna estaban demasiado ocupados y tenían demasiado poco personal como para lidiar con los vendedores, así que las cosas se les habían ido de las manos. En los bulevares de Hollywood y Sunset, donde proliferaban los clubes nocturnos -clubes cuya titularidad declarada cambiaba tanto como los manteles-, los vendedores latinos de salchichas frankfurt disponían sus carritos para captar a los clientes que iban y venían durante la madrugada. La noche de la Operación Hot Dog habían citado a más de cincuenta vendedores por venta callejera ilegal, y sus carritos habían sido confiscados. Ahora el aparcamiento de la comisaría estaba atestado de carros y de salchichas pudriéndose, y todo el mundo se preguntaba si la «redada de la salchicha» no habría sido un poco exagerada.
A Ronnie se la eximió de cualquier responsabilidad en la Operación Hot Dog y se le solicitó, a ella y a Bix Rumstead, que se reunieran con la unidad 6-A-97 al sudeste de Hollywood. El cuervo que generalmente se encargaba de las llamadas de ese vecindario se había tomado unas cortas vacaciones debido a la muerte de un familiar de su esposa. En la División de Hollywood no había muchos vecinos negros, el único que había establecido relación con algunos de ellos era el cuervo que estaba de vacaciones, un oficial negro.
La unidad 6-A-97 había respondido a una queja por unos carritos de la compra: había cinco carritos abandonados alrededor de una casucha de madera alquilada a una pareja de somalíes. Cuando Ronnie y Bix llegaron allí, el más viejo de los dos policías que los estaban esperando, saludó a Bix Rumstead con la cabeza.
– No pretendemos escaquearnos de ésta -dijo-, pero vosotros los cuervos os ocupáis de quejas por ruidos molestos y estas mierdas de «calidad de vida», ¿cierto?
– Y calidad de vida cubre una gran variedad de cosas -dijo Bix cansinamente-. ¿Cuál es el problema?
– La mujer que nos llamó dice que la gente que vive en esa pequeña casa es de Somalia, y que al marido no le gusta la gente negra, que por eso ella no puede hablar con ellos -dijo el policía.
– Pero los somalíes son también negros -dijo Bix.
– Sí, pero al tipo lo que no le gusta son los negros americanos. Por eso ella quiere que nosotros hablemos con él y le digamos que en este país uno no puede salir del aparcamiento del supermercado llevándose los carritos de la compra. De hecho, ella dice que los somalíes incluso le quitaron un carrito a su hijo adolescente cuando intentó llevarlo de vuelta al supermercado. Dice que el tipo simplemente no entiende el tema de los carritos de compra.
– ¿Y vosotros intentasteis hablar con el tipo? -preguntó Ronnie.
– No abre la puerta -dijo el policía-, Pero la mujer jura que está allí dentro. ¿Podéis haceros cargo? Nosotros tenemos verdaderos crímenes de los que ocuparnos.
«Ahí está otra vez», pensó Ronnie. Ellos eran auténticos policías, los cuervos eran otra cosa.
– Está bien -dijo Bix-. ¿Cómo se llama ella?
– Es la señora Farnsworth.
Era evidente que el policía estaba feliz de poder endilgarle aquello a los cuervos, porque los oficiales de patrulla pensaban que los cuervos nunca hacían una jornada de trabajo completa.
La señora Farnsworth era una corpulenta mujer de cabellos grises, alisados a lo Condoleeza Rice. Su chalet, que estaba al otro lado de la calle de los somalíes, tenía un jardín de geranios en el frente y estaba recién pintado. Invitó a los policías a pasar y les preguntó si querían una bebida fresca, pero ellos la rechazaron.
– Me gustaría poder manejar esto yo misma -les dijo-, pero ese hombre somalí es un malvado. Tiene una gran cicatriz en un lado de la cara y nunca sonríe. Su mujer es muy dulce. Converso con ella cuando pasa camino del mercado. Es como veinte años más joven que él, quizá más. Y una vez lo dejó. No la vi durante casi tres semanas pero no sé adonde fue. Luego, hace una semana, regresó.
– Haremos que recojan los carritos de compra -dijo Bix-. ¿Tiene idea de por qué sigue llevándoselos?
– Creo que simplemente está loco -dijo ella-. Una noche intenté pedirle que bajara la música y me gritó. Me llamó «negra». «¿Y qué crees que eres tú?», le dije. No contestó.
– ¿Hay alguna otra cosa que pueda decirnos de él? ¿Algo que le haga pensar que está loco?
– Hablé con su mujer un par de veces cuando hicieron una gran fiesta con algunos amigos somalíes, para Año Nuevo. Me contó que lo único que hacían era masticar una cosa llamada kaat, comer comida picante y apostar sin parar. Todos festejan su cumpleaños en Año Nuevo, por eso la fiesta duró tres días.
– ¿Por qué en Año Nuevo? -preguntó Ronnie.
– Son tan retrógrados que no saben cuándo han nacido. Eligen el año que quieren para los papeles de inmigración, y hacen que la fecha de su cumpleaños caiga en Año Nuevo para que sea fácil de recordar. Eso es lo que ella me contó. Son así de ignorantes. Y él tiene el descaro de llamarme «negra» precisamente a mí.