– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.
– Ornar -dijo la señora Farnsworth-. Me he enterado de que todos se llaman Omar o Mohamed. No sé su apellido.
– ¿Está segura de que ahora está en casa? -preguntó Bix.
– Seguro que está -dijo-. Y ella también. Esa maldita música hace una hora era un estruendo y luego dejó de sonar, pero él no salió de la casa. Lo he estado observando. Simplemente no quiere hablar con la policía, eso es todo.
– Llamaremos y veremos si abre la puerta -dijo Bix-, Y telefonearemos a la tienda para que pasen a recoger los carritos.
– Una cosa puedo decirles -dijo la señora Farnsworth-: su mujer le tiene miedo. Eso puede verse. Me sorprendió que volviera con él, pero quizá no tenía dinero, ni ningún otro sitio adonde ir.
Cruzaron la calle y Ronnie llamó a la puerta de la casucha mientras Bix se paraba a un lado, intentando espiar por la ventana a través de una hendidura que había en lo que parecían ser cortinas de muselina. No hubo respuesta.
Golpeó más fuerte y dijo:
– Policía. Abran la puerta, por favor.
Podían escuchar claramente que dentro había movimiento, y entonces se oyó una voz que, con un acento extraño, dijo:
– ¿Qué es lo que quieren?
– Sólo queremos hablar un minuto con usted -dijo Ronnie.
La puerta se abrió y un hombre alto, de piel muy oscura y con huesos faciales esculpidos como a menudo se ve en el Cuerno de África abrió la puerta. Vestía sólo pantalones negros y unas zapatillas deportivas, y tenía un aspecto inconfundible en virtud de la pálida cicatriz que le atravesaba la mandíbula derecha y que iba desde la raíz del pelo hasta la garganta.
– Hemos recibido quejas por el volumen de la música y por los carritos de supermercado que hay en su jardín. ¿Sabe usted que va contra la ley llevarse los carritos de la compra? Eso es robo.
– Los devolveré -dijo él con una voz profunda que le salía desde muy adentro.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.
– Omar -dijo él.
– ¿Y el apellido?
– Omar Hasan Benawi.
– ¿Por qué coge tantos carritos, señor Benawi? -preguntó Bix.
El hombre miró fijamente a los dos policías durante un momento y dijo:
– Si me roban un carro, tengo más.
– ¿Quién quiere robarle los carros? -preguntó Bix.
– Ellos -dijo él, sin explayarse, pero mirando vagamente a la distancia.
– ¿Su mujer está en casa? -preguntó Bix.
– Sí -dijo él.
– Déjenos hablar con ella. Ahora, por favor -dijo Ronnie.
El somalí se dio la vuelta y murmuró algo, y entonces apareció en la puerta una mujer joven y huesuda, que llevaba un pañuelo marrón en la cabeza, un vestido de algodón rosa y sandalias. No era de piel tan oscura como su marido, pero como él, tenía los rasgos afilados y definidos y grandes ojos aterciopelados.
– ¿Habla inglés? -le preguntó Ronnie.
Ella asintió, mirando de reojo a su marido, que tenía el ceño fruncido.
– ¿Ha oído lo que le dijimos a su marido?
– Sí -dijo ella-. Lo he oído.
– ¿Entiende usted que no puede poner la música alta por la noche, y que no puede traerse los carritos del mercado a casa?
– Sí -dijo ella, mirando otra vez a su marido.
– ¿Está usted bien? -preguntó Bix Rumstead.
– Sí -dijo ella.
– Me gustaría hablar con usted acerca de los carritos de compra. ¿Puede salir fuera, por favor? -dijo Ronnie.
La joven miró a su marido, que al principio dudó pero finalmente movió la cabeza en señal de aprobación. Su mujer salió al pórtico y siguió a Ronnie hasta el patio delantero, donde Ronnie le dio la vuelta a un carrito que estaba boca abajo.
Luego, con voz calmada, mientras Bix mantenía al marido ocupado pidiéndole el nombre, el número de teléfono y otros datos, Ronnie le dijo a la mujer:
– ¿Le sucede algo malo a su marido? -Ronnie se señaló la cabeza y añadió-: ¿Aquí?
La mujer lanzó una mirada hacia la casa y dijo:
– No.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Ronnie.
– Saña -dijo la joven.
– No tenga miedo de decirme la verdad, Saña -dijo Ronnie-. ¿La ha lastimado él de alguna manera? Si lo ha hecho, podemos llevarla a un refugio donde estará a salvo.
– No, estoy bien -dijo Saña.
– Y su marido -dijo Ronnie-, ¿está bien? ¿De aquí? -y volvió a señalarse la cabeza.
– Él está bien -dijo Saña con la mirada baja.
– ¿Tiene trabajo? -preguntó Ronnie.
– No, ahora no -dijo Saña-. Busca trabajo. Yo también busco trabajo. Limpio casas.
– ¿Cuántos años tiene usted? -preguntó Ronnie.
– Veintiuno -dijo ella-. Creo.
– ¿De verdad quiere quedarse con su marido? -preguntó Ronnie-, ¿Es amable con usted?
– Me quedo -dijo la joven, ahora mirando a Ronnie-, Mi padre me entregó a Ornar. Me quedo.
Bix dejó al somalí en el pórtico y luego se acercó a Ronnie y a Safia.
– No tiene que quedarse con él -dijo en voz baja, i Hablando despacio y articulando cuidadosamente, Ronnie le dijo:
– Ahora está en Estados Unidos, y usted es una mujer libre. ¿Le gustaría recoger sus cosas y venirse con nosotros? Hay personas que pueden ayudarla.
– ¡No, no! -dijo la mujer enfáticamente-. Me quedo.
Ronnie colocó una de sus tarjetas en la mano de la joven, apretándola entre sus dedos, y le dijo:
– Llame si necesita ayuda, ¿de acuerdo?
La mujer ocultó la tarjeta bajo su manga y asintió.
Bix Rumstead regresó a ver a la señora Farnsworth y le dio una de sus tarjetas, donde además apuntó su número de móvil particular, en el reverso.
– Si sospecha que allí está sucediendo algo realmente malo, quiero que me llame. Puede localizarme en este número a cualquier hora.
Y así acabó la cosa. Bix y Ronnie pasaron por el supermercado, que estaba a dos calles, y notificaron al muchacho encargado de recoger los carritos de compra abandonados en el vecindario que en el patio de la casa de Ornar había un botín gordo. Y luego se fueron a atender sus asuntos, con la esperanza de que aquello fuera lo último que supieran de Ornar Hasan Benawi.
Media hora más tarde, mientras iban en el coche hacia Hollywood Sur, Bix Rumstead dijo:
– Tengo un muy mal presentimiento con esa pareja somalí.
– Yo también -dijo Ronnie.
Al atardecer se desató una extraña tormenta de verano en la ciudad de Los Ángeles. Cayó con furia durante veinte minutos, luego paró, y sobre Hollywood Hills apareció un arcoiris gigantesco. Los vecinos dijeron que había sido un momento mágico. Gracias a esa lluvia se produjo una escena increíble que sería recordada en años venideros como parte de la mitología del LAPD. Sucedió momentos después de que la guardia nocturna saliera a las calles, y los policías surfistas estaban allí para verlo.
El Equipo de Impacto de Bandas, llamado EIB, había acordado con el jefe de la guardia que usarían dos de los coches de la guardia nocturna y dos de la vespertina en un ataque sorpresa a la banda de la calle Dieciocho. Entre los detectives de Hollywood, el EIB tenía el porcentaje más alto de delitos en archivo y disfrutaba deteniendo a los miembros de las pandillas callejeras, pero tenían la moral baja desde que el juez de distrito que supervisaba el decreto federal de consentimiento resolvió que los seiscientos oficiales del LAPD que estaban asignados a las unidades de Bandas y de Narcóticos debían poner a disposición de la justicia sus declaraciones de bienes como parte de la cruzada anticorrupción. Sin embargo, puesto que esa información podía ser requerida judicialmente, la información bancaria de un policía, su número de seguridad social y muchos otros datos podían acabar en manos de los abogados de los gánsteres callejeros. Los policías amenazaban con abandonar sus tareas antes de permitir que eso sucediera, y su asociación, la Liga Protectora de la Policía de Los Ángeles, estaba librando una batalla para defenderlos. Era otra de las muchas escaramuzas burocráticas de los años sombríos y opresivos del decreto federal de consentimiento.