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Ronnie no sabía qué más decir y Bix, obviamente, pensó que ya había dicho demasiado. Terminaron sus capuchinos y sus informes en silencio.

Hollywood Nate Weiss apenas pudo esperar a fichar su salida a las siete y media de la tarde. Había cambiado su uniforme por una costosa camisa de lino blanco y un par de tejanos negros de Nordstrom. Pensó en ponerse elegante, pero decidió que podría parecer un idiota que nunca había tenido una cena íntima en la casa de una chica de infarto y adinerada de Hollywood Hills. Lo que era exactamente el caso.

Mientras conducía hacia Mount Olympus pensó en varios comentarios iniciales que podía hacerle, pero al ensayarlos en voz alta se sintió todavía más tonto que de sólo pensarlos. Estaba a punto de aparcar en la calle de enfrente, cuando decidió que como invitado debía de estar autorizado a entrar por el camino pavimentado que daba acceso a los coches. El terreno era muy espacioso, lo que permitía disfrutar de una excelente panorámica en un sitio donde la tierra escaseaba, y el camino de ladrillos era lo suficientemente amplio como para girar en U sin problemas. La casa en sí era engañosamente grande, con un tejado a la española, paredes blancas de yeso, vigas descubiertas y muchos arcos, un estilo que los agentes inmobiliarios gustan de llamar «Early California». Un gancho para vender, especialmente a quienes no son de California y lo encuentran romántico.

Nate se alegró al ver que no había más automóviles en el aparcamiento de la casa. Le preocupaba que la canguro pudiera haber decidido quedarse con el niño en la casa de Margot. O que quizá Margot hubiera invitado a alguien más a compartir su pasta.

Intentó mantenerse tranquilo, apelando a la minisonrisa ecuánime y afable que había usado con éxito en su último bodrio cinematográfico, y tocó el timbre.

Margot le ofreció su deslumbrante sonrisa cuando abrió la puerta. Ella también llevaba téjanos, de diseño y tiro bajo, y una camiseta amarilla que terminaba quince centímetros antes de que empezaran los téjanos. Él paseó su mirada desde los ojos de ella hasta su vientre bronceado y musculoso. Ella se echó su pelo color miel hacia atrás y se lo recogió con una peineta en forma de caparazón de tortuga.

Extendiendo su mano cálida y seca, tomó la de él y dijo:

– Oficial Weiss. Pareces otro vestido de civil.

– El uniforme hace al hombre, ¿no? -dijo él, intentando evitar que le temblara la voz. Necesitaba un trago para endulzarla.

Ella pareció leerle la mente.

– ¿Qué puedo ofrecerte de beber? -dijo-. Y volviendo a tu pregunta: no, tú no necesitas uniforme. De hecho ahora te ves mucho más joven.

Nate intentó esbozar una sonrisa más amplia y dijo:

– ¿Vino?

– Dime cuál quieres.

– Cualquiera que tengas.

– Pinot grigio, entonces -dijo ella-. No soy una esnob con el vino. Si me das tan sólo un modesto pinot californiano soy feliz como una alondra en el parque. Entra y sírvete mientras termino de cocinar la pasta.

Nate entró y fue directamente hacia la sala de estar y su magnífica vista sobre las calles de Hollywood, que se perdía a lo lejos. Había diferentes capas de luz, bien parpadeantes bien inmóviles, y el humo de los coches se mantenía bajo y oscuro contra el brillo dorado del atardecer. El paisaje lo calmó. La panorámica no era tan buena como la que había visto en algunas casas de las colinas de Hollywood ubicadas más hacia el oeste, pero no estaba mal. No podía imaginar cuántos millones podía costar una casa con semejante vista en aquellos parajes.

La decoración parecía un poco recargada, como muchas de las residencias de la Costa Oeste que había visto en Los Angeles Magazine y en Los Angeles Times. De pronto se le apareció una desagradable imagen del ex marido, el árabe, sentado en uno de esos caros sofás fumando un narguile, pero luego se extinguió. Nada podía arruinarle el momento. Todo aquello olía a dinero para Nate «Hollywood» Weiss.

– ¿Sabes? -dijo-, desde aquí hasta el smog se ve bonito.

Margot soltó una risita y él pensó que sonaba encantadora y cálida. Todo en ella era cálido.

– Varaos hombre, vámonos a la cocina donde podemos servirnos un poco de grapa. Tengo que aprovechar para desmelenarme cuando mi hijo de cinco años está con la canguro -dijo ella.

Nate la siguió hasta una gran cocina de gourmet con dos enormes refrigeradores de acero inoxidable y una cocina a gas con quemadores de tipo profesional, también de acero inoxidable. Había tres fregaderos de acero y se preguntó cuál iría a utilizar ella para colar la pasta. ¡Demasiadas opciones!

Cogió el sacacorchos y la botella de pinot grigio e intentó pelar el capuchón y quitar el corcho como había visto hacer a los sommeliers las veces que había podido llevar a una cita a un restaurante caro. Tuvo algunos problemas con el corcho, pero ella pareció no darse cuenta.

– ¿Llevas mucho tiempo trabajando de policía, Nate? -preguntó ella.

– Sí, casi quince años -dijo él.

– ¿De veras? -dijo Margot-. No pareces lo suficientemente viejo.

– Tengo treinta y seis -dijo él. Y luego agregó-: Tú no pareces lo bastante vieja como para tener un hijo de cinco años.

– Podría tener uno mucho mayor, pero no voy a decirte mi edad -dijo ella.

– Ya la sé -dijo Nate-. Tu permiso de conducir, ¿recuerdas?

– ¡Maldición! -dijo ella-. Lo olvidé.

Nate sirvió vino en las copas y dejó una en el escurridor, junto a Margot.

– ¿Tu hijo se queda con la canguro muy a menudo? -preguntó Nate.

– Sólo en ocasiones muy especiales -dijo Margot y de nuevo apareció esa tímida sonrisa.

Él bebió un buen sorbo, pero luego se dijo a sí mismo que era mejor ir despacio, muy despacio. Empezó a pensar en los trucos de actuación, como simular que aquélla era una película protagonizada por Nate Weiss, así que intentó meterse en el personaje; pero estaba indeciso acerca de a quién debería parecerse. Sencillamente, Nate «Hollywood» Weiss no tenía marco de referencia para una cita como ésa.

– Entonces, ¿de veras estás interesado en el Mercedes? -dijo Margot.

– Por supuesto -dijo Nate nerviosamente-. ¿Por qué otra cosa habría llamado?

Ella dejó de rebanar el mango. Reprimiendo una gran sonrisa, le echó un fugaz vistazo antes de decirle de forma inexpresiva:

– No puedo imaginarlo.

Nate sintió que su rostro ardía. ¡Era como un niño cuando estaba con esa mujer!

– ¿Soy poco convincente, o qué? -dijo finalmente-. Claro, me encanta el Mercedes, pero justo compré un coche nuevo el año pasado. Deberías echarme a patadas de aquí.

Margot llevó la botella de vino a la barra del bar, llenó la copa de Nate, y le dijo con repentina seriedad:

– Me alegré de que llamaras, Nate.

– ¿De veras?

– De veras -dijo ella-. Para decirte la verdad, he estado asustada por algo y estaba pensando en hablar con la policía.

– ¿Asustada? ¿Por qué?

– Vamos a cenar y luego hablamos -dijo Margot.

Gert von Braun formó pareja con Dan Applewhite por primera vez cuando él volvió al trabajo después de sus días libres. Los demás policías se dieron cuenta de que poner a Dan «Día del Juicio Final» con alguien tan explosivo como Gert era una combinación infernal. Los policías surfistas habían hecho apuestas sobre cuánto tiempo soportaría Gert escuchar a Dan hablar sobre la calamidad mundial de los musulmanes que se veía venir o acerca del inminente colapso de los mercados financieros mundiales, antes de estrangularlo. Lo que ellos no sabían era que la aversión que sentían Dan y Gert por el sargento Treakle iba a crear un vínculo que nadie hubiera podido predecir.

Todo comenzó cuando el sargento Treakle informó a Gert de que la descarga accidental de su arma con toda seguridad iba a suscitar una reprimenda oficial, la primera en sus once años de carrera. Ella estaba preparada para eso, por supuesto, pero no para el modo como le fue transmitida la información.