El EIB había sido informado de que los miembros de la pandilla de la calle Dieciocho iban a ir hacia el sudeste de Los Ángeles en sus coches trucados para ayudar a otra banda de hispanos a aplicar justicia callejera a unos gánsteres negros, sospechosos de matar a un latino. Más de la mitad de los homicidios cometidos en Los Ángeles el año anterior estaban relacionados con bandas callejeras. El informante les había indicado que los muchachos de la calle Dieciocho estarían esperando junto a una verja de metal que estaba al lado de un bloque de pisos en el sudeste de Hollywood, donde vivían la mayoría de ellos. Cuando llegó la policía, había once muchachos encaramados a la verja, o recostados en la parte que había sido arrancada de los postes y enrollada en una maraña de cable de acero. A una señal acordada previamente, que se transmitió por la frecuencia de la policía, las unidades de patrulla se abalanzaron hacia el lugar guiadas por dos equipos de policías de Hollywood especialistas en bandas callejeras.
Ninguno de los muchachotes pareció especialmente perturbado, y nadie corrió. Los que estaban fumando siguieron fumando. Ninguno intentó deshacerse del crack ni del cristal. Siguieron charlando entre ellos como si los policías estuviesen montando un espectáculo para ellos. No se los puso de bruces contra el suelo, porque la lluvia había formado charcos profundos debajo y alrededor de la verja, así que las órdenes habituales se modificaron un poco:
– ¡Daos la vuelta contra la verja!
– ¡Manos detrás de la cabeza!
– ¡No os mováis ni habléis!
Luego los policías empezaron a cachear a los chavales, y los colocaron a un lado para identificarlos. Cogieron a varios miembros de la banda y se los llevaron a los coches para hablar con ellos en privado, pero el balance general de la situación fue frustrante. Llegaron a la conclusión de que había habido algún chivatazo, y que la banda estaba esperándolos. Los policías estaban enfadados y avergonzados.
Durante los primeros veinte minutos del episodio, cuando algunos de ellos ya se habían repuesto, un pandillero vestido a lo rapero, con una camiseta holgada y unos pantalones caquis, y con la cara tatuada como era frecuente, con telarañas y lágrimas, se volvió hacia sus compañeros y sonrió burlonamente, exhibiendo con orgullo dos dientes de oro. Como muchos otros, tenía un pañuelo rojo y blanco enroscado en la cabeza, que llevaba afeitada.
– Hey, tú, esto no está bien -le dijo a uno de los policías hispanos, que ya lo había arrestado antes.
– ¿Qué es lo que no está bien? -dijo el policía.
– Sólo estamos pasando el rato, tío. No hemos infringido ninguna ley.
– Nunca te acusaría de quebrantar la ley, hermano.
Los pandilleros se sonreían unos a otros, y los policías estuvieron seguros de que de alguna manera habían previsto la redada.
Flotsam, que no estaba nada sorprendido, le dijo a Jetsam:
– Tío, ¿alguna vez has oído que un policía pueda guardar un secreto?
– Lo mismo podría habérselo contado a Access Hollywood -coincido Jetsam-. ¿Quieres que se sepa? Pues cuéntaselo a un policía.
Los policías surfistas estaban esperando a que la unidad de bandas les diese la aprobación para despejar la zona, cuando llegó un policía en una motocicleta. No se trataba de un poli cualquiera sino del oficial Francis Xavier Mulroney, un gigantesco y rudo veterano de la vieja escuela, que todavía usaba gafas de aviador y guantes de piel negra. Llevaba treinta y siete años en el LAPD, y treinta en la motocicleta. Generalmente estaba asignado a la jurisdicción de Hollywood, donde su mote, «FX», parecía muy apropiado. Se bajó de la moto y caminó con sus botas por encima de los charcos, salpicando a todos los policías que no se apartaron de si¡ camino.
Con su casco, esas botas tan peculiares, su barriga y las gafas, a Jetsam le pareció idéntico al tipo que hacía del general Patton en aquella vieja película sobre la Segunda Guerra Mundial. De hecho, hasta hablaba como él, con voz como de ultratumba.
– ¿De qué mierda va esta asamblea? -le dijo a uno de los dos policías hispanos, al que tenía más cerca.
El policía se encogió de hombros y dijo:
– Parece que de casi nada.
– ¿Por qué estos vatos no están con la puta cara contra el agua, en vez de estar parados por ahí riéndose como niñas tontas? ¿Qué pasa, no ponéis a estos cabezas de pañuelo contra el suelo cuando está mojado? -dijo el policía motorista.
El policía de la unidad de bandas sonrió amablemente y dijo:
– Recibido, FX. Ya quisiera yo poder seguir haciendo las cosas como en los viejos tiempos.
Aludiendo a la manifestación que se había celebrado el 1 de mayo en el Parque McArthur, y que había recibido muchas críticas a nivel nacional cuando el LAPD reprimió a manifestantes y periodistas, FX Mulroney hizo un gesto de desdén y dijo:
– Ya estamos de nuevo como en el i de mayo. Otra vez con eso de «oh, por Dios, no vayamos a maltratar a la gente». ¡Vaya mierda! ¡La hermana María Ignacia nos hacía una puesta a punto en la puta escuela primaria que era mucho peor!
– Recibido -dijo pacientemente el policía de bandas.
– Por eso cuando me retire el año que viene voy a montarme con la moto en el montacargas del Parker Center, subiré hasta el sexto piso y la dejaré frente a la puerta del despacho del jefe. Con un letrero dirigido a los pesos pesados del LAPD, a la comisión de policía y al alcalde. Un letrero que diga: «Ponte esta preciosidad entre las piernas porque no tienes nada más ahí». Eso es lo que voy a hacer.
Evidentemente nadie dudaba de su palabra. Entonces uno de los policías de la guardia vespertina se volvió hacia su coche para dejar su pistola de balas de goma, y el viejo motorista resopló y dijo:
– Balas de goma. Cuando entré en el cuerpo, las balas de goma las usaban los niños pequeños para arrojárselas a los payasos de papel recortado. En eso han convertido al LAPD, ¡en una pandilla de payasos!
– Recibido también -dijo con un suspiro el policía de bandas-. Te oímos bien, FX. Fuerte y claro.
Ahora que FX Mulroney había entrado en escena, los demás policías estaban aún más ansiosos por marcharse de allí. Pero los chavales encaramados y recostados contra la verja miraban con mal gesto al viejo motorista. De hecho, unos pocos llegaron incluso a reírse de él. Y entonces ocurrió el desastre.
El chaval de los dientes de oro hizo un comentario a sus compañeros en un susurro que parecía de teatro, es decir, lo suficientemente alto como para que FX lo escuchase:
– Es tan viejo que debería ponerle ruedecitas a su moto.
Todos los miembros de la banda de la calle Dieciocho se rieron a carcajadas.
El policía motorista dio tres enormes zancadas con aquellas relucientes botas negras suyas y se acercó al policía de la guardia que estaba de pie junto al maletero abierto de su coche, donde se disponía a guardar su pistola de balas de goma.
– Préstame esto un momento -dijo FX, y cogió el arma paralizadora del cinturón del policía.
– ¡Hey! -dijo el policía-. ¿Qué crees que estás haciendo?
– Nosotros solamente podíamos llevar estos enormes taser de mierda en las alforjas de la moto. Éste es el nuevo modelo, ¿no?
– ¿Qué haces? -repitió el policía.
Entonces el viejo motorista le enseñó al joven policía lo que estaba haciendo.
– Hermano -le dijo al chaval del diente de oro, y a todos los otros muchachotes alimentados gracias a los cupones de beneficencia, pero que sin embargo llevaban Adidas de doscientos dólares-, nunca guardes un artefacto eléctrico cerca de la bañera. Y nunca jamás te pares sobre un charco de lluvia y luego te reclines sobre una verja de metal. Podría caerte un rayo.